La carta prometida, Carlos Salem

viernes, 29 de mayo de 2009


LA CARTA PROMETIDA
Para Óscar Aguado

Querida Escarlata:

Ahora que conozco tu verdadero nombre, me resisto a olvidar el que usé durante 40 años para soñarte. Además, así identificarás al autor de estas líneas, el joven con delgado bigote y nervios en el ademán, que en aquel guateque de San Valentín de 1966 te hizo reír durante horas y antes de la despedida te prometió una carta. Tal vez recuerdes nuestra conversación, yo la revivo palabra por palabra: la broma sobre tu vestido y tu parecido con Vivien Leigh, la pasión común por los tulipanes rojos y la afición a las cartas como «la verdadera literatura, la que la gente escribe con el corazón». Cuánto reíste cuando te confesé, avanzada la noche, que en realidad no estudiaba Ingeniería, como te había dicho cuando mi prima Paulina nos presentó, y que me ganaba la vida como cartero.

Antes de que te lo preguntes: sigo siendo cartero. Al menos hasta final de año, cuando me jubilen. Y en todo este tiempo he repartido cartas de amor, de odio, reclamos comerciales, buenas y malas noticias. Cartas muy esperadas, cartas sorprendentes, cartas delgadas y gruesas cartas que parecían legajos de agravios o de promesas. Aprendes a leer en la cara de la gente cuando recibe una carta certificada. Y cada vez que echaba una carta en un buzón, imaginaba que eras tú quien la recibía. Cada día, durante cuarenta años en los que Paulina, ofendida, me negó tu nombre, tus señas, los datos necesarios para escribir la carta prometida. Sólo de año en año, con cuentagotas, me ofrecía algún indicio: tu matrimonio casi una década después de aquella fiesta y ese único beso apresurado, tus dos hijos, la muerte de tu marido. También me hablaba de cómo me recordabas, de las veces que le preguntaste por mí, de tu confesión de un amor que venció al paso de los años, y de cómo simulaba desconocer mi paradero y mi nombre.

El rencor de Paulina, que acudió a la fiesta segura de enamorarme y se vio desplazada, fue más duradero que el amor que nunca sintió por mí. Pero seguí frecuentándola todo este tiempo, en la esperanza de que alguna vez se compadeciera y me diera tus datos.

No te fui fiel, y ocho años después de aquella noche me casé con una buena mujer. No funcionó, estabas en todas partes, con tu vestido blanco y esa promesa intacta. Acabé divorciándome con la misma tibieza con que me casé, poco después de que enviudaras. Y dejé de sentirme culpable por esta carta que llevo encima desde el 15 de febrero de 1966, la que he vuelto a escribir cada fin de año, o cuando un acontecimiento importante llegaba a mi vida. En esta carta te he contado de mis hijos, de los ascensos rechazados para poder seguir repartiendo correspondencia casa por casa en busca de tu puerta, de la muerte de mi madre, de mi soledad. A fuerza de escribirte, llegué a creer que hablaba contigo, que seguíamos en el guateque, que el beso no se interrumpía por las prisas ofendidas de Paulina.

Sabrás que Paulina murió el mes pasado.

Y poco me faltó para seguirla: con ella se marchaba la posibilidad de encontrarte.

Hasta que ayer me llegó la noticia.

Por carta, desde luego.

Ella la había escrito hace años y dejó orden de que me fuera enviada después de su muerte. En esta carta, Paulina me daba tu nombre, tu dirección actual y hasta tu teléfono. Como si yo fuera a cometer la vulgaridad de llamarte.

Y agregaba de su puño y letra: «Mi peor venganza: te dejo encontrarla, ahora que es demasiado tarde».

Paulina, además de rencorosa, era imbécil, y perdona por el exabrupto. Ignoraba que al negarme la posibilidad de verte, me regaló una razón para vivir cuarenta años de amor perfecto.

De modo, querida Escarlata, que por fin lees la carta.

Y como ves, he cumplido mi palabra.

Puede que todo sea una broma de Paulina, que jamás hayas preguntado por mí, que me olvidaras al día siguiente.

Pero si no es así, si al acabar de leer estas líneas quieres verme, no tienes más que asomarte a la ventana de tu casa, ante la que pasé tantas veces cuando te buscaba carta a carta.

Soy ese cartero envejecido que lleva un gran ramo de tulipanes rojos en la mano y que espera un gesto tuyo para acercarse. Verás que sonrío, porque al fin te he hallado, y por la satisfacción del deber cumplido: la carta ha llegado a destino.


Sinceramente tuyo,


Rafael.



Carlos Salem, "La carta prometida", Yo también puedo escribir una jodida historia de amor, Ediciones Escalera, Madrid, 2008, pp. 83-85.

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