Navidad en el Hudson, Federico García Lorca

jueves, 25 de diciembre de 2008


NAVIDAD EN EL HUDSON

¡Esa esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
Con el mundo de aristas que ven todos los ojos.
Con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo
estaba solo por el cielo.

El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo por el cielo solo
y el aire a la salida de todas las aldeas.
Cantaba la lombriz el terror de la rueda
y el marinero degollado
cantaba al oso de agua que lo había de estrechar
y todos cantaban aleluya
aleluya. Cielo desierto.
Es lo mismo ¡lo mismo! aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas
y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas
ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: Desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de mi amor! ¡Oh hiriente filo!



Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Cátedra, Madrid, 2006, pp. 149-150.

[ahora toca decir que el tiempo apremia...], Fernando Beltrán

miércoles, 24 de diciembre de 2008

ahora toca decir que el tiempo apremia
y habrá que comenzar pronto a olvidarlo,
cansa ya tanta fecha, hasta su peso cansa
como cansan finalmente las quejas, quizá no sean
culpables, sabemos nuestra edad pero nada sabemos
de la edad que tendríamos si quitáramos daños
a la edad que tenemos, quizá la misma edad, quizá mayor
uno envejece tanto cuando es gris,
cuando no pasa nada, cuando sólo la oveja de los miércoles
sucede en el rebaño a la oveja del martes
y ésta precede siempre a la del lunes
y así hasta que un día
el pastor del domingo se pregunta
qué hará él allá en medio vigilando la paz
cuando tanto echa en falta
la llegada del miedo, provocarlo o tenerlo,
la edad que es siempre un barrio en las afueras
de nosotros mismos, el menos conocido,
quizá porque no acaba jamás
de construirse, quizá porque te aguarda
como boca de lobo, quizá porque no quieres
llegar así a los jueves


Fernando Beltrán, El corazón no muere, Hiperión, Madrid, 2006, página 47.

[somos tristeza...], Mario Benedetti

domingo, 21 de diciembre de 2008



somos tristeza
por eso la alegría
es una hazaña



Mario Benedetti, Rincón de haikus, Visor, Madrid, 2001, página 147.

Límite, José Ángel Valente

jueves, 18 de diciembre de 2008
La puerta de los sueños, George Krause



LÍMITE

Qué oscuro el borde de la luz
donde ya nada
reaparece.



José Ángel Valente, Obra poética 1: Punto cero (1953-1976), Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 217.

Timing is crucial, Russian Red

martes, 16 de diciembre de 2008




[Hoy jugaría a la ruleta rusa...], Verónica Aranda

lunes, 15 de diciembre de 2008


Hoy jugaría a la ruleta rusa:
sería tan sencillo desenfundar revólveres,
elegir el calibre
que mejor se adaptara a mi fracaso
y apretar el gatillo
como quien se lanzase de cabeza
a un mar en donde acechan tiburones.

De nada sirve rellenar cuartillas
y más viejas cuartillas
que hacen alusión a mi nostalgia.
Y si hoy jugase a la ruleta rusa,
haría jugar en círculos exactos
esa posible bala con pasaje
a una región de tonos buganvilla.
Porque hoy se desploma mi tristeza
sobre inhóspitos lechos,
y me hiere con todas sus escamas.




Verónica Aranda, Tatuaje, Hiperión, Madrid, 2005, página 35.

Complementos circunstanciales, Irene Sánchez Carrón

viernes, 12 de diciembre de 2008
El significado de la noche, René Magritte



COMPLEMENTOS CIRCUNSTANCIALES

Torpemente y a oscuras
por la vida
en el día de ayer, de hoy, mañana y siempre,
deseando volver
a algún preciso instante
anterior al instante
de dejar de sentir
después de ver tus ojos
y mirar hacia el suelo
para no ver ya nada nunca más,
por las calles,
bajo este cielo muerto,
evitando pisar las largas sombras
de la gente que pasa
sin sentido
por mi vida,
dando tumbos,
en silencio
y a oscuras.



Irene Sánchez Carrón, Ningún mensaje nuevo, Hiperión, Madrid, 2008, p. 50.

Fragilidad, Francisco Onieva

jueves, 11 de diciembre de 2008

FRAGILIDAD

Paseo sobre el tiempo suicidado
entre viejos raíles,
cubiertos por una hierba indescifrable.
Paseo con la frágil lentitud
de un indeciso sol
septentrional
que tiembla, en el oeste.



Francisco Onieva, Perímetro de la tarde, Ediciones Rialp, Madrid, 2007, p. 36.

Morir o matar, Nacho Vegas

domingo, 7 de diciembre de 2008

MORIR O MATAR

Te sentaste justo al borde del sofá,
como si algo allí te fuera a morder.
Dijiste: "Hay cosas que tenemos que aprender:
yo a mentir, y tú a decirme la verdad;
yo a ser fuerte y tú a mostrar debilidad;
tú a morir y yo a matar".

Y después se hizo el silencio, y el silencio fue a parar
a una especie de pesada y repartida soledad.
Y la soledad dio paso a un terror que hacia el final
nos mostró un mundo del que ninguno quisimos hablar.

Y así eran nuestras noches, y así era nuestro amor:
comenzaba en el silencio, continuaba en el terror,
y otra vez de allí al silencio. Dime, ¿para qué hablar
de lo que pudo haber sido y lo que jamás será,
tratando de adivinar qué fue eso que hicimos tan mal?;
si, en fin, se trata de morir o de matar.

Así que si aún andas por aquí
y alguien vuelve a prometerte amor,
con dinero, encanto y alguna canción,
por favor, prepárate para huir.
Vete lejos y limítate a observar
esta escena tan vulgar:

Conoció a unas cien mujeres y a cincuenta enamoró;
conoció a otros tantos hombres y con tantos se acostó.
Y fundió todo el dinero, y la gente se cansó
de escuchar noche tras noche la misma triste canción.

Y ahora ve que el universo es un lugar vacío y cruel,
cuando no hay nada mayor que su necesidad en él.
Y encendiendo un cigarrillo se comienza a torturar,
y habrá cerca alguien gritándole "¡hágase tu voluntad!",
y él: "la culpa solo en parte es mía y en parte lo es de los demás;
de lo que se trata es de morir o de matar,
de morir o matar".

Fue aquella gitana que nos leyó el porvenir.
Dijo "uno es el asesino y el otro es el que va a morir".
Y salimos de allí,
y me miraste asustada, y el miedo sonó en tu voz:
"antes de que tú me mates prefiero matarme yo".

Y emprendiste así tu huida, y yo corrí a mi habitación,
y mezclé en una cuchara el polvo blanco y el marrón.
Y con la sangre aún resbalando te llamé desde ese hotel:
"por favor, entiende que algo no funciona en mí muy bien".
Y al otro lado te oí llorar, y yo seguí, y no colgué,
y me suplicaste "déjame de una vez,
déjame de una vez".

Y tus párpados cayendo se me antojan guillotinas,
y te observaré durmiendo y me pondré a susurrar:
"Nuestras almas no conocen el reposo, vida mía,
pero, si hay algo que es cierto,
es que te quiero un mundo entero
con su belleza y su fealdad.
¿Por qué no puedes aceptar que esto no se trata más
que, amor mío, de morir o de matar,
de morir o matar?".

Moriré, moriré, moriré...
Moriré, moriré, y es lo único que sé.
Moriré, moriré...
Moriré, y cuando lo haga
al fin ya nada va a impedirme descansar,
y así obtendré la santa paz que en vida no gocé jamás,
pues hasta morir la única opción
siempre es matar,
siempre matar.


Teatro Colón, La Coruña, 24 de abril de 2009


No tengo palabras para hablar de esta canción, creo que lo mejor es escucharla y sentir esa amalgama de poesía y música que roza la perfección. Como también es recomendable escuchar el disco entero, El manifiesto desastre, una nueva genialidad de Nacho Vegas.



1. Dry Martini, S.A.
2. Detener el tiempo
3. Junior suite
4. Lole y Bolan (un amor teórico)
5. El tercer día
6. Nuevas mañanas
7. Crujidos
8. Mondúber
9. Un desastre manifiesto
10. En lugar del amor
11. Morir o matar


ABC, Wislawa Szymborska

sábado, 6 de diciembre de 2008


ABC

Ya nunca sabré
qué pensaba de mí A.
Si B. llegó a perdonarme de verdad.
Por qué C. aparentaba que no pasaba nada.
Qué papel jugó D. en el silencio de E.
Qué esperaba F., si es que esperaba.
Qué aparentaba G., a pesar de estar segura.
Qué quería ocultar H.
Qué quería añadir I.
Si el hecho de que yo estuviera a su lado
tuvo alguna importancia
para J. para K. y para el resto del alfabeto.



Wislawa Szymborska, Dos puntos, Ediciones Igitur, Barcelona, 2007, p. 32.

Otoño de 2003, Felipe Benítez Reyes

viernes, 5 de diciembre de 2008


OTOÑO DE 2003

La caída mecánica de un oro evanescente:
la horajasca sin rumbo que naufraga en el viento.
Y esta serenidad de una abstracción que muere
en las manos del frío, con sus uñas de hielo.
Y el temblor de las hojas. Y el temblor de las fuentes:
el agua prisionera que rompe su silencio.
Y esa luna suicida entre nubes de éter.

Y el tiempo que se va para ser tiempo.



Felipe Benítez Reyes, La misma luna, Visor, Madrid, 2007, p. 13.

Mendiga voz, Alejandra Pizarnik

miércoles, 3 de diciembre de 2008

MENDIGA VOZ

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.




Alejandra Pizarnik, La extracción de la piedra de la locura. Otros poemas, Visor, Madrid, 2007, p. 43.

Rengo Wrongo, Jorge Riechmann

domingo, 30 de noviembre de 2008

No vivimos a la intemperie
por amor al peligro
-aclara Wrongo-

sino porque no hemos sabido construir
nuevos hogares




Llegar donde ningún otro ha llegado jamás
formuló aquel famoso capitán Cook
cuando todavía quedaban algunos lugares así
sobre la faz de la Tierra

¿Y si se tratase de una inquietud infantil
alguna suerte de hiperactividad tratable
-tantea Wrongo?

¿Si un ser humano adulto
aspirase más bien
a descubrir lo inédito
ahí donde todos han estado siempre?


El amor
la poesía
dan sentido a esta aventura ambigua
que llamamos vivir:

el resto son sucedáneos

Magníficos a veces
pero nada más que sucedáneos


Consideración
observa su amiga
es una de las palabras
más hermosas de nuestra lengua:

quiere decir
juntarse con las estrellas




Manuel Rivas cuenta
la respuesta de un marinero en la radio
a una pregunta por su esperanza:
tener, tengo algo de esperanza
pero una esperanza algo negativa

Eduardo Galeano evoca
aquella pintada sobre un muro
en algún suburbio latinoamericano:
dejemos el pesimismo para tiempos mejores



Jorge Riechmann, Rengo Wrongo, DVD Ediciones, Barcelona, 2008.

Contra la pared, Trinidad Gan

jueves, 27 de noviembre de 2008


CONTRA LA PARED

Ahora que atardece y es otoño
y siento el peso justo
del tiempo entre mis dedos.
Ahora, en esta isla,
en la vida desierta que me cerca
y contra grises muros me coloca
ya de nada me sirven
espejos, piedras, flores,
venenos deliciosos,
desgastadas estrellas,
maderas que pudrieron los mares y el recuerdo.

Me queda solamente
esta terca costumbre:
aguardar toda luna primera,
el empeño malsano
de andar estremecida
ante el viento contrario,
aceptar como a un viejo conocido
el rostro inexorable de la vida,
aunque a veces se vista de naufragio.



Trinidad Gan, Fin de fuga, Visor, Madrid, 2008, p. 41.

Manuscrito hallado en un bolsillo, Julio Cortázar

martes, 25 de noviembre de 2008

MANUSCRITO HALLADO EN UN BOLSILLO

Ahora que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún momento había empezado a sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad, precisamente aquí donde todo ocurre bajo el signo de la más implacable ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un trayecto entre estaciones dibuja y limita así, inapelablemente abajo. Digo ruptura para comprender mejor (tendría que comprender tantas cosas desde que empecé a jugar el juego) esa esperanza de una convergencia que tal vez me fuera dada desde el reflejo en un vidrio de ventanilla. Rebasar la ruptura que la gente no parece advertir aunque vaya a saber lo que piensa esa gente agobiada que sube y baja de los vagones del metro, lo que busca además del transporte esa gente que sube antes o después para bajar después o antes, que sólo coincide en una zona de vagón donde todo está decidido por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo bajaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la vieja de verde seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora, está claro que bajarán porque recogen sus cuadernos y sus reglas, se acercan riendo y jugando a la puerta mientras allá en el ángulo hay una muchacha que se instala para durar, para quedarse todavía muchas estaciones en el asiento por fin libre, y esa otra muchacha es imprevisible, Ana era imprevisible, se mantenía muy derecha contra el respaldo en el asiento de la ventanilla, ya estaba ahí cuando subí en la estación Etienne Marcel y un negro abandonó el asiento de enfrente y a nadie pareció interesarle y yo pude resbalar con una vaga excusa entre las rodillas de los dos pasajeros sentados en los asientos exteriores y quedé frente a Ana y casi enseguida, porque había bajado al metro para jugar una vez más el juego, busqué el perfil de Margrit en el reflejo del vidrio de la ventanilla y pensé que era bonita, que me gustaba su pelo negro con una especie de ala breve que le peinaba en diagonal la frente.

No es verdad que el nombre de Margrit o de Ana viniera después o que sea ahora una manera de diferenciarlas en la escritura, cosas así se daban decididas instantáneamente por el juego, quiero decir que de ninguna manera el reflejo en el vidrio de la ventanilla podía llamarse Ana, así como tampoco podía llamarse Margrit la muchacha sentada frente a mí sin mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de ese interregno en el que todo el mundo parece consultar una zona de visión que no es la circundante, salvo los niños que miran fijo y de lleno en las cosas hasta el día en que les enseñan a situarse también en los intersticios, a mirar sin ver con esa ignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo contacto sensible, cada uno instalado en su burbuja, alineado entre paréntesis, cuidando la vigencia del mínimo aire libre entre rodillas y codos ajenos, refugiándose en France-Soir o en libros de bolsillo aunque casi siempre como Ana, unos ojos situándose en el hueco entre lo verdaderamente mirable, en esa distancia neutra y estúpida que iba de mi cara a la del hombre concentrado en el Figaro. Pero entonces Margrit, si algo podía yo prever era que en algún momento Ana se volvería distraída hacia la ventanilla y entonces Margrit vería mi reflejo, el cruce de miradas en las imágenes de ese vidrio donde la oscuridad del túnel pone su azogue atenuado, su felpa morada y moviente que da a las caras una vida en otros planos, les quita esa horrible máscara de tiza de las luces municipales del vagón y sobre todo, oh sí, no hubieras podido negarlo, Margrit, las hace mirar de verdad esa otra cara del cristal porque durante el tiempo instantáneo de la doble mirada no hay censura, mi reflejo en el vidrio no era el hombre sentado frente a Ana y que Ana no debía mirar de lleno en un vagón de metro, y además la que estaba mirando mi reflejo ya no era Ana sino Margrit en el momento en que Ana había desviado rápidamente los ojos del hombre sentado frente a ella porque no estaba bien que lo mirara, al volverse hacia el cristal de la ventanilla había visto mi reflejo que esperaba ese instante para levemente sonreír sin insolencia ni esperanza cuando la mirada de Margrit cayera como un pájaro en su mirada. Debió durar un segundo, acaso algo más porque sentí que Margrit había advertido esa sonrisa que Ana reprobaba aunque no fuera más que por el gesto de bajar la cara, de examinar vagamente el cierre de su bolso de cuero rojo; y era casi justo seguir sonriendo aunque ya Margrit no me mirara porque de alguna manera el gesto de Ana acusaba mi sonrisa, la seguía sabiendo y ya no era necesario que ella o Margrit me miraran, concentradas aplicadamente en la nimia tarea de comprobar el cierre del bolso rojo.

Como ya con Paula (con Ofelia) y con tantas otras que se habían concentrado en la tarea de verificar un cierre, un botón, el pliegue de una revista, una vez más fue el pozo donde la esperanza se enredaba con el temor en un calambre de arañas a muerte, donde el tiempo empezaba a latir como un segundo corazón en el pulso del juego; desde ese momento cada estación del metro era una trama diferente del futuro porque así lo había decidido el juego; la mirada de Margrit y mi sonrisa, el retroceso instantáneo de Ana a la contemplación del cierre de su bolso eran la apertura de una ceremonia que alguna vez había empezado a celebrar contra todo lo razonable, prefiriendo los peores desencuentros a las cadenas estúpidas de una causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícil pero jugarlo tenía mucho de combate a ciegas, de temblorosa suspensión coloidal en la que todo derrotero alzaba un árbol de imprevisible recorrido. Un plano del metro de París define en su esqueleto mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y negras una vasta pero limitada superficie de subtendidos seudópodos: y ese árbol está vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia atormentada lo recorre con finalidades precisas, la que baja en Chatelet o sube en Vaugirard, la que en Odeón cambia para seguir a La Motte-Picquet, las doscientas, trescientas, vaya a saber cuántas posibilidades de combinación para que cada célula codificada y programada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro, salga de las Galeries Lafayette para depositar un paquete de toallas o una lámpara en un tercer piso de la rue Gay-Lussac.


Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había juego, daba exactamente lo mismo que la sonrisa fuera acatada o respondida o ignorada, el primer tiempo de la ceremonia no iba más allá de eso, una sonrisa registrada por quien la había merecido. Entonces empezaba el combate en el pozo, las arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en estación. Me acuerdo de cómo me acordé ese día: ahora eran Margrit y Ana, pero una semana atrás habían sido Paula y Ofelia, la chica rubia había bajado en una de las peores estaciones, Montparnasse-Bienvenue que abre su hidra maloliente a las máximas posibilidades de fracaso. Mi combinación era con la línea de la Porte de Vanves y casi enseguida, en el primer pasillo, comprendí que Paula (que Ofelia) tomaría el corredor que llevaba a la combinación con la Mairie d'Issy. Imposible hacer nada, sólo mirarla por última vez en el cruce de los pasillos, verla alejarse, descender una escalera. La regla del juego era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por mí antes de cada viaje; y entonces -siempre, hasta ahora- verla tomar otro pasillo y no poder seguirla, obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir viviendo hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo reclamando la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y cristal de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarme y decir la primera palabra, espesa de estancado tiempo, de inacabable merodeo en el fondo del pozo entre las arañas del calambre.

Ahora entrábamos en la estación Saint-Sulpice, alguien a mi lado se enderezaba y se iba, también Ana se quedaba sola frente a mí, había dejado de mirar el bolso y una o dos veces sus ojos me barrieron distraídamente antes de perderse en el anuncio del balneario termal que se repetía en los cuatro ángulos del vagón. Margrit no había vuelto a mirarme en la ventanilla pero eso probaba el contacto, su latido sigiloso; Ana era acaso tímida o simplemente le parecía absurdo aceptar el reflejo de esa cara que volvería a sonreír para Margrit; y además llegar a Saint-Sulpice era importante porque si todavía faltaban ocho estaciones hasta el fin del recorrido en la Porte d'Orléans, sólo tres tenían combinaciones con otras líneas, y sólo si Ana bajaba en una de esas tres me quedaría la posibilidad de coincidir; cuando el tren empezaba a frenar en Saint-Placide miré y miré a Margrit buscándole los ojos que Ana seguía apoyando blandamente en las cosas del vagón como admitiendo que Margrit no me miraría más, que era inútil esperar que volviera a mirar el reflejo que la esperaba para sonreírle.

No bajó en Saint-Placide, lo supe antes de que el tren empezara a frenar, hay ese apresto del viajero, sobre todo de las mujeres que nerviosamente verifican paquetes, se ciñen el abrigo o miran de lado al levantarse, evitando rodillas en ese instante en que la pérdida de velocidad traba y atonta los cuerpos. Ana repasaba vagamente los anuncios de la estación, la cara de Margrit se fue borrando bajo las luces del andén y no pude saber si había vuelto a mirarme; tampoco mi reflejo hubiera sido visible en esa marea de neón y anuncios fotográficos, de cuerpos entrando y saliendo. Si Ana bajaba en Montparnasse-Bienvenue mis posibilidades era mínimas; cómo no acordarme de Paula (de Ofelia) allí donde una cuádruple combinación posible adelgazaba toda previsión; y sin embargo el día de Paula (de Ofelia) había estado absurdamente seguro de que coincidiríamos, hasta último momento había marchado a tres metros de esa mujer lenta y rubia, vestida como con hojas secas, y su bifurcación a la derecha me había envuelto la cara como un latigazo.


Por eso ahora Margrit no, por eso el miedo, de nuevo podía ocurrir abominablemente en Montparnasse-Bienvenue; el recuerdo de Paula (de Ofelia), las arañas en el pozo contra la menuda confianza en que Ana (en que Margrit). Pero quién puede contra esa ingenuidad que nos va dejando vivir, casi inmediatamente me dije que tal vez Ana (que tal vez Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue sino en una de las otras estaciones posibles, que acaso no bajaría en las intermedias donde no me estaba dado seguirla; que Ana (que Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue (no bajó), que no bajaría en Vavin, y no bajó, que acaso bajaría en Raspail que era la primera de las dos últimas posibles; y cuando no bajó y supe que sólo quedaba una estación en la que podría seguirla contra las tres finales en que ya todo daba lo mismo, busqué de nuevo los ojos de Margrit en el vidrio de la ventanilla, la llamé desde un silencio y una inmovilidad que hubieran debido llegarle como un reclamo, como un oleaje, le sonreí con la sonrisa que Ana ya no podía ignorar, que Margrit tenía que admitir aunque no mirara mi reflejo azotado por las semiluces del túnel desembocando en Denfert-Rochereau. Tal vez el primer golpe de frenos había hecho temblar el bolso rojo en los muslos de Ana, tal vez sólo el hastío le movía la mano hasta el mechón negro cruzándole la frente; en esos tres, cuatro segundos en que el tren se inmovilizaba en el andén, las arañas clavaron sus uñas en la piel del pozo para una vez más vencerme desde adentro; cuando Ana se enderezó con una sola y limpia flexión de su cuerpo, cuando la vi de espaldas entre dos pasajeros, creo que busqué todavía absurdamente el rostro de Margrit en el vidrio enceguecido de luces y movimientos. Salí como sin saberlo, sombra pasiva de ese cuerpo que bajaba al andén, hasta despertar a lo que iba a venir, a la doble elección final cumpliéndose irrevocable.

Pienso que está claro, Ana (Margrit) tomaría un camino cotidiano o circunstancial, mientras antes de subir a ese tren yo había decidido que si alguien entraba en el juego y bajaba en Denfert-Rochereau, mi combinación sería la línea Nation-Etoile, de la misma manera que si Ana (que si Margrit) hubiera bajado en Châtelet sólo hubiera podido seguirla en caso de que tomara la combinación Vincennes-Neuilly. En el último tiempo de la ceremonia el juego estaba perdido si Ana (si Margrit) tomaba la combinación de la Ligne de Sceaux o salía directamente a la calle; inmediatamente, ya mismo porque en esa estación no había los interminables pasillos de otras veces y las escaleras llevaban rápidamente a destino, a eso que en los medios de transporte también se llamaba destino. La estaba viendo moverse entre la gente, su bolso rojo como un péndulo de juguete, alzando la cabeza en busca de los carteles indicadores, vacilando un instante hasta orientarse hacia la izquierda; pero la izquierda era la salida que llevaba a la calle.

No sé cómo decirlo, las arañas mordían demasiado, no fui deshonesto en el primer minuto, simplemente la seguí para después quizá aceptar, dejarla irse por cualquiera de sus rumbos allá arriba; a mitad de la escalera comprendí que no, que acaso la única manera de matarlas era negar por una vez la ley, el código. El calambre que me había crispado en ese segundo en que Ana (en que Margrit) empezaba a subir la escalera vedada, cedía de golpe a una lasitud soñolienta, a un gólem de lentos peldaños; me negué a pensar, bastaba saber que la seguía viendo, que el bolso rojo subía hacia la calle, que a cada paso el pelo negro le temblaba en los hombros. Ya era de noche y el aire estaba helado, con algunos copos de nieve entre ráfagas y llovizna; sé que Ana (que Margrit) no tuvo miedo cuando me puse a su lado y le dije: "No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado".


En el café, más tarde, ya solamente Ana mientras el reflejo de Margrit cedía a una realidad de cinzano y de palabras, me dijo que no comprendía nada, que se llamaba Marie-Claude, que mi sonrisa en el reflejo le había hecho daño, que por un momento había pensado en levantarse y cambiar de asiento, que no me había visto seguirla y que en la calle no había tenido miedo, contradictoriamente, mirándome en los ojos, bebiendo su cinzano, sonriendo sin avergonzarse de sonreír, de haber aceptado casi enseguida mi acoso en plena calle. En ese momento de una felicidad como de oleaje boca arriba de abandono a un deslizarse lleno de álamos, no podía decirle lo que ella hubiera entendido como locura o manía y que lo era pero de otro modo, desde otras orillas de la vida; le hablé de su mechón de pelo, de su bolso rojo, de su manera de mirar el anuncio de las termas, de que no le había sonreído por donjuanismo ni aburrimiento sino para darle una flor que no tenía, el signo de que me gustaba, de que me hacía bien, de que viajar frente a ella, de que otro cigarrillo y otro cinzano. En ningún momento fuimos enfáticos, hablamos como desde un ya conocido y aceptado, mirándonos sin lastimarnos, yo creo que Marie-Claude me dejaba venir y estar en su presente como quizá Margrit hubiera respondido a mi sonrisa en el vidrio de no mediar tanto molde previo, tanto no tienes que contestar si te hablan en la calle o te ofrecen caramelos y quieren llevarte al cine, hasta que Marie-Claude, ya liberada de mi sonrisa a Margrit, Marie-Claude en la calle y el café había pensado que era una buena sonrisa, que el desconocido de ahí abajo no le había sonreído a Margrit para tantear otro terreno, y mi absurda manera de abordarla había sido la sola comprensible, la sola razón para decir que sí, que podíamos beber una copa y charlar en un café.

No me acuerdo de lo que pude contarle de mí, tal vez todo salvo el juego pero entonces tan poco, en algún momento nos reímos, alguien hizo la primera broma, descubrimos que nos gustaban los mismos cigarrillos y Catherine Deneuve, me dejó acompañarla hasta el portal de su casa, me tendió la mano con llaneza y consintió en el mismo café a la misma hora del martes. Tomé un taxi para volver a mi barrio, por primera vez en mí mismo como en un increíble país extranjero, repitiéndome que sí, que Marie-Claude, que Denfert-Rochereau, apretando los párpados para guardar mejor su pelo negro, esa manera de ladear la cabeza antes de hablar, de sonreír. Fuimos puntuales y nos contamos películas, trabajo, verificamos diferencias ideológicas parciales, ella seguía aceptándome como si maravillosamente le bastara ese presente sin razones, sin interrogación; ni siquiera parecía darse cuenta de que cualquier imbécil la hubiese creído fácil o tonta; acatando incluso que yo no buscara compartir la misma banqueta en el café, que en el tramo de la rue Froidevaux no le pasara el brazo por el hombro en el primer gesto de una intimidad, que sabiéndola casi sola -una hermana menor, muchas veces ausente del departamento en el cuarto piso- no le pidiera subir.

Si algo no podía sospechar eran las arañas, nos habíamos encontrado tres o cuatro veces sin que mordieran, inmóviles en el pozo y esperando hasta el día en que lo supe como si no lo hubiera estado sabiendo todo el tiempo, pero los martes, llegar al café, imaginar que Marie-Claude ya estaría allí o verla entrar con sus pasos ágiles, su morena recurrencia que había luchado inocentemente contra las arañas otra vez despiertas, contra la transgresión del juego que sólo ella había podido defender sin más que darme una breve, tibia mano, sin más que ese mechón de pelo que se paseaba por su frente. En algún momento debió darse cuenta, se quedó mirándome callada, esperando; imposible ya que no me delatara el esfuerzo para hacer durar la tregua, para no admitir que volvían poco a poco a pesar de Marie-Claude, contra Marie-Claude que no podía comprender, que se quedaba mirándome callada, esperando; beber y fumar y hablarle, defendiendo hasta lo último el dulce interregno sin arañas, saber de su vida sencilla y a horario y hermana estudiante y alergias, desear tanto ese mechón negro que le peinaba la frente, desearla como un término, como de veras la última estación del último metro de la vida, y entonces el pozo, la distancia de mi silla a esa banqueta en la que nos hubiéramos besado, en la que mi boca hubiera bebido el primer perfume de Marie-Claude antes de llevármela abrazada hasta su casa, subir esa escalera, desnudarnos por fin de tanta ropa y tanta espera.

Entonces se lo dije, me acuerdo del paredón del cementerio y de que Marie-Claude se apoyó en él y me dejó hablar con la cara perdida en el musgo caliente de su abrigo, vaya a saber si mi voz le llegó con todas sus palabras, si fue posible que comprendiera; se lo dije todo, cada detalle del juego, las improbabilidades confirmadas desde tantas Paulas (desde tantas Ofelias) perdidas al término de un corredor, las arañas en cada final. Lloraba, la sentía temblar contra mí aunque siguiera abrigándome, sosteniéndome con todo su cuerpo apoyado en la pared de los muertos; no me preguntó nada, no quiso saber por qué ni desde cuándo, no se le ocurrió luchar contra una máquina montada por toda una vida a contrapelo de sí misma, de la ciudad y sus consignas, tan sólo ese llanto ahí como un animalito lastimado, resistiendo sin fuerza al triunfo del juego, a la danza exasperada de las arañas en el pozo.


En el portal de su casa le dije que no todo estaba perdido, que de los dos dependía intentar un encuentro legítimo; ahora ella conocía las reglas del juego, quizá nos fueran favorables puesto que no haríamos otra cosa que buscarnos. Me dijo que podría pedir quince días de licencia, viajar llevando un libro para que el tiempo fuera menos húmedo y hostil en el mundo de abajo, pasar de una combinación a otra, esperarme leyendo, mirando los anuncios. No quisimos pensar en la improbabilidad, en que acaso nos encontraríamos en un tren pero que no bastaba, que esta vez no se podría faltar a lo preestablecido; le pedí que no pensara, que dejara correr el metro, que no llorara nunca en esas dos semanas mientras yo la buscaba; sin palabras quedó entendido que si el plazo se cerraba sin volver a vernos o sólo viéndonos hasta que dos pasillos diferentes nos apartaran, ya no tendría sentido retornar al café, al portal de su casa. Al pie de esa escalera de barrio que una luz naranja tendía dulcemente hacia lo alto, hacia la imagen de Marie-Claude en su departamento, entre sus muebles, desnuda y dormida, la besé en el pelo, le acaricié las manos; ella no buscó mi boca, se fue apartando y la vi de espaldas, subiendo otra de las tantas escaleras que se las llevaban sin que pudiera seguirlas; volví a pie a mi casa, sin arañas, vacío y lavado para la nueva espera; ahora no podían hacerme nada, el juego iba a recomenzar como tantas otras veces pero con solamente Marie-Claude, el lunes bajando a la estación Couronnes por la mañana, saliendo en Max Dormoy en plena noche, el martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la precisa regla del juego, quince estaciones en las que cuatro tenían combinaciones, y entonces en la primera de las cuatro sabiendo que me tocaría seguir a la línea Sèvres-Montreuil como en la segunda tendría que tomar la combinación Clichy-Porte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque no podía haber ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa, en Denfert-Rochereau o en Corvisart, estaría cambiando en Pasteur para seguir hacia Falguière, el árbol mondrianesco con todas sus ramas secas, el azar de las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas; el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andén ver entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar mientras pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a un vagón sin Marie-Claude, bajar en la estación siguiente y esperar otro tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra línea, ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos, subir en el tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una estación desde donde podía pasar a otra línea, decidir que sólo tomaría el cuarto tren, abandonar la búsqueda y subir a comer, regresar casi enseguida con un cigarrillo amargo y sentarme en un banco hasta el segundo, hasta el quinto tren. El lunes, el martes, el miércoles, el jueves, sin arañas porque todavía esperaba, porque todavía espero en este banco de la estación Chemin Vert, con esta libreta en la que una mano escribe para inventarse un tiempo que no sea solamente esa interminable ráfaga que me lanza hacia el sábado en que acaso todo habrá concluido, en que volveré solo y las sentiré despertarse y morder, sus pinzas rabiosas exigiéndome el nuevo juego, otras Marie-Claudes, otras Paulas, la reiteración después de cada fracaso, el recomienzo canceroso. Pero es jueves, es la estación Chemin Vert, afuera cae la noche, todavía cabe imaginar cualquier cosa, incluso puede no parecer demasiado increíble que en el segundo tren, que en el cuarto vagón, que Marie-Claude en un asiento contra la ventanilla, que haya visto y se enderece con un grito que nadie salvo yo puede escuchar así en plena cara, en plena carrera para saltar al vagón repleto, empujando a pasajeros indignados, murmurando excusas que nadie espera ni acepta, quedándome de pie contra el doble asiento ocupado por piernas y paraguas y paquetes, por Marie-Claude con su abrigo gris contra la ventanilla, el mechón negro que el brusco arranque del tren agita apenas como sus manos tiemblan sobre los muslos en una llamada que no tiene nombre, que es solamente eso que ahora va a suceder.

No hay necesidad de hablarse, nada se podría decir sobre ese muro impasible y desconfiado de caras y paraguas entre Marie-Claude y yo; quedan tres estaciones que combinan con otras líneas, Marie-Claude deberá elegir una de ellas, recorrer el andén, seguir uno de los pasillos o buscar la escalera de salida, ajena a mi elección que esta vez no transgrediré. El tren entra en la estación Bastille y Marie-Claude sigue ahí, la gente baja y sube, alguien deja libre el asiento a su lado pero no me acerco, no puedo sentarme ahí, no puedo temblar junto a ella como ella estará temblando. Ahora vienen Ledru-Rollin y Froidherbe-Chaligny, en esas estaciones sin combinación Marie-Claude sabe que no puedo seguirla y no se mueve, el juego tiene que jugarse en Reuilly-Diderot o en Daumesnil; mientras el tren entra en Reuilly-Diderot aparto los ojos, no quiero que sepa, no quiero que pueda comprender que no es allí. Cuando el tren arranca veo que no se ha movido, que nos queda una última esperanza, en Daumesnil hay tan sólo una combinación y la salida a la calle, rojo o negro, sí o no. Entonces nos miramos, Marie-Claude ha alzado la cara para mirarme de lleno, aferrado al barrote del asiento soy eso que ella mira, algo tan pálido como lo que estoy mirando, la cara sin sangre de Marie-Claude que aprieta el bolso rojo, que va a hacer el primer gesto para levantarse mientras el tren entra en la estación Daumesnil.

Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías

lunes, 24 de noviembre de 2008

Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuán poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil […], cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta.
.............................

Es curioso cómo el pensamiento incurre en lo inverosímil, cómo se lo permite momentáneamente, cómo fantasea o se hace supersticioso para descansar un rato o encontrar alivio, cómo es capaz de negar los hechos y hacer que retroceda el tiempo, aunque sea un instante. Cómo se parece al sueño.
.............................

Sabía lo que había ocurrido y a la vez me parecía insensato y ridículo que hubiera ocurrido, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, su lento viaje hacia la irrealidad iniciado en el mismo momento de su acontecer [...].
.............................

Cada vida, sin embargo, me consta que es única y frágil. Es intolerable que las personas que conocemos se conviertan en pasado.
.............................

Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, los nombres no cambian y se quedan fijos en la memoria cuando se quedan, sin que nada ni nadie puedan arrancarlos [...]. Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, el rostro que dejamos de ver un día se dedicará a traicionarse y a traicionarnos en el tiempo que le pertenece y le queda, irá apartándose de la imagen en que lo fijamos para llevar su propia vida en nuestra voluntaria o desdicha ausencia. El de aquellos que se fueron del todo porque no los retuvimos o han muerto se irá nublando en nuestra memoria que no es una facultad visiva, aunque a veces nos engañemos y creamos ver todavía lo que ya no tenemos delante y sólo evocamos envuelto en brumas, el ojo interior o de la mente se llama esa figura borrosa de nuestros espejismos o nuestra añoranza, o de nuestra maldición a veces.
.............................

Cuando volvemos a un lugar muy conocido el tiempo intermedio se comprime o incluso se borra y queda anulado un instante como si nunca nos hubiéramos ido, es el espacio inmóvil lo que nos hace viajar en el tiempo.


Javier Marías, Mañana en la batalla piensa en mí, Alfaguara, Madrid, 2002.

[Recordarte...], José Félix Mato




Recordarte.
¿Cómo recordarte si el pasado
se agarra a las paredes
en el preciso instante del olvido?
No soy más que la ausencia
de aquél que siempre supo
que nunca podría irse.



José Félix Mato, Tiempo de cipreses, Diputación Provincial de Soria, Soria, 1985, p. 61.

Frases de Mala gente que camina, Benjamín Prado

domingo, 23 de noviembre de 2008


Hay vidas que consisten en que por las mañanas tienes mucho que hacer y por las noches no tienes nada que recordar.

La ofuscación es la última bala de los resentidos.

Los celos son las bestias de carga del rencor.

Tener éxito es fácil, lo difícil es merecerlo.

Esa aleación de hipocresía y miedo que a menudo es la prudencia.

La nostalgia, ese moho de la memoria, esa oscura envidia de uno mismo. La nostalgia es el opio de los tristes, es una droga alucinógena que te hunde a la vez que te alivia, te hace sonreír mientras te clava en la espalda sus pretéritos perfectos e imperfectos.

El fatalismo es una carencia propia de gente sin recursos: un fatalista es alguien que no tiene la suficiente imaginación para engañarse a sí mismo.

A la abnegación en cuanto le quitas tres letras se queda sólo en negocio.

Disparando al caballo no matarás a las moscas que lo rodean.

Hablamos de los planes como si fueran un manual de instrucciones, pero sólo son un libro en blanco.

Sólo existen dos maneras de ser feliz: hacerse el idiota o serlo.

Los dictadores no hacen Historia, sólo la deshacen.

Perderse es inventar otro camino.

Vivir es irse haciendo con la vida.

La envidia no es más que la admiración de los mezquinos.

No busques respuestas donde las respuestas no merecen ser encontradas.

Las guerras siempre han servido para que unos cuantos mueran y otros tantos vivan mejor que antes.

Ser sabio no es saberlo todo siempre, sino cada cosa a su tiempo.

La nostalgia es un monstruo de tres sílabas que devora la razón.

Qué suerte la de los animales que, como no hablan, se entienden.

La abundancia te vuelve conformista por la misma razón que la escasez te vuelve valiente.

Cuando el deseo se cumple, el sueño se rompe.

En algunas ocasiones, la única diferencia entre un ataúd y una pizarra es que en el caso de la pizarra el muerto está fuera.

En este mundo no hay distancia más corta que la que separa las dudas concretas de las generales.

La indecisión es las matemáticas al revés: sumas las mismas cosas y cada vez te dan un resultado distinto.

La humildad es sólo uno de los sicarios de la soberbia.

La única sinceridad en la que puede confiarse es aquélla de la que, aunque quisieras, no podrías arrepentirte.

La ambición nos hace ser tan ingenuos que confundimos ser libres con que nos cambien a una jaula más grande.

Dar la cara es de idiotas: los listos siempre tienen un recurso mejor.

La verdad es un veneno para quien la conoce y no la puede compartir.



Benjamín Prado, Mala gente que camina, Alfaguara, Madrid, 2006.

[cuando los faros...], Mario Benedetti

viernes, 21 de noviembre de 2008



cuando los faros
se apagan en la noche
los barcos tiemblan



Mario Benedetti, Nuevo rincón de haikus, Visor, Madrid, 2008, p.224.