La cosa, Felipe Benítez Reyes

martes, 21 de abril de 2009

LA COSA

Ayer salí de casa temprano, entre otras cosas porque tenía que hacer varias cosas. Nada más pisar la calle, me topé con un conocido: ¿Qué, cómo va la cosa?, me preguntó, y le contesté que bien, que la cosa iba bien, dentro de lo bien que pueden ir las cosas, y me despedí apresuradamente: «Bueno, te dejo, porque tengo muchas cosas que hacer», le dije, pero, como la prisa ajena no suele merecer ningún respeto, me retuvo: «Solo una cosa, mira…», y me contó una cosa.

Al poco, me crucé con otro conocido: ¿Cómo te van las cosas?, me preguntó, ignoro para qué, y al pronto me quedé dudoso, porque aquel conocido se interesaba por mis cosas en plural, que es una categoría aún más abstracta que la que representa la cosa en singular. De todas formas, para no contradecirme con respecto a la respuesta que le había dado al primer conocido, según la cual la cosa en singular iba bien, pensé que asegurarle que las cosas en plural iban bien no suponía ninguna incoherencia, de modo que le dije que bien, que las cosas en plural iban bien.

Llegué a un negociado municipal: ¿Se le ofrece alguna cosa?, me preguntó el funcionario, y le expuse la cosa pertinente. ¿Alguna otra cosa? Pero no, yo no disponía de una sola cosa afecta a ese negociado. Al salir, me crucé con un tercer conocido: «Tengo una cosa para ti. Ya te la llevaré algún día, porque ahora tengo muchas cosas entre manos», me dijo, y me dejó intrigado por la esencia y condición de esa cosa críptica, y experimenté durante unos minutos ese tipo de angustia que suelen suscitar los misterios cotidianos y triviales.

Poco después me crucé con un cuarto conocido: «Tengo que decirte una cosa, pero ahora no me acuerdo de qué cosa se trata», me informó, de modo que la angustia que me atenazaba el ánimo a consecuencia de esa cosa ignota que el tercer conocido tenía que darme fue reemplazada por la angustia novedosa de esa información imprevisible que el cuarto conocido me daría en cuanto pusiera un poco de orden en su memoria.

Entré en una sucursal bancaria. Tenía cita con el director desde hacía cosa de un mes. «El director ha tenido que ir a una reunión en Cádiz y luego iba a hacer varias cosas en Chiclana», me informó el interventor, que, en ausencia del director, sostiene el cetro de ese pequeño país de comisiones e hipotecas. Como es lógico, protesté por aquella informalidad. «Así son las cosas», sentenció el interventor regente, asumiendo de ese modo la fatalidad intrínseca que determina el rumbo de las cosas, sujetas a las leyes arcanas.

Al pasar por una plaza, vi a un anciano que se apoyaba angustiosamente en una farola. «¿Le pasa a usted algo?», le pregunté, y el anciano me dijo que, de pronto, le había entrado una especie de cosa mala por el pecho, y aquello me sobrecogió, porque suponía la evidencia de la malignidad de la cosa, de su capacidad diabólica para herir o matar, y sentí miedo de la cosa. De manera que, como quien no quiere la cosa, volví sobre mis pasos y entré en casa.

Felipe Benítez Reyes, Oficios estelares, Destino, Barcelona, 2009, páginas 319-321.

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