Amor de altura

domingo, 2 de marzo de 2014
Acróbata con ramo de flores, Marc Chagall

AMOR DE ALTURA

   El Circo Kornilenko se dejó en la ciudad un campo de sonrisas sembradas en los niños y a Katia, su trapecista, ahora tenaz labradora de mi interior. Pero, como apagados los focos suele relucir el barro, nuestra relación caminaba con decidido temblor hacia la cuerda floja. Ya no sólo me acertaba el cuchillo del bielorruso: no terminábamos de entendernos sobre la pira en que deberían arder todos los idiomas.
   Aquel vistazo a una azotea logró reconducir la función.
   —Llévame al cielo —bramaron sus pupilas. No repliqué más que con mis manos, rozando sobre el muro el vértigo de su piel, preludio al éxtasis de un abismo inmensurable. Sabiendo nuestras las sábanas del aire, desde entonces buscábamos cualquier muralla, tejado o alféizar para dibujar alas al deseo desgarrado.

   Era apenas un tercero. Con la fogosidad como mordaza al crujido de los escalones, no advertimos que aquella cornisa jugaba a perdurar con la misma solidez de un castillo de naipes. Acunada entre mis brazos y el vacío, su boca se deslizaba por mi pecho, exploradora de una selva en la que sabía cierto el botín. Su pie derecho buscó apoyo más atrás, y sin red, sin el aliento ahogado del público, todo ocurrió muy rápido. Demasiado para regurgitar mis palabras mascadas y gritar que la quería, que la había amado desde que vi sus ojos tristes alumbrar la pintura carcomida del trapecio. Demasiado, también, para impedir que una blancuzca llovizna de placer a destiempo destiñera el lienzo en sangre del asfalto.



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