Los días perdidos, Dino Buzzati

lunes, 18 de febrero de 2013
 Pájaro negro, Tommy Ingberg

LOS DÍAS PERDIDOS

   Algunos días después de haber tomado posesión de su suntuosa villa, Ernst Kazirra, al entrar en casa, divisó a lo lejos a un hombre que salía con una caja al hombro por una puerta secundaria de la tapia y la cargaba en un camión.
   Antes de que pudiera alcanzarlo el hombre se había marchado. Así que lo siguió en el coche. El camión hizo un largo trayecto hasta más allá de las afueras de la ciudad, deteniéndose al borde de un cañón. Kazirra bajó del coche y fue a ver. El desconocido cogió la caja del camión, avanzó unos pocos pasos y la arrojó al barranco; estaba lleno de miles y miles de cajas iguales.
   Se acercó al hombre y le preguntó:
   —Te he visto sacar la caja de mi jardín. ¿Qué había dentro? ¿Y qué son todas estas cajas?
   Él lo miró y sonrió:
   —Quedan más en el camión, para tirar. ¿No lo sabes? Son los días.
   —¿Qué días?
   —Tus días.
   —¿Mis días?
   —Tus días perdidos. Los días que has desperdiciado. Los esperabas, ¿a que sí? Llegaron. ¿Y qué hiciste de ellos? Míralos, intactos, todavía llenos. Y ahora...
   Kazirra miró. Formaba una pila inmensa. Descendió por la escarpadura y abrió uno.
   Dentro había un camino en otoño y al fondo Graziella, su novia, se iba para siempre. Y él ni siquiera la llamaba.
   Abrió un segundo. Era una habitación de hospital y en la cama su hermano Giosuè, que estaba mal y lo esperaba. Pero él estaba fuera por negocios.
   Abrió un tercero. En la verja de la vieja y mísera casa estaba Duk, su fiel mastín, esperándole desde hacía dos años convertido en piel y huesos. Y él ni siquiera había pensado en volver.
   Sintió que algo le oprimía ahí, en la boca del estómago. El descargador estaba de pie al borde del cañón, inmóvil como un verdugo.
   —¡Señor!— gritó Kazirra—. Escúcheme. Deje que me lleve al menos estos tres días. Se lo suplico. Al menos estos tres. Soy rico. Le daré cuanto quiera.
   El descargador hizo un gesto con la mano derecha, como señalando un punto inalcanzable, como diciendo que era demasiado tarde, que ya no había remedio posible. Luego se desvaneció en el aire y al instante desapareció también el gigantesco cúmulo de cajas misteriosas. Caían las sombras de la noche.
   


Dino Buzzati, Las noches difíciles, Acantilado, Barcelona, 2010, pp. 22-23.

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