[Esa maquinaria frágil], James Salter

lunes, 9 de diciembre de 2013
La noche, René Magritte


   La mañana, fuera, era clara y soleada. La habitación parecía oscura.
   —¿Quieres un periódico ? —preguntó.
   —No.
   —Te lo leo yo, si quieres.
   Él no contestó.
   Ella se quedó hasta las dos. Hablaron muy poco. Ella leía, sentada. Él parecía en duermevela. Las enfermeras se negaron a comentar su estado; tenía un corazón fuerte, dijeron.
   El médico habló con ella, por fin, en el vestíbulo.
   —Está muy débil —dijo—. Ha sido una larga lucha.
   —Le duele muchísimo la espalda.
   —Sí, bueno, se ha extendido.
   —¿Por todas partes ?
   —Hasta el hueso.
   Le explicó la pérdida de peso y de fuerza, la inanición que seguía su curso.
   En la casa se preparó un té y descansó. Era la casa en que la habían criado: habitaciones empapeladas, las cortinas grises. Cerca de la puerta trasera la tierra se había apelmazado, la hierba ya no crecía. Telefoneó a Viri
   —¿Cómo está?
   —Muy mal.
   —¿Se recuperará?
   —No creo —dijo ella.
   —Nedra, lo siento muchísimo.
   —Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella—. Estoy en casa.
   —¿Estás cómoda allá?
   —No se está tan mal.
   —¿Cuánto tiempo crees...? ¿Qué piensan ellos?
   —Parece tan débil, tan consumido. Esta mañana me ha impresionado lo avanzada que está la enfermedad.
   —¿Quieres que vaya?
   —Oh, no, realmente no serviría de nada. Es muy amable por tu parte, pero creo que no.
   —Bueno, si me necesitas...
   —Viri, estos hospitales son espantosos. Deberías proyectar uno con luz de sol y árboles. Los moribundos deberían dirigir una última mirada al mundo.. por lo menos ver el cielo.
   —Es por eficiencia.
   —Maldita eficiencia.
   Cuando volvió al hospital su padre estaba otra vez dormido. Despertó en cuanto ella se le acercó; de repente abrió de par en par los ojos, lúcido. Ella pasó toda la tarde sentada junto a la cama. El padre cenó sólo unos sorbos de leche.
   —Papá, tienes que comer.
   —No puedo.
   Las enfermeras entraban de tanto en tanto.
   —¿Cómo se encuentra, señor Carnes?
   —No me queda mucho —murmuró él.
   —¿Se encuentra mejor? —le preguntaban.
   Él parecía no oírles. Le estaban envolviendo en una mortaja invisible. Tenía la boca seca. Cuando hablaba era apenas un farfullar hondo, casi ininteligible. Preguntó varias qué día era.
   Esa noche, exhausta, se dio un baño y se acostó. Se despertó una vez durante la noche. El cielo y la calle, fuera, estaban absolutamente silenciosos. Se sentía descansada, tranquila, sola. El gato había entrado en el cuarto, se sentó en el alféizar y miró al exterior.
   A la mañana siguiente su padre había entrado en coma. Inerte en el lecho, su respiración era más regular y lenta, y tenía velos de gasa húmeda en los ojos. Ella le llamó: no hubo respuesta. Había dicho sus últimas palabras.
   De repente la asfixió la tristeza. Oh, que tengas paz, papá, pensó. Permaneció horas sentada junto a la cama.
   Él era terco. Era fuerte. No oía a su hija ya, nada podía despertarle. Tenía los brazos cruzados débilmente sobre el pecho, como alas sin plumas.
   Viri telefoneó esa noche.
   —¿Hay algún cambio?
   —Voy a salir a cenar —le dijo ella. Habló con las niñas. Cómo está el abuelo, le preguntaron—. Muy enfermo —les dijo.
   Ellas eran educadas. No supieron qué contestar.
   Llevó largo tiempo, llevó una eternidad; días y noches, el olor del antiséptico, las silenciosas ruedas de goma. Esta maquinaria frágil, pensamos, pero cuánto cuesta apagarla. El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido.
   La enfermera de noche le auscultó. Había empezado.
   Nedra se le acercó.
   —Papá—dijo—, ¿me oyes? ¿Papá?
   Su respiración se aceleró, como si él huyese. Eran las seis de la tarde. Estuvo toda la noche sentada mientras él jadeaba, el cuerpo le funcionaba por la costumbre de toda una vida.
   Ella rezaba por él, rezaba contra él y entretanto pensaba: «Tú eres la siguiente, es sólo cuestión de tiempo, unos pocos años rápidos».
   A las tres de la mañana sólo estaba encendida la luz en la mesa de la enfermera, y no había médicos. El pasillo estaba vacío.
   Abajo estaba la ciudad oscura, empobrecida, con sus aceras desmoronadas, sus casas tan juntas que no había espacio para caminar entre ellas. Las antiguas escuelas estaban en silencio, el teatro, con sus ventanas cerradas por chapas de metal, las salas de veteranos. Por el centro no discurría un río, sino un lecho ancho y callado de raíles. Las vías estaban herrumbrosas, los grandes talleres de reparación cerrados. Ella conocía aquella ciudad escarpada, allí no tenía amigos, le había vuelto la espalda para siempre. Allí, durmiendo, tenía primos lejanos a los que jamás recurriría.
   Escuchó el terrible combate que se estaba librando en la estrecha cama. Le cogió la mano. Estaba fría; no había en ella reacción, sentido del tacto. Observó a su padre. Estaba luchando más allá de ella; luchaban sus pulmones, las cámaras de su corazón. Y su mente, pensó ella, ¿qué estaría pensando, encerrada en sí misma, condenada? ¿Estaría su ser en armonía o en caos, como los habitantes de una ciudad que se derrumba? La garganta empezó a hincharse. Llamó a la enfermera.
   —Venga ahora mismo —dijo.
   Su respiración era alarmante, su pulso débil. La enfermera le palpó la muñeca, luego el codo.
   No se murió. Siguió respirando de aquel modo espantoso. Los esfuerzos del padre debilitaban a Nedra. Todo estaría bien si él pudiera, al menos, gozar de una tregua. Transcurrió una hora. Él no sabía que se estaba extenuando. Era una especie de insania, seguía corriendo, se había caído y levantado cien veces. Nadie podía resistir semejante castigo.
   Y un poco después de las cinco, bruscamente, exhaló su último suspiro. Entró la enfermera. Todo había acabado.
   Nedra no lloró. Sintió, al contrario, que había acompañado a su padre a casa. Súbitamente comprendió el significado de las palabras «en paz, en descanso». La cara del muerto estaba serena. Ostentaba una barba cenicienta. Le besó la mejilla, la mano azulada. Aún estaba caliente. La enfermera le estaba insertando la dentadura.
   Fuera, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Caminaba aturdida. Hizo un solo voto: no olvidarle, recordarle siempre, todo el tiempo que viviera.


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, pp. 148-151.

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