El míster & Iron Maiden, Manuel Rivas

sábado, 1 de junio de 2013
Prisioneros de nosotros, Kasia Derwinska

EL MÍSTER & IRON MAIDEN

   El muchacho maldijo, se levantó furioso y tiró la banqueta de una patada. El hombre de pelo cano, al hablarle, miraba en la camiseta, con la inscripción Iron Maiden, el espectro monstruoso que con las manos sujetaba los extremos de un cable de alta tensión y relampagueaba por los ojos. El pelo del espectro era muy largo y de un blanco de nieve.
   ¿Qué haces? ¡Pon la banqueta derecha!
   Estaban viendo el partido televisado. El rival había metido el gol del empate y así se alejaban las posibilidades de que el Deportivo de Coruña se hiciera con el campeonato. Al fondo de la cocina la madre palillaba flores de encaje. Aquel sonido industrioso pertenecía al orden natural de la casa. Cuando no existía, se echaba en falta.
   La culpa es de él, dijo el muchacho con resentimiento.
   ¿De quién? También el hombre de pelo cano se sentía molesto.
   ¿De quién va a ser? ¡Mira que es burro!
   ¿Por qué le llamas burro? ¡No sabes ni de qué hablas!
   Estábamos ganando, estábamos ganando y va y cambia un delantero por un defensa. Siempre recula. ¿No te das cuenta de que siempre recula?
   ¿Está en el campo? Dime. ¿Está él en el campo? ¿No hay ahí once tipos jugando? ¿Por qué siempre le echáis a él la culpa?
   ¡Porque la tiene! ¿Por qué no quita a Claudio? ¿A ver? ¿Por qué no? Íbamos ganando y va y cambia a Salinas. ¡Todo al carajo!
   ¿No dices siempre que Salinas es un paquete?
   Pero ¿por qué lo cambia por tm defensa?
   Los otros también juegan. ¿No te das cuenta de que el contrario también juega? Éramos unos muertos de hambre. ¿Recuerdas que éramos unos muertos de hambre? Estábamos en el infiemo y ahora vamos segundos. ¡No sé qué coño queréis!
   ¡No me vengas con rollos! Tú eres igual que él, dijo el muchacho haciendo en el aire una espiral con el dedo. Que si tal, que si cual. Cuidadito, prudencia. El fútbol es así, una complicación. Rollo y más rollo.
   Ya lloraréis por él. Recuerda lo que te digo. ¡Acabaréis llorando por él!
   El locutor anunció que se iba a cumplir el tiempo. El árbitro consultaba el reloj. Luego se vio en la pantalla el banquillo local y la cámara enfocó el rostro apesadumbrado del míster. El hombre de pelo cano tuvo la rara sensación de que estaba ante un espejo. Hundió la cabeza entre las manos y el entrenador lo imitó.
   ¡Jubílate, hombre, jubílate!
   El hombre de pelo cano miró para el muchacho como si le hubiese disparado por la espalda. La madre dejó de palillar y eso causó el efecto de una banda sonora de suspense.
   ¿Por qué dices eso?
   El muchacho fue consciente de que estaba atravesando una alambrada de púas. La lengua rozaba el gatillo como un dedo que le hubiera cogido gusto y que ya no obedecía las órdenes de la cabeza.
   Digo que ya es viejo. Que se largue.
   Habían discutido mucho durante toda la Liga, pero sin llegar al enfado. Ahora, por fin, el asunto estaba zanjado. El hombre de pelo cano se había quedado mudo, abstraído en algún punto de la pantalla. La cámara buscó al árbitro. Éste se llevó el silbato a la boca y dio los tres pitidos del final.
   ¡Ya está, se jodió todo! ¡A tomar por el culo!
   ¡En casa no hables así!, le reprendió la madre. Cuando apartaba los ojos cansados de los alfileres de la almohadilla de bolillos, tenía la sensación de que miraba el mundo por una celosía enrejada con punto de flor.
   ¡Hablo como me sale del carajo! El muchacho se fue dando un portazo que hizo pestañear la noche.
   El muchacho gobernaba ahora el motor y el padre escrutaba el mar. Por el acantilado del Roncudo de Corme, en la Costa da Morte, se descolgaban los otros perceberos. Se acercaba la última hora de la bajamar. Desde ese momento, y hasta que pasara la primera hora de la pleamar, cada minuto era sagrado. Ése era el tiempo en que se dejaban pisar las Penas Cercadas, los temidos bajíos donde rompe el Mar de Fóra. Sólo se aventuraban allí los perceberos versados, los que saben leer el cabrilleo, las grafías que hace la espuma en las rocas. Y como cormorán o gaviota, hay que medir el reloj caprichoso del mar.
   El mar tiene muchos ojos.
   Cada vez que se aproximaban a las Cercadas, el muchacho recordaba esa frase repetida solemnemente por el padre en la primera salida, como quien transmite una contraseña para sobrevivir. Había otra lección fundamental.
   El mar sólo quiere a los valientes.
   Pero hoy el padre iba en silencio. No le había dirigido la palabra ni para despertarlo. Golpeó con el puño en la puerta. Bebió de un trago el café, con gesto amargo, como si tuviera sal.
   El padre tenía otra norma obligada antes de saltar a las Cercadas. Por lo menos durante cinco minutos estudiaba las rocas y seguía el vuelo de las aves marinas. Una costumbre que él, al principio, y cuando todo aparentaba calma, había considerado inútil pero que aprendió a respetar el día que descubrió lo que de verdad era un golpe de mar. El silencio total. El padre que grita desde la roca que maniobre y que se aleje. Y de repente, salido de la nada, aquel estruendo de máquina infernal, de excavadora gigante. Trastomado, temblando, con la barca inundada por la carga de agua, busca con angustia la silueta de las Penas Cercadas. Allí, erguido y con las piernas flexionadas como un gladiador, con la ferrada dispuesta como lanza que fuera a atravesar el corazón del mar, estaba el padre.
   Tantos ojos como el mar. Hoy el padre tiene la mirada perdida. Él va a decir algo. Mastica las palabras como un chicle. Oye, que. Ayer, no. Pero el padre, de repente, coge la horquilla y la manga, se pone de pie, le da la espalda y se dispone a saltar. Él sólo tiene tiempo de maniobrar para facilitarle la operación. Mantiene el motor al ralentí, con un remo apoyado en la roca para defender la barca. Aguarda las instrucciones. Un gesto. Una mirada. Y es él quien grita: ¡vete con cuidado!
   El mar está tranquilo. El muchacho tiene resaca. Bebió y volvió tarde a casa, con la esperanza de que la noche hubiera limpiado todo lo del día anterior, como hace el hígado con el licor barato.
   Mojó las manos en el mar y humedeció los párpados, apretándolos con la yema de los dedos. Al abrir los ojos, tuvo la sensación de que habían pasado años. El mar se había oscurecido con el color turbio de un vino peleón. Miró al cielo. No había nubes. Pero fue aquel silencio contraído lo que lo alertó.
   Buscó al padre. Incomprensiblemente, le daba la espalda al mar. Gritó haciendo bocina con las manos. Gritó con todas sus fuerzas, como si soplara por una caracola el día del Juicio Final. Atento a los movimientos del padre, se olvidó por completo de gobernar la barca. Escuchó un sonido arrastrado de bielas lejanas. Y entonces llamó al padre por última vez. Y pudo ver que por fin se volvía, afirmaba los pies, flexionaba las rodillas y empuñaba la ferrada frente al mar.
   El golpe pilló a la barca de costado y la lanzó como un palo de billarda contra las Cercadas. Pero el muchacho, cuando recordaba, no sentía dolor. Corría, corría y braceaba por la banda, electrizado como el espectro de Iron Maiden. Había esquivado a todos los contrarios, uno tras otro, había metido el tercer gol en el tiempo de descuento, y ahora corre por la banda a cámara lenta, las guedejas flotantes, mientras los Riazor Blues ondean y ondean banderas blanquiazules. Corre por la banda con los brazos abiertos para abrazar al entrenador de pelo cano.


Manuel Rivas, ¿Qué me quieres, amor?, Alfaguara, Madrid, 1996.

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