[El tiempo no ocupa lugar...], Ramón Pérez de Ayala

jueves, 31 de enero de 2013
Queda poco tiempo y el río crece, Laura Spong



   (...) el tiempo no ocupa lugar; pero no nos damos cuenta de que no existe hasta que ha pasado. Nos afanamos por apoderarnos de prisa, de prisa, trozo a trozo, del gran bloque del tiempo venidero, y estamos en la situación de un avaro que no hiciese sino guardar onzas de oro en un arca, y que cada onza se le desvaneciese sin llegar al fondo. Fíjese usted en la impropiedad del lenguaje, en lo que respecta al tiempo y a la edad de los hombres. Se dice: «Este niño tiene muy pocos años», o «este viejo tiene muchos años». ¡Qué disparate! El niño es el que tiene muchos años y el viejo el que tiene pocos años, poquísimos, quizás meses, quizás días, quizás horas, porque el tiempo pasado ya no existe.


 Ramón Pérez de Ayala, Belarmino y Apolonio, Cátedra, Madrid, 2007 (1976), p. 248.

 

Cuando me afeito, Erich Fried

miércoles, 30 de enero de 2013
 Amor, de Michael Haneke (fotograma)

CUANDO ME AFEITO

Cuanto más afilada la hoja
más joven aparezco
en el espejo

¿Cuán afilada
ha de ser la hoja
que me rejuvenezca de verdad?



Erich Fried, Cien poemas apátridas, Anagrama, Barcelona, 1978, p. 101.


[Tenemos que soportar], Sándor Márai

lunes, 28 de enero de 2013
 Melancolía, Edvard Munch


   Pero en el fondo de tu alma habitaba una emoción convulsa, un deseo constante, el deseo de ser diferente de lo que eras. Es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano, porque la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que nos conformamos con lo que significamos para nosotros mismos y para el mundo. Tenemos que conformarnos con lo que somos, y ser conscientes de que a cambio de esta sabiduría no recibiremos ningún galardón de la vida: no nos pondrán ninguna condecoración por saber y aceptar que somos vanidosos, egoístas, calvos y tripudos; no, hemos de saber que por nada de eso recibiremos galardones ni condecoraciones. Tenemos que soportarlo, éste es el único secreto. Tenemos que soportar nuestro carácter y nuestro temperamento, ya que sus fallos, egoísmos y ansias no los podrán cambiar ni nuestras experiencias ni nuestra comprensión. Tenemos que soportar que nuestros deseos no siempre tengan repercusión en el mundo. Tenemos que soportar que las personas que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como nos gustaría. Tenemos que soportar las traiciones y las infidelidades, y lo más difícil de todo: que una persona en concreto sea superior a nosotros, por sus cualidades morales o intelectuales. Esto es lo que he aprendido en setenta y cinco años de vida, aquí, en medio de este bosque. Pero tú no has podido soportarlo.



Sándor Márai, El último encuentro, Salamandra, Barcelona, 2012, pp. 122-123.
 

[Agujeros], Julio Cortázar

domingo, 27 de enero de 2013
 Rieles al atardecer, Edward Hopper



    —Bruno, ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban convencidos. ¿De qué, quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos. De lo que eran, supongo, de lo que valían, de su diploma. No, no es eso. Algunos eran modestos y no se creían infalibles. Pero hasta el más modesto se sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaban viendo. Y naturalmente no podían ver los agujeros, y estaban muy seguros de sí mismos, convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito psicoanálisis, sus no fume y sus no beba... Ah, el día en que pude mandarme mudar, subirme al tren, mirar por la ventanilla cómo todo se iba para atrás, se hacía pedazos, no sé si has visto cómo el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse...




 Julio Cortázar, "El perseguidor", Las armas secretas, Cátedra, Madrid, Madrid, 2004.

No entres dócil en esa dulce noche, Dylan Thomas

sábado, 26 de enero de 2013
Ciudad junto al río, bajo la luz de la luna, Aert van der Neer



NO ENTRES DÓCIL EN ESA DULCE NOCHE

No entres dócil en esa dulce noche,
debe arder la vejez y delirar al fin del día;
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Aunque sepa el sabio al morir que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no relampaguearon, él
no entra dócil en esa dulce noche.

Tras la última ola el hombre bueno, clamando lo brillantes
que habrían bailado sus gestas pobres en las bahías verdes,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

El fiero, que atrapó el sol cantándolo en su vuelo
y aprende, tarde, que lloraba su paso,
no entra dócil en esa dulce noche.

El solemne, en su muerte, al ver con vista cegadora
que ojos ciegos podrían flamear como meteoros, alegres,
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Y tú, padre, allá en la altura triste,
con llanto feroz maldice, bendíceme ahora, te ruego.
No entres dócil en esa dulce noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.



Dylan Thomas, Muertes y entradas, Huerga y Fierro, Madrid, 2003, p. 175. Traducción de Niall Binns y Vanesa Pérez-Sauquillo.
             

[La belleza del mundo...], Virginia Woolf

viernes, 25 de enero de 2013



La belleza del mundo a punto de perecer, tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, que cortan el corazón por la mitad.


Virginia Woolf, Una habitación propia, Alianza, Madrid, 2012 (2003), página 26.


No oyes ladrar a los perros, Juan Rulfo

jueves, 24 de enero de 2013
 Luna, Arthur Dove


NO OYES LADRAR A LOS PERROS

   —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
   —No se ve nada.
   —Ya debemos estar cerca.
   —Sí, pero no se oye nada.
   —Mira bien.
   —No se ve nada.
   —Pobre de ti, Ignacio.
   La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
   La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
   —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
   —Sí, pero no veo rastro de nada.
   —Me estoy cansando.
   —Bájame.
   El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
   —¿Cómo te sientes?
   —Mal.
   Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
   —¿Te duele mucho?
   —Algo —contestaba él.
   Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
   —No veo ya por dónde voy —decía él.
   Pero nadie le contestaba.
   El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
   —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
   Y el otro se quedaba callado.
   Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
   —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
   —Bájame, padre.
   —¿Te sientes mal?
   —Sí
   —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
   Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
   —Te llevaré a Tonaya.
   —Bájame.
   Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
   —Quiero acostarme un rato.
   —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
   La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
   —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
   Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
   —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ese no puede ser mi hijo.»
   —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
   —No veo nada.
   —Peor para ti, Ignacio.
   —Tengo sed.
   —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
   —Dame agua.
   —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
   —Tengo mucha sed y mucho sueño.
   —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
   Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
   Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
   Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
   —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima». ¿Pero usted, Ignacio?

   Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
   Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
   —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



Juan Rulfo, El llano en llamas, Cátedra, Madrid, 2004, pp. 115-119.

Miedo y duda, Erich Fried

miércoles, 23 de enero de 2013
El miedo, Yves Tanguy


MIEDO Y DUDA

No dudes
de aquél
que te diga
que tiene miedo

pero ten miedo
de aquél
que te diga
que no conoce la duda.




Erich Fried, Cien poemas apátridas, Anagrama, Barcelona, 1978, p. 101.

Sucedió en una ciudad que se quedó sin nombre, Rosalba Campra

martes, 22 de enero de 2013
Parque de atracciones, Ben Shahn


SUCEDIÓ EN UNA CIUDAD QUE SE QUEDÓ SIN NOMBRE

   Ardieron las bibliotecas de la ciudad. No quedan libros, y los que quedan están encerrados dentro de cajas de vidrio en lejanas ciudades brumosas, donde nadie los escucha. Entonces es como si nunca hubiesen hablado. La luz a la que se los pintó tenía la hondura de los ópalos, ahora todo se ha ido ofuscando. Medra sólo el silencio.
   Qué nos queda sino comerciar simulacros.
   Souvenirs, señora.


Rosalba Campra, Ciudades para errantes, Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, 2007, p. 31.

[Uno envejece poco a poco...], Sándor Márai

lunes, 21 de enero de 2013
La novia del viento, Oskar Kokoschka


   Uno envejece poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, ya sabes, todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido... Eso también es la vejez. Cuando ya sabes que un vaso no es más que un vaso. Y que un hombre no es más que un hombre, un pobre desgraciado, nada más, un ser mortal, haga lo que haga... Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, no, primero envejecen tus ojos, o tus piernas, o tu estómago o tu corazón. Envejecemos así, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma: porque por muy viejo y decrépito que sea ya tu cuerpo, tu alma sigue rebosante de deseos y de recuerdos, busca y se exalta, desea el placer. Cuando se acaba el deseo de placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente. Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado. Lo que el nuevo día te traiga, ya lo conoces de antemano: la primavera, el invierno, los paisajes, el clima, el orden de la vida. Ya no puede ocurrirte nada imprevisto: no te sorprende ni lo inesperado, ni lo inusual, ni siquiera lo horrendo, porque ya conoces todas las posibilidades, ya lo tienes todo visto y calculado, ya no esperas nada, ni lo bueno, ni lo malo... y esto precisamente es la vejez. Todavía hay algo vivo en tu corazón, un recuerdo, algún objetivo vital poco definido, te gustaría volver a ver a alguien, te gustaría decir algo, enterarte de algo, y sabes que llegará el día en que ya no tendrá tanta importancia para ti saber la verdad, ni responder a la verdad, como creíste durante las décadas de espera. Uno acepta el mundo, poco a poco, y muere. Comprende la maravilla y la razón de las acciones humanas. El lenguaje simbólico del inconsciente... porque las personas se comunican por símbolos, ¿te has dado cuenta? Como si hablaran un idioma extraño, chino o algo así, cuando hablan de cosas importantes, como si hablaran un idioma que luego hay que traducir al idioma de la realidad. No saben nada de sí mismas. Sólo hablan de sus deseos, y tratan desesperada e inconscientemente de esconderse, de disimular. La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren de verdad... Sí, un día llega la aceptación de la verdad, y eso significa la vejez y la muerte. Pero entonces tampoco esto duele ya.



Sándor Márai, El último encuentro, Salamandra, Barcelona, 2012, pp. 172-174.

[La vida es un viaje en paracaídas], Vicente Huidobro

sábado, 19 de enero de 2013
La caída del ángel, Marc Chagall


   Sé triste, más triste que la rosa, la bella jaula de nuestras miradas y de las abejas sin experiencia.
   La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer.
   Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.
   Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ése es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra.
   Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.
  
  
Vicente Huidobro, Altazor / Temblor de cielo, Cátedra, Madrid, 2005, p. 59.