[Animal moribundo], Miguel Ángel Hernández

martes, 14 de mayo de 2013
El espejo del destino, Anton Semenov


   Aquella noche odié a Helena con todas mis fuerzas. Entré en el aseo y me quedé allí un buen rato mirándome al espejo. Mi alopecia precoz, mi barriga y mi estatura no eran un arma contra los músculos del modelo. Era una batalla perdida. Mi ejército no tenía nada que hacer. Maldije mi imagen y, sosteniendo la mirada en el espejo, pensé en aquel momento que daría todo mi conocimiento y mis capacidades intelectuales por tener el cuerpo de Francisco. Hay momentos —pensé— en que saber hablar, leer o poder escribir no sirve absolutamente de nada. Nadie se folla a las mentes. Lo que decía el personaje de Eusebio Poncela en Martín (Hache) era mentira. Luego, para tomar café y hablar de cine, la cosa cambia. Pero, en el momento de la verdad, lo que vale es la naturaleza, no la cultura. Eso al menos es lo que yo pensaba en esos momentos. Y me acordé entonces de El animal moribundo, la novela de Philip Roth que había leído no hacía mucho. En una escena en la que me había visto reflejado, el profesor David Kepesh siente envidia de los cuerpos jóvenes y lozanos de los bailarines que seducen a Consuelo, la estudiante de la que se ha enamorado. Piensa entonces el animal moribundo que cambiaría toda su inteligencia, todos sus premios y todos sus libros por poder contonearse así, por poder seducir físicamente a una mujer, por ser un cuerpo fuerte y vigoroso. En cierta manera, aquella noche me vi como Kepesh, reduciéndolo todo a lo más animal, renegando de mi cuerpo fofo y contrahecho, y anhelando los músculos del modelo. Y quise cambiar todas mis matrículas de honor por un minuto de ese cuerpo. Al fin y al cabo, pensaba yo entonces, la sabiduría y la inteligencia eran simplemente estrategias que teníamos que utilizar algunos para paliar nuestra falta de biología. El camino más largo y más lastimoso. Y además, siempre frustrante. Porque en el último momento, en el momento de mayor animalidad, cuando hay que satisfacer sexualmente a una mujer, no sirve de nada haber leído a Heidegger y a Derrida. El sexo nos iguala. En ese momento, lo único que cuenta es el cuerpo. Y desde luego, en ese terreno de juego, el torso esculpido de Francisco ganaba por goleada a mi vientre flácido y caído que casi no me permitía verme la polla.
   Frente al espejo, me vi como un animal moribundo de sólo veintidós años. Y pensé que lo que me ocurría era incluso peor que lo que le sucedía a David Kepesh. El protagonista de la novela de Roth recuerda su juventud y anhela su atractivo, su vigor y su lozanía. Realmente, es un libro sobre la nostalgia de lo que una vez se tuvo y se perdió, sobre la extinción y la degradación. De lo que trataba al final El animal moribundo era de la vejez y de la pérdida de la potencia del cuerpo.
   Por un momento me imaginé a mí mismo mayor y anciano y pensé que ni siquiera entonces llegaría yo a sentir la nostalgia de Kepesh. Mi cuerpo era joven, pero no era ni mucho menos apetecible. No iba a poder jamás escribir unas memorias llenas de experiencias sexuales y añorar la juventud del cuerpo fuerte y vigoroso. No. Yo era un viejo de veintidós años. Y el cuerpo me había sido prohibido.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 143-144.

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