Los combates, Donald Ray Pollock

viernes, 24 de junio de 2011
Granja de Chor, Condado de Henry, Ohio, Gretchen Rettig

LOS COMBATES

Jim me echó una ojeada por encima de su taza blanca.
—¿Cómo está tu viejo? —me preguntó.
Estábamos de palique en el Bridge Street Diner. Yo estaba fumando a cuenta de él y bebiendo café a cuenta de la casa. Jim era mi padrino en Alcohólicos Anónimos y acabábamos de asistir al Grupo de Sobrios Chiflados del Sábado Noche en la iglesia luterana de High Street. Le gustaba pasarse por la cafetería después de las reuniones y ver si la rubia huesuda que hacía el turno de noche tenía algún piercing nuevo. Ya era viejo, pero todavía le gustaba mirar las cosas jóvenes. Cada vez que aquella potranca se inclinaba junto a una mesa, él gemía como un perro que estuviera teniendo una pesadilla.
—Pues sigue igual, que yo sepa. —Me encogí de hombros y soplé mi café.
Aunque casi nunca sacaba el tema de mi padre con nadie, a Jim sí le había contado hacía un par de semanas que el viejo tenía el corazón cada vez peor. Según mi hermana, los cirujanos decían que ya no se podía hacer más. Jeannette siempre me llamaba para ponerme al corriente de la situación. Se preocupaba en nombre de la familia entera y un poco más.
—Ya tiene demasiado tejido cicatrizado —me decía. «Y no es el único», me daban ganas de decir a mí.
Jim asintió con la cabeza y le dio otra calada a su Kool.
—¿Qué ha pasado con el dinero que robaste? —me preguntó—. ¿Ya lo has devuelto?
Hostia puta, pensé, no se lo tendría que haber contado.
—Sólo fueron veinte putos dólares. Hablas como si les hubiera robado los ahorros de toda una vida.
La última vez que había ido a ver a mis padres, le había sacado a mi madre un mísero billete de veinte del bolso. Aunque yo ya no bebía, seguía haciendo toda clase de barrabasadas.
—Por mí como si es una puta moneda de cinco centavos. Sigue siendo importante, maldita sea. Si no eres honrado, nunca podrás quitarte de la bebida.
Le daba tanta puñetera importancia a decir la verdad que yo suponía que debía de estar luchando constantemente contra el deseo de soltar una trola como una catedral.
Asentí con la cabeza. No quería discutir. Jim era negro, y siempre que estaba con él tenía que andarme con cuidado de no decir palabrotas. Aunque ya se me empezaba a dar mejor, seguía teniendo miedo de que se me escapara un «negrata» o un «cara de betún» cuando me hacía cabrear. Cuesta romper los viejos hábitos. En la hondonada donde había crecido, todo el mundo era blanco. Sólo veíamos negros cuando íbamos a Meade a comprar comida o a pagar la factura de la electricidad. En Knockemstiff, Ohio, había palurdos que se negaban a ver los programas de la tele donde salían negros. Mi viejo era uno de los peores.
Jim se frotó la barbilla y se arrancó un pelo rizado del cuello viejo y arrugado.
—Tú no quieres volver a la bebida, ¿verdad, Bobby?
Tenía el pelo canoso tan tupido y áspero como un estropajo de níquel, y las luces fluorescentes le arrancaban de la piel un brillo negro como de alquitrán húmedo. Siempre que hablaba en las reuniones, contaba cómo solía recorrerse los bares de las inmediaciones de la fábrica de papel buscando copas gratis, con los ojos rojos y oliendo a meados, fingiendo que era sordomudo. A cambio de una pinta de Thunderbird dejaba que los blancos intentaran romperle los dientes. Ahora conducía un Cadillac color jade y era propietario de una empresa de jardinería con tres cuadrillas de trabajadores. Se tomaba muy en serio todo lo que tenía que ver con Alcohólicos Anónimos, y como antiguo fanático cristiano que era podía llegar a ser un auténtico coñazo, aunque eso ya le había permitido pasarse quince años sin probar la bebida.
Le eché un vistazo y me acordé de los últimos dos años que yo había pasado bebiendo. Mucha gente tiene la impresión equivocada de que tocar fondo tiene algo de romántico o trágico. De vez en cuando llamaban desconocidos a mi puerta y me amenazaban con arrearme una paliza por algo que decían que había hecho. A veces me escondía en un rincón, sin atreverme ni a respirar, y otras veces les pillaba la mentira. Un día un detective me detuvo por violación y tuve que admitir en la sala de interrogatorios que lo cierto era que no me acordaba. Gracias a Dios que después decidió que no era la clase de pervertido que estaban buscando. Me quedé en la ruina, cogí ladillas y me rompí la nariz contra ha acera. Acosé a mi ex mujer y falté tantos días al trabajo en la fábrica de papel que hasta el sindicato se hartó de defenderme. Unos meses después de quedarme en el paro, me desperté en una clínica de desintoxicación de la beneficencia, envuelto en una manta dci ejército. Mi compañero de habitación era un viejo vomitón infestado de llagas amarillas. Se llamaba Hobo, y en algún momento había tenido un ojo de cristal, pero lo había perdido. Cogí miedo y empecé a ir a las reuniones.
—Jim, si quisiera volver a beber no estaría sentado en este maldito lugar —respondí.
Hice el gesto de cogerle un cigarrillo, pero puso la mano encima del paquete.
—Pues entonces ve a hacerles una visita como Dios manda a tus padres este fin de semana. Y ya de paso, le devuelves ese dinero a tu pobre madre.
—Bueno, vale. Te haré caso.
—¿Te hace falta un préstamo?
—No. Acaban de pagarme.
—Bien.
De las narices le salieron flotando sendos chorros de humo mientras apagaba la colilla y sacaba otro cigarrillo agitando el paquete. Me lo dio. Luego salió del reservado y se hurgó en el bolsillo en busca de unas monedas que desparramar sobre la mesa.
—Todos la cagamos, Bobby. Pero no hay que bajar la guardia.
Me dio una palmada en el hombro, le echó una última mirada a la rubia y se largó dejándome la cuenta.
Al día siguiente me puse la camisa que había comprado con el dinero que le había robado a mi madre y me fui con el coche pata Knockemstiff. Pese a que no quería volver a vivir allí nunca más, me entristecía ver cuánto había cambiado el sitio en los últimos años. Tanto la tienda como el bar habían cerrado, y los campos que antaño habían estado cubiertos de maíz y de heno ahora estaban atiborrados de casas nuevas con revestimiento de vinilo. En la entrada para coches estaba apar-cada la camionera oxidada de mi hermano, con el cristal trasero cubierto de adhesivos de NASCAR y una bandera confederada. De la antena de radio colgaba una cola marchita de ardilla. Mientras me acercaba al porche delantero, vi a mi viejo por el enorme ventanal de la sala de estar. Tenía los tubos gemelos de la bomba de oxígeno metidos en las narices y estaba reclinado en su butaca abatible azul de lujo, la que le había comprado mi hermana después de que a su corazón se le quemara el primer fusible. Desde entonces había tenido por lo menos tres ataques, cada uno peor que el anterior.
Ahora estaba viendo los combates con mi hermano. Ni siquiera tuve que entrar para adivinarlo. Después de caer enfermo, el único placer que le quedaba en la vida era ver cómo aquellos hombres se destrozaban a golpes. Cuanto más graves fueran sus heridas, mejor se lo pasaba. La mayoría de combates tenían lugar en sórdidos casinos indios entre hombres que eran como él, aunque mi viejo jamás lo admitiría. Ponía a mi hermana a grabarle hasta el último minuto de boxeo que cogía con el satélite y luego se pasaba el día entero viendo las cintas, como si estuviera preparándose para llevar a cabo algún tipo de regreso.
Entré por el porche. Encontré a mi madre sentada a la mesa de la cocina, con sus manos apergaminadas en torno a una taza de café con leche. Estaba viendo otra tele.
—Dichosos los ojos —dijo, luchando por desviar la atención de la película que la tenía hipnotizada—. Oooh, me gusta esa camisa. ¿Dónde la has comprado?
—En Penney’s.
Me incliné y la besé en la coronilla; a continuación me llené una taza con la cafetera que había en la encimera. Al lado del bote de leche en polvo estaba el bolso que había saqueado durante la última visita. Me volví hacia mi madre, le guiñé un ojo y crucé el corto pasillo que llevaba a la sala de estar.
—Anda, la hostia — dijo mi viejo—. Mira quién ha venido.
Mi padre había sido el cabrón más duro de la hondonada, poro ahora tenía la piel gris y la carne de los brazos le colgaba fláccida como la de una mujer. Apenas había terminado el sexto curso, y había crecido en una familia que cambió su fuerza de trabajo por sacos de harina y rollos de tabaco. A los quince años había clavado estacas para el ferrocarril y en el ejército había sido boxeador. Una vez yo había visto cómo casi mataba a un tipo a puñetazos en el autocine Torch. Siempre supe que nunca podría llegar a ser tan duro como él. Pero ya quedaba poco de aquel hombre.
—¿Qué está pasando? —dije, sentándome en el borde de una silla.
Mi hermano Sam estaba tirado en el sofá, con la larga coleta colgando del cojín y la punta casi tocando el suelo de madera. Era un hombre nervudo pero fuerte, igual que mi padre antes de enfermar; iba en Harley hasta en invierno y herraba caballos para pagarse las cervezas. Sam seguía viviendo en el sótano de mis padres cuando no estaba apalancado con alguna fulana mantenida por la asistencia social, y aunque nunca lo habían encerrado por ningún delito mayor, daba la impresión de que se había pasado la vida entera en la cárcel. Mi viejo siempre había hecho gala de favoritismos, y la mayor parte del amor que tenía dentro se lo había dedicado a él.
—Que ese negrata se está llevando una paliza de mil demonios, eso es lo que está pasando —respondió Sam, con un matiz de regocijo en la voz.
—Oh, vaya cabrón de negrata —dijo mi viejo.
Miré la tele. Había dos hombres, un negro y un hispano, abrazándose en el centro del ring como si les fuera la vida en ello.
—¿Quiénes son? —pregunté.
Di un sorbo de café y deseé que todavía nos dejaran fumar en casa.
—Un par de don nadies —contestó el viejo—. Ni siquiera tendrían que estar ahí.
Sam se levantó del sofá y se puso a dar puñetazos al aire.
—Joder —le gritó a la tele—, ¿por qué no le das un beso, ya puestos?
Suspiré y eché un vistazo a la sala y a las fotos de familia que había en las paredes. Una de ellas mostraba a la nuestra toda sudorosa y plantada en el borde del Gran Cañón en 1970. Mi hermano todavía llevaba pañal. Le habíamos dado un dólar a un indio desdentado para que nos hiciera una foto con nuestra cámara. Se suponía que era nuestro verano de monumentos nacionales, pero acabó siendo un simple episodio chungo más de nuestras vidas. Mientras nos acercábamos aquella tarde al precipicio, el viejo le había dejado un ojo morado a mi madre por intentar defenderme. En aquella época siempre se llevaba los puñetazos de los demás. Yo tenía doce años y acababa de vomitar un bocadillo de huevo frito que el viejo me había obligado a comerme en una parada para camioneros. Me juró que no iba a comer más que pollo hasta que volviéramos a Ohio. En la fotografía es el único que sonríe. Los músculos esbeltos le llenan la camiseta ajustada y tiene los ojos fruncidos para protegerse del resplandeciente sol de Arizona. Parece que se lo esté pasando bien.
—¿Qué tienes encima del labio? —preguntó el viejo. Me estaba mirando el fino bigote, otro de mis patéticos intentos de reinventarme.
—Nada —respondí, dejando de mirar la foto.
Volvió a prestar atención al combate y se recolocó el edredón rojo y amarillo que tenía echado por encima.
—Yo a los catorce años ya tenía toda la barba —dijo.
—¿Cuánto dinero ganas en el sitio ese de las pizzas? —preguntó Sam.
—Lo justo para ir tirando —contesté.
No quería hablar del tema. Jim había insistido en que buscara trabajo después de la desintoxicación, y hacer pizzas en el Tommy’s era lo mejor que había encontrado de momento. Cuando había poco trabajo me hacían salir a la calle mayor junto con un retrasado nervioso llamado Joel y aguantar un letrero de plástico que anunciaba el plato del día a 3,99 $. Cada vez que algún cabrón tocaba la bocina o nos hacía un gesto feo con el dedo, Joel se volvía de golpe como si fuera un frisbee y dejaba caer su lado del letrero. Nos pasábamos la mitad del tiempo recogiéndolo del suelo. Yo confiaba en que lo enchinaran o lo mandaran de vuelta a la escuela para discapacitados, a ver si allí lo adiestraban un poco más.
—¿Sigues sin probar el alcohol? —me preguntó el viejo.
—Ya llevo cinco meses.
—Joder. Es mucho tiempo sin beberse una birra. —Después de nacer mi hermano, había dejado el alcohol fuerte, pero seguía gustándole la cerveza. Estiró el brazo y ajustó una válvula de encima del tanque de oxígeno—. ¿Y a esas reuniones de alcohólicos? ¿Sigues yendo?
—Voy una vez al día.
—¿Y alguna vez has visto a un tipo llamado Jim Woodfork? Me han dicho que también va.
Me lo pensé un segundo. Tenía prohibido decir a quién veía en has reuniones. Jim era muy estricto con aquello.
—Bueno. No puedo...
—Menudo chiflado hijo de puta —soltó mi viejo, negando con la cabeza—. Era capaz de hacer lo que fuera por una copa. Lo peor que he visto en mi vida.
—Sí, lo conozco —dije.
—No se acordará, de tan borracho que estaba, pero una vez me dejó que casi lo matara a hostias a cambio de un dólar. Y todo para comprarse un litro de vino. Debe de ser el mejor dólar que he gastado en toda mi vida.
—Ahora le va bastante bien.
—Eso he oído. —Se encogió de hombros—. Pero sigue siendo un negrata, ¿verdad, Bobby?
Levanté la vista de la taza vacía. Me estaba sonriendo con una expresión mezquina en los ojos de color azul claro, esperando respuesta. Me pregunté si se habría enterado de que Jimmy era mi padrino.
—Sí —dije por fin, apartando la mirada—. Sigue siendo un negrata.
Luego me puse de pie y fui a la cocina. Mi madre negó con la cabeza.
—Creo que está peor —me susurró. Siempre estaba haciendo aquella misma declaración sobre el viejo, como si alguna vez se pusiera mejor.
—Agnes, ¿de qué coño estás hablando? —le gritó él desde la butaca.
Tenía el oído más fino que un lince. Cuando éramos chavales, nos arreaba por susurrar a sus espaldas. «Enseñarles a bailar», lo llamaba. Y aunque aquellos tiempos quedaban lejos, y aunque ya no podía ni ir a mear sin arrastrar un tanque de aire, todos le seguíamos teniendo miedo, hasta un tipo duro como mi hermano.
Mi madre agarró el mando de su tele y bajó el volumen.
—Le contaba a Bobby que han ascendido a Jeannette.
Me miró y se encogió de hombros. Hacía meses que me había contado que por fin la habían hecho ayudante de encargada de la tienda de saldos donde trabajaba.
—Vaya mierda de ascenso —vociferó el viejo, con la voz repentinamente ronca y débil—. ¿Te he dicho que la hija del puñetero Clyde Chaney se ha sacado la licencia de enfermera? Clyde dice que cobra treinta y dos dólares por hora. Por el amor de Dios, a eso lo llamo yo un trabajo, ¿no te parece, Bobby?
Pensé en los seis dólares por hora que ganaba en el Tommy’s y traté de no imaginarme las cosas que debía de decir de mí el viejo cuando yo no estaba.
—Sí —le grité a modo de respuesta.
—Eso es. Mata a ese negro cabrón.
Mi madre y yo nos pasamos unos minutos sentados en silencio en la cocina. Ella seguía viendo la tele pero no se había molestado en volver a subir el sonido, y yo estaba mirando el campo de detrás de la casa por la ventana. Era una tarde húme-da de marzo y del bosque del otro lado del arroyo llegaba una niebla fina y gris. Un ciervo pasó al trote por los pastos y saltó sin esfuerzo por encima de una cerca combada. En la sala de estar, una campana marcó el fin de otro asalto.
—Y bueno —le dije por fin a mi madre—, ¿qué película estás viendo?
—Oh, no sé cómo se titula. No le he prestado demasiada atención. Es una de asesinatos, creo.
Sacó una galleta de un paquete que había sobre la mesa y la mojó en el café. En ese momento mi hermano entró paseándose en la cocina. Se levantó la camiseta y se frotó con gran teatralidad la barriga peluda. Por entre el vello marrón le asomaba un tatuaje amarillo descolorido de Piolín. Agarró un cuenco del armario de encima del fregadero y lo llenó de chile de una cazuela que había al fuego.
—Tengo unas birras en la camioneta por si te entra la sed —me dijo.
—Y yo un trabajo de repartidor de pizzas por si alguna vez te da por trabajar —le contesté.
Me apuntó con la cuchara y retorció la cara como si estuviera a punto de echarse a lloran. Luego se rio y se volvió para la sala de estar, soplando el chile por el camino. Oí que el viejo le decía:
—Cuidado, nene. Parece que eso está muy caliente.
—Joder, no entiendo cómo lo aguantas —le dije a mi madre en voz baja.

Ya casi era oscuro y había llegado a la mitad del jardín cuando me acordé del dinero que se suponía que tenía que devolverle a mi madre. La próxima vez, me dije. En el aire helado flotaba un humo de leña procedente de la casa de un vecino. Pensé en todos los años de mi infancia en que nos habían tenido prohibido pasar por encima de las cercas que mi padre había levantado en torno a su propiedad. El viejo siempre había controlado absolutamente todo lo que afectaba a su vida, pero ahora no podía ni gobernar su propio corazón. En algún punto de la siguiente loma, un perro ladró tres o cuatro veces, y en la carretera el motor de un coche escopetó y se apagó. Había crecido allí pero nunca me había sentido como en casa.
Me volví y me quedé mirando al viejo a través del ventanal. Él seguía observando cómo aquellos hombres de la tele se molían a golpes por un atisbo de felicidad. Con él todo había sido siempre cuestión de combates, y me di cuenta con tristeza de que no íbamos a conocernos realmente el uno al otro antes de que se muriera. Por primera vez desde que había dejado la bebida, me vinieron ganas de tomar una copa. Hasta el olor del humo de leña me recordaba al whisky. Allí plantado, me acordé de una cosa que Jim me decía cada vez que me veía: «Antes de tomarte la primera, coge el teléfono y llámame, Bobby. Por lo menos tenme ese respeto». Pero le había llamado «negrata» a sus espaldas, solamente para contentar al resentido de mi viejo, y no estaba seguro de que aquella noche pudiera pedirle ayuda a nadie.
De pronto mi padre dio un puñetazo al aire y soltó un chillido de entusiasmo lo bastante fuerte como para que yo lo oyera desde fuera. Se le puso cara de éxtasis. Luego se le salió el tubo de plástico de la nariz y miré cómo lo agarraba. Por un momento pareció vacilar, como si estuviera planteándose la otra opción, y vi claramente que ya estaba cansado de todo. Sin embargo, después de echar un vistazo a mi hermano, se volvió a encajar la manguera con cuidado. Respiró hondo y yo respiré hondo con él. La luz de la tele aumentó de intensidad y luego bajó. Tiré mi cigarrillo a la hierba, me di la vuelta y eché a andar hacia el coche. El combate casi había terminado.


Donald Ray Pollock, Knockemstiff, Libros del Silencio, Barcelona, 2011, pp. 285-297.

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