[Elegir la hora], Miguel Ángel Hernández

martes, 7 de mayo de 2013
Tiempo, Hideki Shiota


   Después de colgar, me quedé un momento abstraído en la cabina, resguardado por una privacidad extraña. Hablar desde allí era como dar un salto al pasado. (…)
   Las cosas eran ahora diferentes y todo había cambiado. Eso fue lo que pensé en un primer momento. Pero enseguida me di cuenta de que ese cambio no se había producido del todo, al menos no en todos los lugares. Observé con detenimiento el locutorio y advertí que allí la gente seguía «yendo a llamar» y que, para ellos, ese lugar seguía estando más cerca de casa que otros sitios. Allí pervivían aún modos de experiencia que en otros lugares habían desaparecido. Era como si las cosas se movieran a diferentes velocidades y no desaparecieran del todo, como si todo se solapase y los mundos se entrecruzasen unos con otros. No tenía más que mirar a mi alrededor. En el locutorio se daban la mano todos los tiempos. El videochat convivía con el envío de dinero, el e-mail con las postales, la impresión de imágenes digitales con las fotografías que se recibían y se revelaban, los DVD y los CD con las cintas de casete y los vídeos VHS. Y todo funcionaba y seguía sirviendo a su propósito original. No había lugar para la obsolescencia. El tiempo era allí múltiple y complejo.
   Miré de nuevo los relojes en la pared con los diversos husos horarios y pensé que aquella hora no sólo era la hora cronológica, sino que en aquel tiempo iba implícito mucho más. En el fondo, todo era una cuestión de tiempo. Tiempo de espera, tiempo de trabajo, tiempo de experiencia, tiempo de vida. Migrar, pensé, es moverse en el espacio, ir de un lugar hacia otro, pero, incluso más que eso, es también moverse en el tiempo. El inmigrante es, lo tuve claro en aquel momento, un viajero que atraviesa el tiempo y que siempre habita una hora que no es la suya. Y es que entre todos los relojes que poblaban la pared había uno que ofrecía una hora que dominaba las demás: el reloj con la bandera de España, que marcaba la hora a la que había que ajustarse. Ésa era la medida de las cosas. Ése era el tiempo que reinaba en el afuera. Aunque allí, entre todos los relojes, era un tiempo más. Quizá, como decía el joven del locutorio, todavía uno podía elegir la hora.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 88-89.

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