El color del cielo, Eduardo Berti

domingo, 9 de enero de 2011
EL COLOR DEL CIELO
I
El niño nace con ojos azules. Ningún antepasado tuvo ojos de ese color ni de ningún otro color fuera del marrón oscuro; no al menos hasta donde se remonta la memoria familiar, que en este caso abarca tres generaciones de la rama materna y cuatro de la paterna. Siendo la madre alguien de conducta intachable, imposible pensar en un desliz extramatrimonial. Nada parece explicar el fenómeno, salvo un capricho de la naturaleza.
II
El oftalmólogo explica que esto no es inmodificable, que puede tardar hasta un año en definirse el color. Y les cuenta de una niña que tuvo ojos verdes durante un año y medio, hasta que se volvieron grises.
III
La madre repite, encantada, que su hijo tiene «ojos del color del cielo». El padre toma ese azul como un sello distintivo: algo de que jactarse ante los demás. Deposita en los ojos un valor estético, pero también social.
IV
El hijo cumple un año, un año y medio, dos años... Los ojos siempre son azules. El oftalmólogo no duda: es el color definitivo. Los padres siguen intranquilos. Cada mañana, como quien vigila una planta que podría marchitarse, verifican que el color no haya cambiado.
V
Una noche, el padre sueña que a su hijo los ojos se le vuelven negros. Negros, oscuros, sin brillo. La cosa ocurre en segundos y, pese a que en el sueño sacude a su hijo con no poca brutalidad, pese a que le golpea las sienes con esos golpes que consiguen que un artefacto vuelva a andar, pese a ello los ojos se enturbian hasta hundirse en una negrura absoluta.
VI
El hijo va desarrollando una especie de vanidad. Sabe que tiene ojos bellos, especiales en su entorno. Sabe que sus ojos despiertan una absurda mezcla de respeto y de admiración. En simultáneo, ha empezado a ir a la escuela y allí tiene algunos problemas. Es aplicado, aseguran las maestras, pero su rendimiento es cada vez peor. No se concentra por «problemas de comprensión», dictamina un especialista que sugiere análisis, sin excluir tomografías cerebrales.
VII
El médico deriva a los padres a un oftalmólogo: el oftalmólogo de siempre, al que no visitan desde hace mucho tiempo. Que el hijo ve mal, que es miope, como afirma el oftalmólogo tras examinarlo a fondo, no sorprende mucho a los padres. De un tiempo a esta parte es usual que entorne un poco los ojos, que se siente cada vez más cerca del televisor. En fin, los síntomas retrospectivamente comprensibles, a la luz de un diagnóstico. El oftalmólogo, no obstante, les comunica algo más: una futura ceguera. «El deterioro será lento, progresivo. Todo el proceso puede tardar entre cuatro y siete años».
VII
El hijo acoge la noticia con rara filosofía, tal vez porque otra vez sus ojos llaman la atención general y lo instalan en el centro del universo. Los padres no se resignan y consultan a otros oftalmólogos. En esencia, todos les dicen lo mismo.
IX
Una noche, mientras se empeñan en conciliar el sueño, los padres se atreven a hablar de aquello que no le preguntaron a ningún oftalmólogo, ni aludieron ante su hijo: el color azul, ¿se irá con la ceguera? Fijarse en un detalle así, que otros juzgarían banal, no les da vergüenza alguna. Perder la vista ya es suficiente desgracia como para perder, encima, el color azul.
X
El hijo pierde la vista y pierde el color azul seis años después del fatídico diagnóstico. Ahora sus iris son blancos. O, mejor dicho, de color ceniza. Los padres no se lo dicen. No le dicen nada porque él tampoco se los pregunta, al menos por un buen tiempo.
XI
Un día el hijo no puede más de curiosidad. ¿Y mis ojos? ¿De qué color son ahora? «Del color del cielo. Como siempre, hijo», le dice la madre. Afuera está, claro, totalmente nublado.



Eduardo Berti, Lo inolvidable, Páginas de espuma, Madrid, 2010, pp. 209-212.

2 comentarios:

Francisco dijo...

Localizado Los hermosos vencidos.

Aguiarteca.

Raquel Vázquez dijo...

¡Muchas gracias! Ya me pasaré a buscarlo.