Hasta hace un tiempo, mi vida consistía en trabajar cada día mi pequeña posesión de tierra en las afueras de Mokvyn, en el Óblast de Rivne. Cuando pienso en aquella época, no recuerdo que tuviera grandes problemas ni preocupaciones; simplemente, vivía, y creo que se podría decir que era un hombre feliz. Sin embargo, todo esto cambió una noche de octubre, pero no el octubre del año pasado, sino el anterior (vaya, casi año y medio, no sabía que ya hubiera pasado tanto tiempo…). Esa noche tuve un sueño muy extraño, en el que anunciaba a mis amigos desde mi huerto que quería encontrarme con el Sol, y que caminaría hacia el Oeste hasta encontrar el punto donde cada tarde se fundía con la Tierra. El sueño rayaba de manera increíble lo real, jamás había soñado con unas caras tan vívidas como las de estupefacción y escepticismo de quienes me escuchaban, o con un escenario en el que los colores y formas cobraban una dimensión más allá de la onírica.
Cuando me desperté, sentí que algo en mí había cambiado. Ese sueño me había afectado de manera irremediable, me había aturdido para siempre, aunque al principio no era consciente de cómo sus efectos se perpetuarían en el tiempo. Caminar para tocar el Sol, vaya tontería, pensaba al principio. Pero no podía pensar en otra cosa, cerraba los ojos con la intención de olvidar y sus rayos invadían mis pensamientos. La imagen de compartir un horizonte con el Sol se instaló en mi cabeza, y yo sólo pude pensar desde entonces en hallarme directamente bajo su luz.
Cuando me desperté, sentí que algo en mí había cambiado. Ese sueño me había afectado de manera irremediable, me había aturdido para siempre, aunque al principio no era consciente de cómo sus efectos se perpetuarían en el tiempo. Caminar para tocar el Sol, vaya tontería, pensaba al principio. Pero no podía pensar en otra cosa, cerraba los ojos con la intención de olvidar y sus rayos invadían mis pensamientos. La imagen de compartir un horizonte con el Sol se instaló en mi cabeza, y yo sólo pude pensar desde entonces en hallarme directamente bajo su luz.
Tardé como unos cuatro días en aceptar lo inevitable; mi único objetivo en la vida se había convertido, de la noche a la mañana (nunca mejor dicho) en llegar hasta el Sol. Sentía que el aire del pueblo, ese aire que había respirado desde niño sin mayores problemas, me quemaba por dentro; me encontraba demasiado lejos del Sol, y no podía soportarlo. Así que dejé mi casa, mi tierra, y emprendí un viaje hacia el oeste, esperando algún día encontrarme con el astro rey al alcance de mi mano.
Hasta ese momento, apenas había viajado (de hecho nunca había salido de Ucrania), pero no tuve miedo al comenzar mi travesía. Lo único que temía (y sigo temiendo) era no poder llegar hasta el Sol, que llegase un día en el que ya no pudiese seguir caminando, en el que mi sueño quedase enterrado para siempre. La idea de que no me pudiera encontrar con el Sol me asfixiaba cada vez que invadía mi cabeza, me robaba mi sueño de seguir adelante, pero intentaba deshacerme de ella con una imagen de la que podía disfrutar en bastantes jornadas: una maravillosa puesta de Sol, que yo contemplaba hasta que la estrella parecía darse cuenta de que le clavaba la mirada, y como respuesta me hería con sus rayos en los ojos. Pero yo miraba, siempre que podía miraba, y nunca me cansaba de mirar y de imaginarme cerca de él, dormitando entre su luz, atrapado en su cálida telaraña.
En los primeros meses caminé por las estepas de la Europa oriental, por lo que en casi todos los anocheceres podía disfrutar con la maravillosa estampa del Sol despidiendo un día más. Siempre intentaba trazar mi recorrido por los lugares más llanos, para que no hubiera obstáculos que se interpusieran entre el Sol y yo. Durante ese tiempo no tuve demasiados problemas con las montañas; de vez en cuando me tapaban el Sol, pero no por mucho tiempo, así que no fue demasiado difícil soportarlo. Sabía que, con un poco más que caminase, superaría la montaña y volvería a encontrarme con una llanura en la que el Sol podría arroparme, aunque a lo lejos, cada noche. Pero en la primavera pasada empecé a divisar en mi camino unas cumbres muy elevadas, como nunca las había visto. A pesar de coincidir con la época del deshielo todavía estaban nevadas, y no se presentaban nada fáciles de atravesar. Contemplándolas a lo lejos, empezaba a presagiar lo peor; temía que, entre esas afiladas montañas no se pudiera vislumbrar el Sol, temía que sus rayos no pudieran incidir cada anochecer en sus colinas, condenadas por su situación a una oscuridad que no parecía importarles en absoluto. Pero, para mí, cada día que debía conformarme sin ver el Sol perdido en el horizonte se convertía en un auténtico infierno, un infierno de oscuridad.
Tardé unos tres meses en atravesar aquellas montañas, llamadas los Alpes, y ese tiempo fue, sin duda, el peor de toda mi vida. Como me temía, las cumbres, con su implacable solidez, me robaban cualquier posibilidad de disfrutar de una puesta de Sol, y yo me deshacía caminando por valles y colinas que no parecían terminarse nunca. Después de llevar treinta días sin contemplar el Sol perdiéndose en el horizonte, sentí que mis fuerzas me abandonaban, que no podía seguir viviendo sin renovar pronto su imagen. Supliqué a Dios que me ayudase, que me regalase aunque fuera una sola puesta de Sol, que eso me llegaba para soportar la travesía por la cordillera. Y a los tres días mis ruegos debieron de ser escuchados, porque, desde una de las cimas más altas, la imagen del Sol volvió a acariciarme como en épocas pasadas. Fue un solo día, y el horizonte era dificultosamente visible, pero ese recuerdo me sirvió para que el descenso de las montañas fuera más llevadero, para que creyese que de vez en cuando mis sueños podían cumplirse, y quizás algún día lograse, finalmente, hacer realidad mi deseo más profundo: llegar hasta el Sol.
Cuando por fin logré atravesar la cordillera, ya había llegado el otoño. Me sentía inmensamente feliz: había logrado vencer esas montañas que parecían insalvables, y podía disfrutar otra vez todos los días de una estampa soleada que me animaba a seguir adelante, que otorgaba a mi existencia un ligero sentido. Era consciente de que me quedaban más sierras en mi trayecto (empezaba a divisar los Pirineos en la lejanía), pero ya sabía que sería capaz de superar cualquier barrera montañosa en el camino, que no pasarían más de un par de semanas sin contemplar el maravilloso espectáculo que precisaba para mi supervivencia. Sin embargo, ya entonces empecé a ser consciente de que, tarde o temprano, me tendría que encontrar con un obstáculo difícilmente superable: el mar. Cuando comencé el viaje no me detuve a pensar qué ocurriría cuando hubiese recorrido toda Europa, cuando llegase a su extremo occidental, y ya no tuviera más camino para andar. En los últimos meses he entablado amistad con algunas personas a lo largo de mi trayecto, y todas coincidían en que tenía que ir haciéndome a la idea de que llegaría algún día al mar, que no podía taparme los ojos ante un destino que se presenta como inevitable. Pero, a pesar de que tengan razón, yo no puedo aceptar un futuro en el que me quede por siempre lejos del Sol, no soy capaz de soportar esa idea, así que, cada vez que la imagen del mar invade mis pensamientos y me ahoga, intento alejarla de mi cabeza y concentrarme en el recuerdo de la última puesta de Sol que he podido contemplar.
Estos días me encuentro caminando entre montañas, ya en la Península ibérica. Pero no me inquietan demasiado, sé que en pocas jornadas lograré sortearlas y descubriré de nuevo el Sol. Es mucho peor pensar en que apenas me esperan un puñado de llanuras antes de que mi travesía se vea inevitablemente cortada por el inmenso océano. En los últimos días, ni siquiera las puestas de Sol fueron capaces de consolarme ante el destino que me espera, es más fuerte la angustia que me inunda al sentir que permaneceré durante toda mi vida lejos del Sol que los bellos anocheceres que suele brindar al mundo cada día. Y no sé qué voy a hacer entonces, cuando llegue ese temido momento en el que ya no pueda seguir caminando, y me vea forzado a aceptar la realidad, cuando me encuentre totalmente solo, frente al mar y su abismo.
El cadáver de Serhiy Pavlenko fue hallado a 200 metros mar adentro del Cabo Finisterre, en una soleada mañana de junio. Según los testigos, el hombre ucraniano habría alcanzado las inmediaciones del Cabo una semana antes, coincidiendo con la llegada de un frente inusitadamente persistente para esa época del año. Su cara era fiel reflejo de un profundo estado de desconsuelo y desesperación. Repetía, con una voz entrecortada por el llanto, que podría llegar a soportar quedarse lejos del Sol, pero que al menos necesitaba verlo cada día, perdiéndose en el horizonte; aunque fuera en la distancia, precisaba la imagen del Sol para sobrevivir. Cuando las lluvias cesaron y las nubes se desvanecieron del cielo, Serhiy volvió a ver el Sol, y comenzó a anunciar, extremadamente emocionado, que era el más bello anochecer que jamás había contemplado. Ya no había más obstáculos entre él y el Sol, parecía tenerlo, por fin, al alcance de su mano. Pero quiso tenerlo aún más cerca, y caminó hacia delante, en su estado de ensimismamiento, sin escuchar las advertencias de quienes presenciaban la escena. Quería seguir caminando hacia el Sol, pero ya no había camino para recorrer. Su sonrisa no se desvaneció de su rostro mientras se precipitaba al vacío, y aquellos que lo vieron por última vez antes de que se perdiese entre las olas afirmaron que en sus ojos se podía leer la felicidad y la tranquilidad que había hallado en el final de su vida. Sin otra familia conocida más que la ilusión de encontrase cerca del Sol, una extraña ilusión que lo había acompañado en su última etapa, Serhiy, a petición de los testigos de su final, no fue repatriado. Sus cenizas fueron esparcidas sobre el mar, con la esperanza de que, entre el viento y las aguas, lograse finalmente cumplir su sueño y pudiera descansar, eternamente, bajo el cálido manto del Sol.
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