[Si no fuera...], Almudena Guzmán

domingo, 31 de julio de 2011
La cabalgata. Desierto de Konya, Anatolia, Turquía, 1955, Jean Dieuzaide



Si no fuera porque me estoy hundiendo,
literalmente,
en la arena,
creería que el desierto es tan sólo una metáfora
con el punto justo de exotismo.

En el horizonte la esperanza.

El espejismo de siempre.


Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2001.

Tensa el arco, Roger Wolfe

sábado, 30 de julio de 2011




TENSA EL ARCO


La poesía:
una ballesta.
Y en el punto de mira,
un corazón.






Cuadro con arqueros
, Vasili Kandinski


Roger Wolfe, El arte en la era del consumo, Sial, 2001, Madrid, p. 46.

[Cuando la bota azul...], José Daniel García

viernes, 29 de julio de 2011

Cuando la bota azul
venga a pisar la araña
de codos enlazados
y las manos comiencen
a descoser las trenzas
o atravesar la piel de los tambores,
no os mováis.

Aunque os rompan las medias
y os arrastren
o sintáis escarbando bajo el cráneo
la vida, no os mováis.

El miedo es un payaso que os apunta
con una flor de plástico.
El payaso rojo, Marc Chagall



José Daniel García, Coma, Hiperión, Madrid, 2008, p. 9.

Libro de zoología, Rubén Martínez

jueves, 28 de julio de 2011
LIBRO DE ZOOLOGÍA

Apenas lo vio, salió corriendo a buscar en su libro el capítulo "E", de "Equinos", porque parecía un caballito, pero no lo encontró. Revisó pues la extensa clasificación del capítulo "A", "Avis", "Aves", porque tenía un par de hermosas alas como de nube, pero no encontró nada. Luego, como último recurso, revisó todas las especies de animales con cuerno, porque tenía un brillante y único cuerno. Pero descubrió que allí tampoco aparecía.
Entonces, con honda tristeza, le pidió al pequeño unicornio alado que se marchara, porque, sencillamente, no existía.


Madera de unicornio, Dahlov Ipcar


Rubén Martínez, 47 ideas para una novela, Palabras del Candil, Guadalajara, 2008, p. 17.

[Medio olvidando...], Michel Houellebecq

miércoles, 27 de julio de 2011
El gallo azul, Marc Chagall


Medio olvidando la presencia de su hermano, Michel se apoyó en la barandilla y echó una ojeada a los edificios. Ya había caído la noche; casi todas las luces estaban apagadas. Era la última noche del fin de semana del 15 de agosto. Volvió junto a Bruno, se sentó a su lado; sus rodillas se rozaban. ¿Se podía considerar a Bruno como un individuo? La putrefacción de sus órganos era cosa suya, iba a conocer la decadencia física y la muerte a título personal. Por otra parte, su visión hedonista de la vida, los campos de fuerzas que estructuraban su conciencia y sus deseos pertenecían al conjunto de su generación. Al igual que la instalación de una preparación experimental y la elección de uno o más factores observables permiten asignar a un sistema atómico un comportamiento determinado —ya sea corpuscular, ya sea ondulatorio—, Bruno podía aparecer como individuo, pero desde otro punto de vista sólo era el elemento pasivo del desarrollo de un movimiento histórico. Sus motivaciones, sus valores, sus deseos: nada de eso lo distinguía, por poco que fuese, de sus contemporáneos. Por lo general, la primera reacción de un animal frustrado es intentar alcanzar su objetivo con más fuerza que antes. Por ejemplo, una gallina hambrienta (Gallus domesticus) a la que un cercado de alambre le impide llegar a la comida, hará unos esfuerzos cada vez más frenéticos para atravesar el cercado. Sin embargo otro comportamiento, sin objetivo aparente, sustituirá poco a poco al primero. Las palomas (Columba livia) picotean el suelo sin parar cuando no pueden conseguir el codiciado alimento, aunque en el suelo no haya nada comestible. Y no sólo picotean de ese modo indiscriminado, sino que a menudo se alisan las plumas; esa conducta tan fuera de lugar, frecuente en las situaciones que implican frustración o conflicto, se llama conducta sustitutiva. A principios de 1986, poco después de cumplir treinta años, Bruno empezó a escribir.


Michel Houellebecq, Las partículas elementales, Anagrama, Barcelona, 2010 (1998), pp. 178-179.

[Veo al príncipe rojo...], Almudena Guzmán

martes, 26 de julio de 2011
El príncipe y la bella, Raúl Colón

Veo al príncipe rojo
cruzar la laguna
de donde dicen
que nunca se vuelve.

No sé a quién rezar
para que dulce
como el vino de palma
le sea el viaje,
para que pronto arribe a la luz
y a la orilla más clara
y olvide el laurel de la nieve fría
sobre tanto laúd herido en campaña.

Y me recuerde.


Almudena Guzmán, El príncipe rojo, Hiperión, Madrid, 2006.

Fracaso de los héroes, Miguel Ángel Zapata

lunes, 25 de julio de 2011
FRACASO DE LOS HÉROES

La expedición a la Antártida resultó un éxito total. La estación meteorológica a pleno rendimiento, los estudios sobre el ciclo reproductivo de los pingüinos o los hábitos alimenticios de las focas cangrejeras. El Nóbel a la vuelta de la esquina, unos cuantos paralelos más abajo.
Y encontrar entonces el piano en mitad de la enorme llanura de hielo, ese Stenway de destellos charolados, solitario ataúd de melodías congeladas en la inmensa pista de patinaje del Antártico.
Tras interpretar aquel pingüino minúsculo y vestido de etiqueta el Arabesque nº1 de Debussy y recibir en enfervorizado palmoteo de sus colegas blanquinegros, el vaivén de bigotes de las focas leopardo y los rugidos emocionados de una colonia de leones marinos, mis colaboradores y yo nos retiramos en silencio para iniciar cuanto antes el viaje de regreso a Europa, casi de puntillas, dispersando, taciturnos, a los vientos helados los cientos de hojas ya obsoletas con los exhaustivos datos de nuestros estudios sobre el modo de vida de la fauna polar.

Pingüino azul, Talia Helton


Miguel Ángel Zapata, Baúl de prodigios, Traspiés, Granada, 2007, p. 18.

Pararrayos, Guillermo de Torre

domingo, 24 de julio de 2011
Una tormenta, Georgia O'Keeffe


PARARRAYOS

Un vuelo de miradas acribilla la noche

Cada relámpago
es un ojo de Argos
El viento nos golpea con sus puños
La tempestad dispara sus pistolas automáticas
Las estrellas tocan a rebato

La noche se extravía
y tactea los cuatro puntos cardinales del horizonte
Los tejados inundan sus lagrimales
Descarrila el tren de las horas
La tormenta enciende sus carteles eléctricos

Todos los transeúntes
cambian sus reflejos
se encienden y se apagan simultáneamente
En la pizarra atmosférica
se dibujan los guarismos relámpagos

Epilepsia de las alturas
Dios deposita sus injurias en los pararrayos
Cuándo
el pirotécnico celeste
agotará su stock de cohetes?


Guillermo de Torre, Hélices, Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga, 2000, página 47.

Acostarse temprano, Sergi Pàmies

sábado, 23 de julio de 2011
Amanecer, Paul Klee

ACOSTARSE TEMPRANO

Del piso recuerdo las paredes y el balcón, con vistas al matadero. También recuerdo que no se oían los chillidos de los animales sacrificados, sólo el ruido, de día y de noche, de los grupos electrógenos. Cuando sonaba el teléfono, solía ser la abogada con malas noticias. A veces, los divorcios tienen estructura de epidemia: acabas pagando por los errores cometidos por otros. El piso fue una de las consecuencias de ese proceso. La jueza dictó sentencia y me obligó a alquilar deprisa y mal. La otra batalla se produjo por la custodia de los hijos. Después de una negociación con alma de chantaje acabaron viniendo dos noches por semana, sabiendo que eran el instrumento de un reparto legal pero arbitrario. Pese a las circunstancias, encontramos el modo de reírnos hasta llorar, de no pedir demasiadas pizzas por teléfono, de hacer los deberes puntualmente, de ver partidos de rugby por televisión y de acostarnos temprano.
Nunca imaginé que las paredes nos ayudarían tanto. Cuando mi hijo pequeño me pidió si podía dibujar en una de ellas le dije que sí, porque hacía demasiado tiempo que la respuesta a todas las preguntas era «no».El mayor se sumó a la idea con entusiasmo y, al cabo de unas semanas, habían completado un zócalo que recorría tres paredes y una puerta y que representaba un zoo con animales de todo tipo, incluso ratas y escorpiones. La minuciosidad de los detalles y la elección de los colores me llevó a sospechar que, de todo lo que habíamos compartido, nada les había hecho disfrutar tanto como aquello. Pintaba mordiéndose la lengua con los labios, como si aquel gesto de máxima concentración les aguzara la inspiración y la destreza. Por eso, cuando les dije que podían seguir por el pasillo, el comedor y el dormitorio, me abrazaron y volvieron al trabajo con la energía de unos artesanos contratados para realizar los murales de una iglesia de, pongamos, la Toscana del siglo XV.
Los días que no venían –me resisto a utilizar la expresión «los días que no me tocaban»–, me gustaba contemplar las pinturas y repasarlas con la yema de los dedos, como el arqueólogo que busca el acceso a un pasadizo secreto. A medida que mis hijos crecían, los zócalos se modificaban. Sobre el zoo se levantaban bosques mutantes, planetas precipitándose hacia otros planetas igualmente desatados, robots alimentados por energías imposibles, monstruos mitológicos y balones de rugby vigorosamente hinchados. Paulatinamente, los estilos evolucionaban y divergían, y la perra cosmonauta que había pintado el pequeño no tenía nada que ver con la psicodelia grafitera coloreada por el mayor. El piso fue transformándose así, sin equilibrio, acumulando muebles y electrodomésticos en las zonas no pintadas. Cuando alguien me reprochaba que desaprovechara tantas paredes, le respondía que me sentía como un cazador prehistórico: me rodeaba de pinturas no para informar de nuestras costumbres a visitantes del futuro sino para explicarme a mí mismo cómo eran aquellos chicos que, desde el divorcio, sólo había podido ver dos días de cada siete.
Luego llegaron los años de la distancia y los silencios. Manteníamos el régimen de visitas pero nos alejamos porque así lo imponía el protocolo de la adolescencia. Pese a todo, nos vigilábamos de reojo. Yo notaba que los pantalones se les caían y que les olían más los pies y ellos fingían no sorprenderse cuando estrenaba camisa y salía a cenar con una amiga. «Amiga» era el eufemismo de una realidad que no comentábamos: hubiéramos roto el equilibrio de cosas no dichas que debe mantenerse entre padres e hijos. En aquella época no dibujaron demasiado. De vez en cuando añadían signos y símbolos en un rincón de pared virgen –no siempre sabían qué significaban– o anotaban frases, consignas y aforismos que les habían impresionado y que, por regla general, pasaban de moda más deprisa que los dibujos (saqué la conclusión de que la imagen perdura más que la escritura).
Una noche, la amiga resultó ser más que amiga que las anteriores y se quedó. Sin pactarlo, iniciamos un periodo de convivencia marcado por la cautela y el respeto. Cuando venían, los chicos no entendían que ella viviera en casa. Tuvieron que aprender a no hacérselo pagar y a discutirlo conmigo sin caer –les estaré eternamente agradecido– en el melodramatismo. Cuando se ha sobrevivido a un divorcio, plantearse volver a vivir en pareja resulta difícil. Quizá por eso, ninguno de los dos dijo nada hasta que quedó tan claro que las cosas eran como eran que no hizo falta hablar más del asunto (hay silencios que de entrada coaccionan, pero que a medio plazo liberan). Los hechos impusieron su lógica: se compartían las costumbres y se preservaban, intactas, las paredes.
Unos meses más tarde, cuando, sin ninguna malicia, la amiga sugirió que podríamos volver a pintar el piso y redistribuir los espacios «de un modo más racional», estábamos cenando. Mis hijos no levantaron la mirada del plato (albóndigas con romesco de pimiento). A juzgar por la manera como, simétricamente, se rascaron la nuca, comprendí el efecto que les había producido la propuesta. Yo pensaba lo mismo que ellos: en la inoportunidad de según qué cambios y en la dificultad de explicar algo intangible y que guardaba relación con los sentimientos de una época en la que, sin decírnoslo, habíamos logrado sobrevivir a muchas angustias. Como la amiga no era idiota, se dio cuenta de todo. No le respondí que no pero tampoco que sí. Resultado: la ambigüedad de mi respuesta adquirió dimensiones de deuda impagada.
En el momento de despedirse de mis hijos, mi amiga los abrazó con más emoción a ellos que a mí. Lo comprendí: los afectos que no se eligen nunca decepcionan tanto como los que se buscan. Nos miramos y yo esperé, en vano, que el despecho se le disolviera en la mirada como una aspirina efervescente. No volvimos a vernos, tampoco cuando los chicos empezaron a venir menos, más adelante poco y, finalmente, nada (llegué a echar de menos una resolución judicial que les impusiera, como antes, un régimen de visitas). El matadero cerró y fue derribado por un comando hiperactivo de excavadoras. En su lugar construyeron pisos que costaba vender: corrió el rumor de que, por la noche, se oían los chillidos de los animales que habían sido sacrificados allí.
Más que la soledad, me pesaba el tiempo libre. Ocupar las horas me cansaba tanto como perderlas. En el trabajo, cuando me propusieron cambiar de país y asumir más responsabilidades, se lo comenté a mis hijos, por si deseaban quedarse con el piso. Me respondieron que no: tenían otros planes. Si hubiera sido mío no lo habría vendido, pero no me podía permitir dos alquileres al mismo tiempo y me frenaba tener que abandonar los paisajes de las paredes. No quería perder lo que durante tantos años había ido descubriendo: un laberinto de formas y colores que me recordaban momentos que, lejos de allí, corría el riesgo de olvidar. Los chicos me dijeron que tenía que filmarlo para conservar el recuerdo y, tras explicarme cómo funcionaba la cámara, así lo hicimos. Ahora que me he instalado en el nuevo apartamento, en una ciudad en la que lleva días nevando y en la que todo el mundo se acuesta más temprano que yo, miro las imágenes filmadas del viejo piso y me doy cuenta de que, vistas en la pantalla, las paredes ya no dicen nada: los planetas no parecen tan desatadas, los monstruos mitológicos han perdido carisma, los robots se han oxidado tanto como los animales –incluidos las ratas y los escorpiones– y los balones de rugby se han deshinchado.


Sergi Pàmies, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 27-33.

Espejo, Sylvia Plath

viernes, 22 de julio de 2011
Ante el espejo, Edgar Degas

ESPEJO

Soy plateado y exacto. No tengo prejuicios.
Me trago de inmediato todo cuanto veo,
Tal y como es, sin sombra de aprecio ni desprecio.
No soy cruel sino sincero:
El ojo cuadrado de algún diosecillo.
Casi siempre estoy meditando sobre la pared de enfrente.
Es rosada, con manchas. Llevo tanto tiempo observándola
Que creo que ya forma parte de mi corazón. Pero ella va y viene.
Los rostros y la oscuridad nos separan una y otra vez.

Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
Buscando en mi superficie lo que realmente es.
Luego se vuelve hacia esas mentirosas, las velas, la luna.
Veo su espalda, y la reflejo con toda fidelidad.
Ella me recompensa con su llanto y el temblor de sus manos.
No le importo nada. Me deja y vuelve a mí constantemente.
Cada mañana su rostro viene a reemplazar la oscuridad.
En mí se ahogó una joven antaño, y en mí una anciana hoy
Se yergue hacia ella, día tras día, como un pez terrible.



Sylvia Plath, Poesía completa, Bartleby, Madrid, 2008.

El error deseado, Joan Payeras

jueves, 21 de julio de 2011

EL ERROR DESEADO

Rememora el silencio de otras noches
en los pasos del mar que le vigila.
En su mirada brilla una muesca en lo oscuro,
el precio de la próxima renuncia.
Se reconoce en el sabor amargo
de una cerveza, en una canción
que la vida se olvida entre sus dientes,
en el espejo extraño
que es siempre un viejo amigo.

Pero sabe que el animal no ha muerto.

Mientras, los días son camisas sucias
que lava la conciencia cada noche,
y el tiempo es el hogar donde prepara
a fuego lento sus errores.



Joan Payeras, Calle del Mar, Islavaria, Granada, 2010, p. 13.

Perpedigna, Ramón Gómez de la Serna

miércoles, 20 de julio de 2011
PERPEDIGNA

El seductor no encontró en aquella muchacha nada bello ni carnal y, sin embargo, se empeñó en poseerla porque se llamaba Perpedigna y aquello era extraordinario y tentaba con su candidez digna de ser apurada. Sería bonito ser el amante de Perpedigna y que los amigos lo dijesen y ella tuviese una hija que se llamase Perpedignita.
Esa fue la verdadera historia de la seducción de Perpedigna y de que ella tuviese la pequeña Perpedignita, cándida como una polluela de paloma.

Niña en la playa, Joaquín Sorolla


Ramón Gómez de la Serna, Disparates y otros caprichos, Menoscuarto, Palencia, 2005, p. 97.

Ventana sobre el error, Eduardo Galeano

martes, 19 de julio de 2011
VENTANA SOBRE EL ERROR

Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo. Una mañana floreció el jazmín del Cabo, en el jardín de mi casa, y el aire frío se impregnó de su aroma, y ese día también floreció el ciruelo y despertaron las tortugas.
Fue un error, y poco duró. Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que alguna vez se acabará el invierno. Y yo también.


Eduardo Galeano, Las palabras andantes, Siglo XXI, Madrid, 1993, p. 217.

El tiempo, Karmelo C. Iribarren & Cristina Müller

lunes, 18 de julio de 2011


EL TIEMPO


Increíble,
el tiempo:

no deja
de dar vueltas

no va
a ninguna parte

no duerme

y vive
en un reloj.





Karmelo C. Iribarren, Versos que el viento arrastra, El jinete azul, Madrid, 2010, pp. 44-45.

Las zapatillas de deporte, Etgar Keret

domingo, 17 de julio de 2011
LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE

El Día del Holocausto fuimos con la profesora Sara en autobús, en el 57, a la casa de Yehudi Wohlin, y yo me sentí muy importante. Todos los niños de la clase eran iraquíes menos mi primo, otro niño, Drukman, y yo, pero yo era el único de entre todos al que se le había muerto el abuelo en el Holocausto. La casa de Yehudi Wohlin era muy bonita y lujosa, toda hecha del mármol negro de los millonarios. Había allí un montón de fotos en blanco y negro, muy tristes, y listas y más listas de personas, de países y de muertos. Fuimos pasando por delante de todas las fotos por parejas y la profesora dijo que no las tocáramos. Pero yo toqué una, de cartón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y que llevaba en la mano un bocadillo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las rayas pintadas en la carretera y mi pareja, Orit Salam, dijo que se iba a chivar a la profesora porque yo había tocado la foto. Pero yo le contesté que por mí se lo podía decir a quien quisiera, hasta a la directora, porque no me importaba. Que era mi abuelo y que pensaba seguir tocando lo que me diera la gana.
Después de las fotos nos metieron en una sala grande y nos pusieron una película que mostraba cómo metían a unos niños pequeños en unos furgones y después los asfixiaban con gases. A continuación subió a la tarima un anciano muy delgado y contó lo bestias y asesinos que eran los nazis, cómo se había vengado de ellos y que había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Yirbi, que estaba sentado a mi lado, dijo que el anciano mentía, que con la pinta que tenía no había soldado en el mundo al que pudiera hacerle nada. Pero yo miré al anciano a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en los ojos, que todas las locuras que cometen los matones del barrio lanzando ladrillos y cosas por el estilo me parecieron un juego de niños.
Al final, cuando terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el anciano dijo que todo lo que habíamos oído allí era muy importante, no sólo por el pasado sino también por lo que estaba ocurriendo ahora. Porque los alemanes seguían vivos y todavía tenían un país. El anciano dijo que nunca los perdonaría y que esperaba que tampoco lo hiciéramos nosotros y que ni se nos ocurriera ir a visitar ese país. Porque también cuando él y su familia llegaron juntos a Alemania hacía cincuenta años, todo parecía maravilloso y acabó en un infierno. «Las personas tienen muchas veces una memoria muy corta», añadió, «especialmente para las cosas malas. Prefieren olvidarlas. Pero vosotros no lo vais a olvidar. Cada vez que veáis a un alemán os vais a acordar de lo que yo os he contado. Y cada vez que veáis un producto de Alemania, sin que os importe que sea una televisión, porque la mayoría de los fabricantes de teles son de Alemania, o cualquier otra cosa, siempre debéis recordar que debajo del embalaje en inglés de ese producto se ocultan todo tipo de piezas y tubos fluorescentes hechos de los huesos, la piel y la sangre de los judíos muertos».
Cuando salíamos de allí Yirbi volvió a decir que si ese viejo había estrangulado ni que fuera un pepino él era bombero, y yo me quedé pensando en que estaba muy bien eso de que tuviéramos un Amcor* en casa porque para qué iba uno a complicarse la vida.
Dos semanas después de eso mis padres volvieron del extranjero y me trajeron unas zapatillas de deporte. Mi hermano mayor le había contado a mi madre que eso era lo que yo quería, y ella me escogió las más guays. Al entregármelas como regalo mi madre sonreía, porque estaba segura de que yo no sabía lo que había dentro. Pero yo lo supe al instante, por el logotipo de Adidas que había en la bolsa. Saqué la caja de las zapatillas de la bolsa y di las gracias. La caja tenía una forma rectangular, así como de ataúd. Y dentro yacían dos zapatillas de deporte blancas con tres rayas azules en cada una y en un costado, grabado, Adidas Rom. No me habría hecho falta abrir la caja para saberlo.
—Venga, vamos a ponérnoslas —dijo mi madre, al tiempo que les sacaba los papeles que tenían dentro—, vamos a ver si te están bien.
No dejaba de sonreír, sin entender lo que estaba pasando.
—Esto es de Alemania, ¿lo sabes? —le dije, y le abracé la mano con fuerza.
—Pues claro que lo sé —me sonrió ella—, Adidas es la mejor marca del mundo.
—También el abuelo era de Alemania —me esforcé por darle una pista.
—El abuelo era de Polonia —me corrigió mi madre, y se puso triste por un momento, pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y se puso a atarme los cordones. Yo permanecía en silencio. Había comprendido que de nada serviría intentar algo. Mi madre no tenía ni idea de esas cosas porque ella nunca había estado en la casa de Yehudi Wohlin. Nunca se lo habían explicado. Así que para ella aquellas zapatillas de deporte no eran más que eso, unas zapatillas de deporte, y Alemania resulta que era Polonia. De manera que dejé que me las pusiera y me quedé callado. No tenía ningún sentido contárselo y ponerla todavía más triste.
Después de decir gracias otra vez y de darle un beso en la mejilla, le dije que me iba a jugar.
—¡Pero con mucho cuidado, eh! —se rió mi padre desde su sillón del salón—. No acabes con las suelas de una sola vez.
Volví a mirar las pálidas zapatillas de deporte que llevaba en los pies. Las miré y recordé todo lo que el anciano que había llegado a estrangular a un soldado alemán nos dijo que debíamos recordar. Volví a tocar las rayas de las Adidas y me acordé de mi abuelo, allí, en el cartón.
—¿Te estan comodas? —me pregunto mi madre.
—Pues claro que le están cómodas —le respondió mi hermano en mi lugar —, estas zapatillas no son unas Hamegaper cualquiera, son idénticas a las zapatillas de Cruyff.
Me dirigí muy despacio hacia la puerta, de puntillas, procurando poner el mínimo de peso sobre las zapatillas. Así fui andando, con mucho cuidado, hasta el parque Kofim. Fuera, los niños del Borochov habían hecho tres equipos: Holanda, Argentina y Brasil. Precisamente en el de Holanda les faltaba un jugador, así que me dejaron entrar a mí, y eso que nunca dejan jugar a ningún niño que no sea del Borochov.
Al principio del partido todavía me acordé de tener cuidado y no chutar con la puntera, para no hacerle daño al abuelo, pero cuando pasó un poco de tiempo se me olvidó, exactamente igual a como el viejo de la casa de Yehudi Wohlin dijo que a uno se le olvida, y hasta metí un gol de bolea en el aire. Sólo que después del partido volví a acordarme y me quede mirandolas. De repente se habian vuelto muy cómodas y como más flexibles, mucho más de lo que parecian en la caja.
—Qué bolea les he hecho, ¿eh? —le recordé al abuelo de camino para casa—, el portero no ha sabido ni de dónde le ha venido.
El abuelo no dijo nada, pero por cómo pisaba pude notar que él también estaba contento.


* N. de la T.: Amcor es una marca israelí de electrodomésticos.

Botas de fútbol, Ricardo Renedo


Etgar Keret, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 105-108.

Cambio de planes, Daniel Rodríguez Moya

sábado, 16 de julio de 2011
CAMBIO DE PLANES

No sirven los pronósticos pactados
si al abrir la maleta
encuentras mucho menos equipaje,
un hueco inesperado.

Qué lleva a deshacer un libro casi escrito,
a firmar un final que inicie un nuevo párrafo,
a tener la certeza de que es hora
de la huida adelante,
y de un cambio de planes.

Los días se suceden como alondras
y de pronto un disparo destroza esa cadencia.
Lo sabe en su rumor el viento de la tarde.

Hay un lago que puede reflejar
la angustia y la esperanza de su orilla,
del que todo ha perdido,
del que todo lo espera.
Equipaje clásico, Winona Steunenberg

Daniel Rodríguez Moya


Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español), Visor, Madrid, 2011, p. 78.

[El hombre atraviesa...], Milan Kundera

viernes, 15 de julio de 2011
Los amantes, René Magritte



El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido.



Milan Kundera, El libro de los amores ridículos, Tusquets, Barcelona, 2008 (1968), p. 12.

Cosas que pasan en el cielo, Karmelo C. Iribarren

jueves, 14 de julio de 2011
COSAS QUE PASAN EN EL CIELO

Mira
ahí arriba,
esas nubes
tan blancas
tan coquetas

poniéndose
en la dirección del viento
para que las empuje

y detrás de ellas
el pobre humo de la chimenea

sin poder alcanzarlas

sudando hollín.

Casa con chimenea, Nicholas Baz


Karmelo C. Iribarren, Versos que el viento arrastra, El jinete azul, Madrid, 2010, p. 30.

Novia del soldado, Miguel Salas

miércoles, 13 de julio de 2011



NOVIA DEL SOLDADO

Noche oscura del cuerpo.
La guerra ha vuelto alambre nuestra almohada.
Después de que te has ido,
cómo llamar dormir a dormir sola.
Al alba, el ancho pozo de mi cama
se mide en años luz.
Después de que te has ido
soñar es recorrer una trinchera.



El soldado, Mijail Larionov


Miguel Salas, Las almas nómadas, Hiperión, Madrid, 2011, p. 18.

Amistad, Pepe Maestro

martes, 12 de julio de 2011




AMISTAD

Los primeros mil amigos que tuve en la red social me decepcionaron un poco.



Pepe Maestro





Ilustración: Peter Steiner

Paula Carballeira, Pablo Amo, Pep Bruno, Pepe Maestro & Félix Albo, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 84.

[La vida es un juego...], Javier Moreno

lunes, 11 de julio de 2011
Paso de cebra, Hiroshi Yoshida


La vida es un juego más o menos duradero de ganancia cero. Dios dice que no solo la vida, sino que la Historia Universal es un juego del mismo tipo. Que ha visto caer a plomo a estirpes e imperios que perduraron durante siglos en la cima. Que las buenas rachas siempre se compensan con las malas porque el vacío y la nada no toleran ninguna competencia duradera. Los matemáticos llaman a eso «ley de los grandes números».
–Es la primera lección del bróker. Comprar acciones a la baja y vender al alza.
–Un principio de conservación del dinero.
–Efectivamente. Una sabiduría equiparable a la de los maestros taoístas. La única apuesta segura es la apuesta por el vacío.


Javier Moreno, Alma, Lengua de Trapo, Madrid, 2011, p. 79.

[Cuando cieno bruma...], Alí Calderón

domingo, 10 de julio de 2011
Cuando cieno bruma y nada uno son
y ayuso arriba y todo ha fragmentado
cuando aquel que fuiste un día parece
otro un extraño pérfido a los ojos
y brama bruñe la penumbra en rostros
incognoscibles acres uno mismo
o si el terror la imagen
trastoca y envilece
y aún malogra corrompe por dentro
o si llegar a ser ha sido desasirse
de aquello que se fue y no se recuerda
si un accidente y no lo perentorio
somos un dato inocuo
sarcoma carcinoma la derrota que soy que contamina

Si desierto de mí depauperado
soy muchos a la vez y todos miserables
si dios que da la llaga
oculta niega tarda medicina
si sangre leucocitos y carne apoptosada
soy apenas los despojos
de un miedo que me lacra y trisca y lepra
al viento frágil flama que oscurece
o consume el susurro en luz ceniza
andadura y camino hacia la x
troverme so far y ostro en a punto
mutis hambre gozo gozne de la destrucción

Porque en sentido estricto nunca nada
fue tan todo jamás sino en mi ausencia
nunca ocupé el espacio
estuve siempre fuera
de lugar necrosado a la vista de la gente
en mí no hay nada mío
sólo descort y sombra y un crujido
que en oscur me perfuma de aspereza
un quebrar de cristales tras el pecho
que degrada mi condición de nadie

Y entonces desespero: me olvida la memoria de las cosas
soy lentas negras lágrimas y sangre
soy mácula y desprecio encabronamiento oprobio
y la ceguera soy la rabia contenida inoculada

Nada fui sino muerte entre las manos
Nunca podré colmar este silencio
Alí Calderón


El camino del silencio, František Kupka


Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español), Visor, Madrid, 2011, pp. 153-154.

[Por qué a unos...], Almudena Guzmán

sábado, 9 de julio de 2011





Por qué a unos nos cuesta tanto todo
y otros lo consiguen por la gorra.

Es evidente que no les caemos bien a los dioses.

Que vivimos en una calle en cuesta como Sísifo.



 





Sísifo, Franz von Stuck


Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011.

Paloma, Antonio Cabrera

viernes, 8 de julio de 2011




PALOMA
(Columba sp.)


Cristal del aire
en cuya luz perpetua
vuela el candor.




Paloma azul y sol amarillo, Pablo Picasso


Antonio Cabrera, Tierra en el cielo, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 49.

Que se mueran, Etgar Keret

jueves, 7 de julio de 2011
Tarde en el internado. Laberinto de infancia, Lorena Soledad Véliz Flores


QUE SE MUERAN

Durante las vacaciones de Hanuka mis padres me mandaron una semana a un internado. Ya desde el primer momento odié estar allí y lo único que quería era llorar. Los otros niños siempre estaban contentos y como yo no conseguía entender por qué, tenía todavía más ganas de llorar. Me pasaba el día yendo de las actividades a la piscina con los labios apretados, sin decir ni una palabra, para que los otros niños no notaran las lágrimas en mi voz y se cebaran en mí.
Por la noche, después de que apagaran la luz, me quedaba esperando unos minutos y después corría en chándal a la cabina de teléfonos saltando por los charcos. El frío me abría la boca y de la garganta me salían una especie de sollozos que no parecían mi voz. Eso me asustaba muchísimo. Llamaba a casa y se ponía mi padre. Durante todo el recorrido hasta el teléfono mantenía la esperanza de que fuera mamá, pero ahora, con todo este frío, la lluvia y esos sollozos que me salían de la garganta, ya me daba exactamente lo mismo. Volvió a contestar él y le dije que viniera a buscarme, y en ese momento empezó a salirme un llanto de verdad. Él se enfadó un poco, me preguntó un par de veces qué era lo que pasaba y después me pasó con mi madre. Yo seguía llorando, así que no pude decir ni una sola palabra.
—Ahora mismo vamos a buscarte —dijo mi madre.
Oí a mi padre mascullar algo y a mi madre que le respondía enfadada en polaco.
—¿Me oyes, Dandush? —me repitió—. Ahora mismo vamos a buscarte, quédate esperándonos en tu habitación. Fuera hace frío y estás tosiendo. Espéranos en tu habitación, que ya daremos con ella.
Colgué el teléfono y corrí hacia el portón de salida. Me senté en el bordillo de la acera a esperar a que llegaran. Sabía que les tomaría más de una hora. Como no tenía reloj, intenté calcular el tiempo mentalmente de mil formas distintas. Tenía frío y calor a la vez, y ellos no llegaban. En mis cálculos mentales habían pasado más de doscientos años, el sol ya empezaba a salir, y ellos sin llegar. Los muy mentirosos. Me habían dicho que vendrían. Mentirosos cabronazos, ojalá se murieran. Seguí llorando, aunque ya no me quedaban fuerzas. Al final me encontró uno de los monitores y me llevó a la enfermería. Me hicieron tragarme una pastilla y no quise hablar con nadie.
Al mediodía vino una mujer con gafas que le susurró a la la enfermera al oído. La enfermera movió la cabeza de lado para el otro y le susurró a la mujer en voz alta:
—El pobrecito, por lo visto, lo presentía.
La de las gafas le dijo algo más a la enfermera y ésta volvió a responderle en voz alta:
—Le diré, Doña Bela, que soy una persona instruida y no una cateta del zoco, pero hay cosas que ni la ciencia puede explicar.
Un poco más tarde vino Eli, mi hermano mayor. Se quedó allí en la puerta, cohibido, intentando inútilmente sonreír. Después de hablar un momento con la enfermera, me agarró de la mano y nos encaminamos hacia el aparcamiento. Ni siquiera me pidió que fuéramos a la habitación para recoger mis cosas.
—Papá y mamá me prometieron que iban a venir a buscarme—le dije medio llorando.
—Lo sé —me respondió sin tan siquiera mirarme—, ya lo sé.
—¡Pero no han venido! —me eché a llorar—. Me he pasado la noche esperándolos bajo la lluvia. Son unos mentirosos muy hijos de puta. Ojalá se mueran.
Y entonces se volvió hacia mí de pronto y me dio una bofetada. No de esas tortas que se le dan a un niño para que se calle la boca. Una bofetada en toda regla. Noté cómo los pies se me separaban por un instante del suelo, cómo me elevaba un poco por el aire y después volvía a caer. Me quedé muy sorprendido. Eli era de esos hermanos que te enseñan a pasar bien la pelota jugando al fútbol, no de los que te pegan. Me levanté del asfalto. Tenía el cuerpo entero dolorido y en la boca un sabor salado a sangre. No lloré, a pesar de que me dolía muchísimo la mandíbula. Pero Eli, de repente, sí parecía estar al borde de las lágrimas.
—¡Joder, qué mierda, y ni siquiera sé qué hacer! —dijo desesperado, sentándose en el suelo a mi lado y echándose a llorar.
Después se calmó un poco y volvimos a Tel Aviv en su coche. Estuvo callado durante todo el trayecto. Llegamos al piso en el que vive. Acababa de licenciarse en el ejército y había alquilado un piso con otro chico.
—Tu madre —dijo—, es decir, nuestra madre —los dos permanecimos en silencio—. Papá y mamá, ya sabes —intentó seguir de nuevo, pero se calló.
Hasta que los dos nos hartamos. Yo tenía ya muchísima hambre, porque no había comido nada desde por la mañana, así que nos fuimos a la cocina y el me preparó un huevo revuelto.


Etgar Keret, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 86-8.

[Deja ya de quejarte...], Almudena Guzmán

miércoles, 6 de julio de 2011
Deja ya de quejarte del agua fría
y del cloro.

Además estás haciendo el ridículo
con ese flotador de pato.

No pienses en nada
pero recuérdalo todo
y tírate de cabeza a la piscina
del mundo.

Eres Esther Williams.



Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, p. 59.

Los siete pecados capitales, Javier Moreno

martes, 5 de julio de 2011
Mesa de los pecados capitales, El Bosco


LOS SIETE PECADOS CAPITALES (RASCA, HAY MILES DE PREMIOS)

Lo importante no es el número:
siete
ni la noción de Pecado

Es necesario prescindir del parergon
dirigir la mirada arriba a la izquierda
donde figura la muerte

Antes que Schrödinger, el Bosco
hizo el experimento de un animal
medio vivo/medio muerto:

ese perro a los pies del moribundo
respirando
bajo el albayalde y la malaquita
y que nos muestra el reflectógrafo

En xileno resucitan
las tintas de los documentos
decoloradas por los fluidos cadavéricos
El pecado no era la lujuria o la gula
sino ser comunista o judío (no podéis
colgarnos a los ciento noventa millones
—Zoya Kosmodemianskaya—)

Han pasado los siglos. Aprendimos

a sospechar de la evidencia
a indagar la penumbra del signo
bajo un borrón de trementina



Javier Moreno, Renacimiento, Icaria, Barcelona, 2009, pp. 20-21.

El dolor, Schahid

lunes, 4 de julio de 2011
EL DOLOR

Siglo X (del persa)

Si el dolor como el fuego diera humo
Reinaría en el mundo una noche eterna.


Luna blanca, Milton Avery


Francisco Alexander (ed.), Tu bata flotante de seda roja y oro (50 poemas asiáticos de amor), Visor, Madrid, 2011.

[Nunca olvides...], Roger Wolfe

domingo, 3 de julio de 2011
Número 207, Mark Rothko



Nunca olvides lo que metió sangre en las venas de tu obra.
Nunca olvides el odio.
Enfríalo.
Redúcelo a un cristal de carbono puro cuyas aristas disequen las entrañas de tus enemigos.
No hagas nunca prisioneros.
Resiste.
Y que jamás te atrapen con vida.



Roger Wolfe, Todos los monos del mundo, Renacimiento, Sevilla, 1995.

[Nubes...], Kusatao

sábado, 2 de julio de 2011




Nubes en cirro.
Y todo lo demás
aquí en la tierra.

Kusatao





Nube roja, Guliano Giganti


Antonio Cabezas (ed.), Jaikus inmortales, Hiperión, Madrid, 1983, p. 170.

[La luz expira...], Jesús Montero

viernes, 1 de julio de 2011






La luz expira;
son aullidos de lobo
sus dientes blancos.



Jesús Montero







Fernando Rodríguez-Izquierdo & Jesús Montero, Un haiku en el arco iris, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2007, página 61. Ilustración del autor.