[Fintas de nubes...], Jesús Montero

sábado, 28 de mayo de 2011





Fintas de nubes
apuñalan la luna
de lado a lado.




Jesús Montero







Fernando Rodríguez-Izquierdo & Jesús Montero, Un haiku en el arco iris, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2007, p. 89. Ilustración del autor.

[Drácula y Frankenstein...], Rafael Coloma

martes, 24 de mayo de 2011
Cuentos de hadas, Paul Klee


Drácula y Frankenstein bailan el sirtaki
Piel de Asno echa las cartas a los Tres Cerditos
el Doctor Dolittle habla con la mula Francis
Alicia toca el clarinete
Pinocho seduce al Lobo Feroz
Wendy esnifa a Campanilla
Popeye canta un tango a Mister Hyde
Heidi y el Gato con Botas están fornicando
Mickey engaña con los dados a los Cuarenta Ladrones.

Caperucita hace streaptease
Pulgarcito se masturba
Cenicienta se chuta butano
el Capitán Garfio aporrea los bongos
Blancanieves va por la manzana número cien.

Copas a placer si distingues
que se bebe alcohol de quemar
buffet a gogó si te atreves
con el caviar de keroseno.
(Los Siete Enanitos atienden solícitos)

Los mambos de Pérez Prado perfuman el mal aliento
y la policía está al caer.

De la oreja de Dumbo
Holly extrae a mi chica
(Resulta ser la Bella Durmiente
y yo padezco insomnio)


Rafael Coloma, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 39.

Sydney, Rubén Abella

domingo, 22 de mayo de 2011
SYDNEY

Con ayuda del bastón, Eddie Tjangapati dirigió sus pasos de aborigen viejo hacia el parque. Caminó con cautela, rodeando las trampas del pavimento y las bolsas de basura destripadas, tratando de no mirar a los hombres que trapicheaban en las esquinas. En el cruce de las calles Redfern y Chalmers se detuvo a contemplar una escena insólita. Una cuadrilla de obreros, todos ellos blancos e irritados, arreglaba un socavón de varios metros de diámetro, rematando así el trabajo que sus compañeros, tan blancos e irritados como ellos, habían dejado inconcluso cuatro años atrás. A su alrededor se agolpaba el vecindario estupefacto.
Eddie siguió su camino. Se alejó del estrépito de las máquinas y entró en el parque, donde lo esperaban los suyos sentados en círculo sobre la hierba.
—¿Has visto, no? —le preguntó su hijo ofreciéndole una lata de cerveza, señalando con la mano libre hacia la obra.
Eddie se sentó apoyándose en su sobrina, abrió la lata y, con cómica parsimonia, la levantó para brindar:
—¡Por las elecciones! —dijo en tono socarrón.
—¡Por las elecciones! —contestaron todos, y bebieron a la vez un trago largo, ansioso, ajeno a los mitos de la tribu y al ya casi olvidado Tiempo del Sueño.

Obras en la calle, Russell Lee


Rubén Abella, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, pp. 90-91.

Las mil y una noches, Juan Gracia Armendáriz

sábado, 21 de mayo de 2011
Sherezade continúa su historia, Virginia Frances Sterrett


LAS MIL Y UNA NOCHES

El día en que cenamos los tres por última vez lo hicimos como siempre. Vimos el telediario y supimos que una bomba había explotado en un mercado de Bagdad. Fue una cena frugal: sopa de sobre y tortilla francesa. Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una ciudad donde se contaban muchos cuentos. Yo la miré por encima del vaso de agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y después las imágenes del televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una calle polvorienta, entre chancletas y salpicones de sangre. Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás. A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad infantil. La besé en la frente y apagué la luz. Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí esperar a que acabara para poder acostarme. Ella se acomodó en el sofá del comedor. Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada. Tomé un potente ansiolítico. Me encontraba en Bagdad, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una explosión. Yo trataba de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador. No hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico amortiguaron la despedida. Desayunamos en silencio. Luego, mi mujer llamó a un taxi, y ambas abandonaron la casa. Me senté a la mesa de la cocina, frente a las tazas sucias del desayuno. Escuché el ruido de las maletas en los escalones y luego la voz de mi hija en el portal del edificio, pero yo sólo trataba de salir a la superficie entre aquella polvareda de escombros.



Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 73-74.

Manila, Rubén Abella

viernes, 20 de mayo de 2011
MANILA

Al acabar los trailers y los anuncios comerciales, el público del cine se puso en pie para escuchar el himno nacional. Muchos cantaban la letra, otros se tocaban el corazón en silencio. Había incluso quienes, sobrecogidos por el ardor patrio, rubricaban el rito con una incesante señal de la cruz.
El himno llegó a su fin con un eco largo y unánime.
El público se sentó.
En la pantalla dio comienzo una película de acción, en inglés y sin subtítulos, que casi nadie entendía del todo.

Escena de una antigua calle de Manila, R. B. Berting


Rubén Abella, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008.

Proyectos a corto plazo, Pedro Ugarte

lunes, 16 de mayo de 2011
Viejo crepuscular, Salvador Dalí


PROYECTOS A CORTO PLAZO

Esa perturbadora avidez con que comen algunos enfermos terminales, algunos ancianos anclados para siempre a sus sillas de ruedas. Envueltos en un fanático silencio, devoran la comida, y con qué fervor se aferran a su último vaso de leche, cómo olvidan cualquier refinamiento culinario y reclaman más galletas reblandecidas u otro trago de su jarra de agua tibia, como ya no quieren leer o hablar, no entienden lo que les decimos, no quieren decirnos nada, cómo alargan sus manos por un poco más de comida. Se olvidan de nosotros ante una cucharada de amargo puré como si el hambre se agrandara a medida que su cuerpo va apagándose. Con qué asquerosa inconsciencia nos recuerdan no ya quiénes somos, sino sencillamente qué.


Pedro Ugarte, Materiales para una expedición, Lengua de trapo, Madrid, 2002, p. 127.

[La tela de araña], Javier Marías

domingo, 15 de mayo de 2011
Todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano...
(...)
El único sentido que tiene es que cualquier atisbo nos vale en estas tontas e invencibles circunstancias, cualquier asidero. Un día más, una hora más a su lado, aunque esa hora tarde siglos en presentarse; la vaga promesa de volver a verlo aunque pasen muchas fechas en medio, muchas fechas de vacío. Señalamos en la agenda aquellas en que nos llamó o lo vimos, contamos las que se suceden sin tener ninguna noticia, y esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermas o perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre una bobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y se apiada. Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a la que sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos la repetimos. Apreciamos cualquier contacto, aunque haya sido tan sólo el justo para recibir una excusa burda o un desplante o para escuchar una mentira poco o nada elaborada. "Al menos ha pensado en mí en algún momento", nos decimos agradecidos.
(...)
Cuando nos atrapa la tela de la araña fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo.


Telaraña al amanecer, Libby Drew


Javier Marías, Los enamoramientos, Alfaguara, Madrid, 2011, pp. 150-152.

El trapecista, José de la Colina

sábado, 14 de mayo de 2011
El trapecista, Marc Chagall

EL TRAPECISTA

El trapecista niño saltó desde el primer trapecio, dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos volteretas en el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez... y así sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le temblaban las corvas y sonreía fatigadamente,
pero
entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y cuando llegó a éste era nuevamente un niño, pero aún más niño: un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían con aún mayor entusiasmo, y él allá en sus alturas, entre su aérea selva de trapecios, sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.



José de la Colina, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, página 48.

Patio de luces, Juan Gracia Armendáriz

miércoles, 11 de mayo de 2011
PATIO DE LUCES

En días como hoy, oigo cantar a mi vecina. Su voz asciende por el patio, y es una voz antigua que parece emitida por un viejo transistor, la voz de una mujer viuda que no es bonita y tiene un perro pekinés de ojos saltones. La luz del mediodía la acompaña; también las sábanas blancas suavemente batidas por una brisa de domingo. En otras ocasiones, esa mujer grita obscenidades, maldiciones, blasfemias, que sólo pueden estar dirigidas a su peor enemigo. Un melodrama doméstico, acompañado de portazos y platos de loza rotos contra el suelo, y unos incongruentes ladridos de perro a la hora de la siesta. Pero ella siempre vivió sola; así pues, hoy se canta a sí misma como otros días se maldice sin que nadie le responda. En cierta ocasión la oí decir: «Estoy tan sola que ya no me echo de menos», y luego cocinó un huevo frito. El chisporroteo del aceite ascendió desde la sartén hasta mi ventana, pero no supe decir si ese sonido doméstico recordaba a un llanto o a una risa. Hoy, de momento, canta. Me pregunto qué debo hacer si el canto se transforma en perorata, y luego en solitaria violencia. Yo también canturreo con la ventana abierta, de ese modo vecinal e inofensivo le hago compañía, creo.




Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, p. 49.

Otro, Antonio Fernández Molina

sábado, 7 de mayo de 2011
Autorretrato doble, Paul Wright


OTRO

No soy yo pero sus conocidos me saludan en la calle.
Como en su misma mesa.
A la noche me acuesto en su cama.
Su mujer no le es infiel. Realmente somos iguales y yo mismo podría confundirme.



Antonio Fernández Molina, Las huellas del equilibrista, Menoscuarto, Palencia, 2005, página 95.

La ilusión, Georges Perec

jueves, 5 de mayo de 2011

LA ILUSIÓN

Sueño
Ella está junto a mí
Me digo que estoy soñando
Pero la presión de su mano contra mi mano me parece demasiado fuerte
Me despierto
Está sin lugar a dudas junto a mí
Loca felicidad
Enciendo
La luz brilla una centésima de segundo y después se apaga
(una bombilla que estalla)
La abrazo

(me despierto: estoy solo)

Fantasía e ilusión, José Taares

Georges Perec, La cámara oscura, Impedimenta, Madrid, 2010.

... si sabes cómo, Juan Gracia Armendáriz

martes, 3 de mayo de 2011
... SI SABES CÓMO

Persuadido de que debía abandonar la inmensa pradera de la nicotina, leyó un libro de autoayuda, y para su sorpresa consiguió dejar de fumar. A los cuatro meses comprobó que había engordado siete kilos, de modo que compró un libro de dietas adelgazantes. Ingirió varios litros de agua de sirope y abandonó la perniciosa costumbre de mezclar grasa con hidratos de carbono. A los nueve meses se diría que su figura se había estilizado tanto como agriado su carácter. Pasó un período de inestabilidad emocional, que sació mascando chicles de clorofila y gominolas, lo que le ocasionó un intenso y prolongado meteorismo, que superó tras la lectura de un clásico de la gimnasia espiritual; aprendió a respirar a la manera de los yoguis; extirpó las últimas adherencias de su antigua y malsana vida —la leche, los huevos, el café— y decoró su apartamento de soltero según los principios del Feng Shui. Al cabo de dos años, era otro hombre. Una mañana se miró en el espejo y vio un rostro exento de toxinas, transparente, de mirada fanática. Para aliviar la tensión acumulada por tanta ascesis, adquirió un libro donde aprendió los principios del tantra sexual. Como quiera que su ánimo había adquirido una extremada sensibilidad psicosomática, se sometió a varios tratamientos que aliviaran su hipocondría: acupuntura, piedras sanadoras, chikung, santería cubana, reiki, chamanismo del Altiplano, campanas tibetanas, psicomagia y regresión prenatal. Hastiado de sí mismo, abandonado por sus amigos y sus concupiscentes compañeras de viajes iniciáticos, encontró consuelo en el diván de un psicoanalista, argentino quien al cabo de tres años le hizo saber que su ansiedad se debía a algo tan pedestre como un pecho exangüe que no sació su pulsión succionadora de bebé. Una tarde maldijo a su madre, entró en un bar, compró un paquete de Marlboro y pidió un whisky. Acodado en la barra, con la primera y tóxica calada de tabaco supo que la rueda de sus hábitos volvía a girar y ascendía hacia el techo, como los aros de humo que ya expulsaba con pericia de cowboy.

Cigarro en el bar, Brent Lynch


Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 25-26.

El amor, Anton Chéjov

lunes, 2 de mayo de 2011
EL AMOR

La señorita N, a cargo de un curso en la escuela, al volver a su casa se entera por una amiga de que X, al parecer, está enamorado de ella y se apresta a pedirla en matrimonio. N, que no es hermosa, nunca ha pensado en casarse. Una vez en casa, tiembla de terror durante horas y horas. No duerme, llora, y al alba, finalmente, se enamora de X. Pero al mediodía le dicen que no era más que una simple suposición y que X no se iba a casar con ella, sino con Y.

Anton Chéjov, Cuaderno de notas

La boda, Marc Chagall


Eduardo Berti (editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009.