[La sangre del otro], Miguel Ángel Hernández

miércoles, 1 de mayo de 2013
Sick. Vida y muerte de Bob Flanagan, de Kirby Dick (fotograma)


   Al acabar la película, alguien encendió las luces. Junto a la pantalla, apoyada en la mesa, estaba ella, Helena, vestida de negro, con el pelo oscuro, el flequillo largo, el rostro afilado, la tez pálida, frágil, débil, ojerosa, como si estuviera enferma, como si hubiera escapado de alguna de las performances de Flanagan.
   Con la voz quebradiza y llena de aire, dijo:
   —¿Reacciones? —Y se quedó mirando hacia el aula buscando alguna respuesta. Nadie contestó.
   De nuevo:
   —¿Nada que decir?
   Sólo algunos murmullos. Indistinguibles. Luego, llegaron las palabras.
   —Una puta locura.
   —Habría que encerrarlo.
   —Locos hay en todas partes.
   Todos parecían estar de acuerdo. Flanagan era un perturbado. Estaba loco. No era un artista. Esa película no debería mostrarse. Yo comprendía sus comentarios. Había algo en las imágenes capaz de trastornar a cualquiera. Pero intuí también que había algo allí que estaba más allá de la locura. Algo que merecía la pena. Lo percibía, lo tenía claro. Por eso decidí intervenir.
   Esbocé mi argumento en un papel, como si fuera un discurso, levanté la mano y comencé a hablar con más temor que otra cosa:
   —Lo que yo pienso —dije— es que si la imagen nos sorprende y nos indigna es porque no la esperábamos. Todo lo contrario de las imágenes crueles de la televisión. Con ésas estamos acostumbrados a convivir.
   Mis compañeros me miraron. Pocos compartían lo que estaba diciendo. Miré a Helena. Y ella sí que parecía seguir la argumentación. Así que continué. Y dije que esas imágenes terribles formaban parte básica de nuestra dieta y que nadie quizá pudiera ya hacer bien la digestión sin la sesión diaria de niños hambrientos, madres doloridas y cuerpos desmembrados. Dije que era posible que la comida no nos sentase tan bien sin esa especia que condimentaba nuestros alimentos. Sal, aceite, vinagre y, por supuesto, sangre, vísceras, brazos, piernas y llantos. Alguna satisfacción interior debíamos de encontrar en esas imágenes si las seguíamos viendo, si continuábamos comiendo como si nada y no tomábamos las armas y nos poníamos a pegar tiros en la calle y a poner las cosas en su sitio.
   Me emocioné con la intervención. Y aunque quería parar ya, no encontraba la manera de hacerlo. Siempre me ha costado trabajo comenzar a hablar, pero muchas veces me ha sido más difícil dejar de hacerlo.
   —No creo que estemos cegados por la imagen y que ya no veamos nada —continué—. No son los medios los que nos engañan. Somos nosotros los culpables, los que en el fondo queremos comer con este fondo de imágenes. Somos vampiros que gozamos con la sangre y sólo nos parece que nuestra existencia tiene sentido cuando advertimos que el otro es una puta mierda y que se hace trizas cada dos por tres. La pantalla nos mantiene a salvo. Y a veces fingimos que nos conmovemos. Pero no nos conmovemos una mierda. A veces soltamos incluso una lágrima. Y la lágrima cae sobre la sopa, y entonces volvemos a comer, y observamos que la sopa está más gustosa y que con nuestras lágrimas todo sabe mejor. Pero no son nuestras lágrimas. Es la sangre del otro, la sangre derramada. Ésa sí que es salada. Ésa sí que condimenta. Nuestras lágrimas son una puta mierda al lado de esa sangre que condimenta.
   Tras decir esto quedé exhausto, como si me hubiera sacado de dentro algo que llevaba mucho tiempo ahí metido. Nadie dijo nada. Algún resoplido. Miradas al pupitre. Breves segundos de silencio. Eternos. Y sólo al final Helena agradeció la intervención.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 22-24.

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