La triste suma total, Roger Wolfe

miércoles, 29 de abril de 2009


LA TRISTE SUMA TOTAL

Hay una sección en alguna parte
de las vidas de la mayoría de nosotros
que lleva el encabezamiento
SINIESTROS TOTALES.
Es como un enorme cubo de basura
que contiene un variado surtido de despojos
de lo más abigarrado:
viejos amores,
viejos sueños,
pasiones marchitas,
ideas que una vez nos sonaron
frescas y audaces,
esperanzas y aspiraciones,
la limpia y reluciente risa
de tiempos mejores...
Y no es hasta que nos ponemos
a encajarlo todo
cuando finalmente descubrimos
que no es una sección, después de todo:
es la triste suma total
de nuestra inútil vida entera.




Roger Wolfe, Noches de blanco papel (Poesía 1986 - 2001), Huacanamo, Barcelona, 2008, página 419.

Canción del extranjero, Nacho Vegas

domingo, 26 de abril de 2009


Otro nocturno, Oliverio Girondo

martes, 21 de abril de 2009


OTRO NOCTURNO

La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.

¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de «apache», que fuman un cigarrillo en las esquinas!

¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar! ¡Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!

¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón? Y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?

Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.



José Olivio Jiménez (ed.), Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea: 1914-1970, Alianza Editorial, Madrid, 1978, pp. 91-92.

La cosa, Felipe Benítez Reyes


LA COSA

Ayer salí de casa temprano, entre otras cosas porque tenía que hacer varias cosas. Nada más pisar la calle, me topé con un conocido: ¿Qué, cómo va la cosa?, me preguntó, y le contesté que bien, que la cosa iba bien, dentro de lo bien que pueden ir las cosas, y me despedí apresuradamente: «Bueno, te dejo, porque tengo muchas cosas que hacer», le dije, pero, como la prisa ajena no suele merecer ningún respeto, me retuvo: «Solo una cosa, mira…», y me contó una cosa.

Al poco, me crucé con otro conocido: ¿Cómo te van las cosas?, me preguntó, ignoro para qué, y al pronto me quedé dudoso, porque aquel conocido se interesaba por mis cosas en plural, que es una categoría aún más abstracta que la que representa la cosa en singular. De todas formas, para no contradecirme con respecto a la respuesta que le había dado al primer conocido, según la cual la cosa en singular iba bien, pensé que asegurarle que las cosas en plural iban bien no suponía ninguna incoherencia, de modo que le dije que bien, que las cosas en plural iban bien.

Llegué a un negociado municipal: ¿Se le ofrece alguna cosa?, me preguntó el funcionario, y le expuse la cosa pertinente. ¿Alguna otra cosa? Pero no, yo no disponía de una sola cosa afecta a ese negociado. Al salir, me crucé con un tercer conocido: «Tengo una cosa para ti. Ya te la llevaré algún día, porque ahora tengo muchas cosas entre manos», me dijo, y me dejó intrigado por la esencia y condición de esa cosa críptica, y experimenté durante unos minutos ese tipo de angustia que suelen suscitar los misterios cotidianos y triviales.

Poco después me crucé con un cuarto conocido: «Tengo que decirte una cosa, pero ahora no me acuerdo de qué cosa se trata», me informó, de modo que la angustia que me atenazaba el ánimo a consecuencia de esa cosa ignota que el tercer conocido tenía que darme fue reemplazada por la angustia novedosa de esa información imprevisible que el cuarto conocido me daría en cuanto pusiera un poco de orden en su memoria.

Entré en una sucursal bancaria. Tenía cita con el director desde hacía cosa de un mes. «El director ha tenido que ir a una reunión en Cádiz y luego iba a hacer varias cosas en Chiclana», me informó el interventor, que, en ausencia del director, sostiene el cetro de ese pequeño país de comisiones e hipotecas. Como es lógico, protesté por aquella informalidad. «Así son las cosas», sentenció el interventor regente, asumiendo de ese modo la fatalidad intrínseca que determina el rumbo de las cosas, sujetas a las leyes arcanas.

Al pasar por una plaza, vi a un anciano que se apoyaba angustiosamente en una farola. «¿Le pasa a usted algo?», le pregunté, y el anciano me dijo que, de pronto, le había entrado una especie de cosa mala por el pecho, y aquello me sobrecogió, porque suponía la evidencia de la malignidad de la cosa, de su capacidad diabólica para herir o matar, y sentí miedo de la cosa. De manera que, como quien no quiere la cosa, volví sobre mis pasos y entré en casa.

Felipe Benítez Reyes, Oficios estelares, Destino, Barcelona, 2009, páginas 319-321.

Recuerda, Jaime Gil de Biedma

domingo, 19 de abril de 2009


RECUERDA

Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar...
_____________Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.




Jaime Gil de Biedma, Volver, Cátedra, Madrid, 2000, p. 58.

El autobús, Leonard Cohen

sábado, 18 de abril de 2009

EL AUTOBÚS

Fui el último pasajero del día,
estaba solo en el autobús,
me sentía contento de que se estuvieran gastando tanto dinero
sólo para llevarme por la Octava Avenida arriba.
¡Conductor! grité, estamos usted y yo esta noche,
huyamos de esta gran ciudad
a una ciudad más pequeña más propia para el corazón,
conduzcamos más allá de las piscinas de Miami Beach,
usted en el asiento del conductor, yo varios asientos más atrás,
pero en las ciudades racistas cambiaremos de lugar
para mostrar lo bien que le ha ido arriba en el norte,
y busquemos para nosotros alguna diminuta villa pesquera americana
en la Florida desconocida
y aparquemos justamente al borde de la arena,
un enorme autobús como una señal,
metálico, pintado, solitario,
con matrícula de Nueva York.


Leonard Cohen, Flores para Hitler, Visor, Madrid, 2001, página 131.

[Si en cada centímetro...], Agustín Fernández Mallo

jueves, 16 de abril de 2009

"Si en cada centímetro cuadrado epidérmico aún reconocemos vestigios de pez, de agua, de alga, de electrones, de dinosaurios, de monos, somos fósiles del pez, del agua, de las algas, de las partículas cargadas, de los dinosaurios y los monos. Si en nuestras leyes y ordenanzas aún hay vestigios alejandrinos, presocráticos, dionisíacos y romanos, somos fósiles de Alejandría, de los Presocráticos, de Dioniso y los romanos. Si entre las líneas del texto hay vestigios de cuanto noche a noche voy soñando, soy el fósil de ese hombre que, ubicuo e inmodelable, lleva mi nombre en el sueño", me digo detenido ante un escaparate, el niño que toca un acordeón desafinado por la lluvia pide limosna, el pelo empapado, fregona del cielo. Quién es ese resucitado, le susurra un maniquí a otro. Sólo la muerte nos actualiza, pienso. [8]

Agustín Fernández Mallo, Creta Lateral Travelling, Sloper, Palma de Mallorca, 2008, página 93.

El rescate, Óscar Barbery Suárez

martes, 14 de abril de 2009

EL RESCATE

En su funeral la gente murmuraba que sólo al delincuente Ramiro Osinaga Bermúdez se le podía ocurrir, enfermo de muerte, el secuestro de la Virgen de Cotoca para pedirle a Dios, como rescate, un milagro.

Óscar Barbery Suárez

Amanecer, Julio Llamazares

domingo, 12 de abril de 2009


AMANECER
(OVIEDO)

El tren se ha detenido en la estación de una ciudad cualquiera.

Tras los amorfos sueños grises de cemento, hay un amanecer metálico y lechoso. Huele a café y a corazón de lluvia.

Una mujer vende tabaco y periódicos del día con la tinta fresca aún.

Voces. Rumor de pasos urgentes.

En los andenes, montones de viajeros y maletas.

Unos obreros suben al último vagón enormes fardos de aburrimiento.

A lo lejos, un hombre pasa silbando una canción con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta.

Cuando el tren se va por fin, su silbido queda clavado en el corazón de la ciudad como un cuchillo.




Julio Llamazares, Versos y ortigas (Poesía 1973-2008), Hiperión, Madrid, 2009, p. 17.

La voz tras el cristal de color ámbar, Felipe Benítez Reyes


LA VOZ TRAS EL CRISTAL DE COLOR ÁMBAR

Cuando le diagnosticaron la enfermedad, decidí cerrar el negocio para poder cuidarla durante el tiempo que le quedase, pues, aunque el tiempo sea para todo el mundo una cuenta atrás, esa cuenta suya era ya muy breve, según el especialista.

Por las noches, le leía yo novelas protagonizadas por faraones embrujados del Egipto o por emperadores lascivos y altaneros de la Roma imperial. Le cogimos afición a eso, y era como desviarla un poco no del camino de la muerte, pero sí al menos del pensamiento de la muerte.

A veces, cuando la medicación le provocaba debilidad en el entendimiento y le fijaba los ojos en un punto inconcreto del vacío, le leía alguna de esas revistas que suelen entrevistar a princesas y a banqueros que están a bordo de un yate blanco o subidos a un caballo también blanco, siempre junto a mujeres tan guapas que parecen sacadas de un sueño de ilusiones dolorosas. Aquello de lo que se hablaba en esas revistas es posible que fuesen banalidades, no soy yo quién para juzgarlo, pero reconozco que nos gustaba leerlas, porque suponía la comprobación de lo mucho que nos habíamos perdido de la vida y del mundo, pero también la certeza de que todo eso que nos habíamos perdido no nos importaba lo suficiente como para convertirnos en personas rencorosas.

Nuestro piso es amplio, pero siempre ha sido caluroso a la vez que umbrío, porque tiene pequeñas las ventanas, y a ella no le venía bien el aire acondicionado, así que, durante buena parte de julio y todo agosto, salíamos por la noche a la terraza y nos sentábamos allí durante un par de horas para respirar el aire limpio de la ciudad casi vacía y también para enfriarnos un poco los pulmones, que se debilitan por el exceso de calor, y allí le leía las novelas de fantasías impensables, o las revistas.

Al principio no nos dimos cuenta.

No hacía ningún ruido. No tosía. No fumaba. Nada delataba su presencia intrusa y nada nos hacía sospechar que estuviese allí, en la terraza contigua, oyendo lo que yo leía para ella. Pero estaba, y podía llevar allí mucho tiempo sin que lo hubiésemos notado.

Lo descubrí por casualidad, que suele ser el modo en que las cosas se descubren tanto en las ciencias de veras importantes como en las situaciones sin importancia ni relieve.

El caso es que pusieron farolas nuevas en la calle, y el resplandor de una de ellas delató a contraluz, recortada en el cristal esmerilado de color ámbar que separa nuestros tramos de terraza, la silueta del intruso.

Ella se sobresaltó cuando le señalé aquella sombra, pero me llevé el dedo a los labios con prontitud, antes de que dijera algo ofensivo o inconveniente, pues los medicamentos estaban alterándole su carácter natural y yo mismo tenía que obligarla a veces a que se tomara una dosis doble de neurolépticos para que volviera si no a su ser, sí al menos a su limbo.

No podíamos dejar de salir a la terraza por las noches, a pesar de la presencia del intruso, porque fue mucho el calor que trajo aquel agosto. Los pulmones se le calentaban de manera alarmante durante el día, y el médico me había encomendado la tarea de enfriárselos lo más posible con estancias prolongadas al aire libre. Así que seguimos saliendo a la terraza para leerle lo que aquel día aconsejase su estado: las fantasías de los libros o las fábulas sociales de las revistas. Lo único que podía hacer era rebajar el volumen de mi voz cuando veía la silueta del intruso recortada en el cristal de color ámbar. Yo leía para ella, no para él, pero él tenía derecho a estar allí, y nadie puede obligar a nadie a renunciar a sus derechos.

Noche tras noche, sin saber que veíamos su silueta, se sentaba él a escuchar mi lectura en voz alta. Nunca tosía. Nunca arrastraba siquiera una silla. Pero yo bajaba el volumen de voz, hasta hacerla tal vez un poco espectral y poco alegre, y luego me notaba irritada la garganta, y notaba también que ella no siempre se reía al llegar a un pasaje cómico, no sé si porque no me oía bien o por estar padeciendo en ese preciso instante un presentimiento pasajero de muerte.

Septiembre vino también cálido, de modo que continuamos saliendo durante casi todo ese mes a la terraza, aunque ya un poco más temprano y con algo más de abrigo, y allí seguía el intruso.

Octubre vino por el contrario muy cambiante, y ella no podía exponerse a esas oscilaciones brusquísimas, así que dejamos de salir por las noches a la terraza y pude recuperar el volumen natural de mi voz al leerle las fantasías.

Luego vino noviembre, que es un mes de malos presagios, pero que nosotros sorteamos con éxito, y luego diciembre, que se la llevó, porque se trata de un mes al que sobreviven muy pocos enfermos, tal vez por el frío en sí o tal vez por la melancolía que promueve el frío en los enfermos, que suelen confundir el frío con la muerte y se vienen entonces abajo, según dicen algunos.

Abrí de nuevo la heladería, a pesar del frío, porque la gente ya ha perdido el miedo a los helados durante el invierno: sólo hay que dejarlos un rato a temperatura ambiente para que desaparezca no el helor que les da carácter, sino la violencia de ese helor. Basta con eso.

Volver a casa ya no era lo mismo y lo hacía siempre a horas irregulares, aunque por lo común tardías, pues siempre les viene bien el pasear a los viudos y a los ociosos, que de ese modo dan tregua al pensamiento.

Una noche de tantas, me crucé con un vecino en la puerta del bloque. Él sabía quién era yo, pero yo no sabía que se trataba del intruso, aunque no tardé en saberlo: «Vivo en el primero B», me dijo. «Yo en el primero A». Y ahí comenzó todo.

Cuando, en nuestro segundo encuentro, me invitó a cenar en su casa, no supe qué decir, de modo que opté por la solución que me ocasionaba menos conflictos en ese instante: aceptar su invitación con agradecimiento.

Y cené en su casa.

Él insistió en que no me moviera, en que me quedara sentado sin preocuparme de nada, porque era su invitado. De modo que fue sirviéndome unos platos que me supieron bien, y también me sirvió el vino, que era algo bronco pero bueno. A los postres, me anunció que la tarta de arándanos y queso la había hecho para mí, y me obligó luego a llevarme lo mucho de esa tarta que sobró, alegando con insistencia que la había hecho especialmente para mí y que la tarta era mía.

De él me extrañaba todo, pero me extrañaba especialmente el hecho de que, a pesar de su edad, no tosiera. «Será de pulmones fríos», pensé, porque yo sé lo que es tener unos pulmones de naturaleza cálida, y sé lo que es toser a causa del calentamiento de los pulmones, cuando sientes en ellos una especie de magma. «¿No tose usted?», y él negó sonriente con la cabeza.

Al día siguiente, me invitó de nuevo a cenar. Y cenamos muy bien. Y él se encargó de servir y de recoger los platos.

Al día siguiente me dijo que le gustaría pasear conmigo. Y paseamos juntos, y me pedía que le hablara: «Me gusta mucho su voz. Me va a tomar usted por un exagerado, pero podría pasarme la vida entera oyéndole hablar...».

A veces se venía a pasar la mañana o la tarde a la heladería, y allí se sentaba, y me pedía que le hablase. De cualquier cosa: «Me gusta oír su voz, sencillamente».

Noté que se echaba mucha colonia cuando me invitaba a cenar por ahí. Noté también que sabía de muchas cosas, aunque nunca supe de qué clase de cosas se trataba, porque él se empeñaba en que hablase yo: mi voz le gustaba mucho, según no se cansaba de repetir cuando le pedía que hablase un poco con él.

Acabé entrando con frecuencia en su piso y él en el mío. Me dijo que despidiese a la limpiadora, que no la necesitaría mientras él tuviese un poco de salud, y me negué a aquello, pero él insistió, de modo que despedí a la limpiadora, y un par de veces por semana me limpiaba él el piso, y me iba cambiando con buen gusto las cosas de lugar, porque tenía la magia de dar realce a los objetos con sólo modificar su posición o su combinación, y llenaba todo de flores y quincalla.

«¿Nunca ha pensado usted en vivir con alguien?», me preguntó un día, y aquella pregunta me cogió por sorpresa, porque la verdad es que nunca me la había hecho a mí mismo desde que murió mi mujer, quizá porque la respuesta negativa se anticipaba a la pregunta. «Creo que podría estar siempre a su lado, oyendo su voz. Porque no sé si le he dicho que tiene usted una voz preciosa. Y lee con mucha amabilidad.»

Un día me sentí obligado a confesarle que le veía a través del cristal de color ámbar cuando salía a la terraza con mi difunta mujer a leerle novelas o revistas. También creí necesario confesarle que bajaba el volumen de voz no tanto para que él no me oyese como porque me intimidaba su presencia. «Sus susurros también me parecían muy hermosos. Un hombre que sabe susurrar oculta muchas cosas en su corazón, y a los demás nos interesa descubrir cuáles son esas cosas», me dijo.

Él me había dado confianza, pero yo le había cogido miedo, porque no lograba entender la razón de aquella confianza que me daba. Le dije: «Usted está confundido con respecto a mí. No me gustan las fantasías de los libros. Yo sólo estaba dando alivio a una enferma. No tengo nada especial dentro de mi corazón, y mi voz es como la de cualquiera». Él me sonrió. «Ya sabe dónde estoy. Le estaré esperando», me dijo. Cogió del jarrón azul que me regaló por mi cumpleaños uno de los claveles blancos que él mismo me había llevado esa mañana —el tallo mojado goteó sobre su zapato derecho— y se fue.

Hace mucho calor, aunque aún falta para que llegue agosto. Cada noche salgo a la terraza y allí está él, sin fumar, sin moverse y sin toser. Mirándome a través del cristal de color ámbar. Mirándole yo. Frente a frente. Sin ninguno entender lo que nos ocurre.



Felipe Benítez Reyes, Oficios estelares, Destino, Barcelona, 2009, pp. 237-243.

El corazón del bosque, Josep Maria Rodríguez

viernes, 10 de abril de 2009


EL CORAZÓN DEL BOSQUE

Tras la tormenta,
el arroyo enfangado
_______________fluye
_____________________pesadamente,
como una babosa.

Lo que queda de día
reluce en un pedazo de metal.

Es una lata roja, de refresco,
que bien parece el corazón del bosque.

Cierro los ojos y oigo su latir:
Arritmia de las gotas al caer de los árboles.

El aire huele a hinojo
_________________y hace frío.
La realidad se escapa a la mirada:
Aunque me esfuerce,
__________________siempre está incompleta.


Igual que la sonrisa
de una boca sin dientes.




Josep M. Rodríguez, Raíz, Visor, Madrid, 2008, página 10.

Que no llevan a Roma, Joaquín Sabina

martes, 7 de abril de 2009


QUE NO LLEVAN A ROMA

La Habana, Londres, Fez, Venecia, Lorca,
Nápoles, Buenos Aires, Sinaloa,
Guanajuato, Madrid, Gijón, Menorca,
Ronda, Donosti, Marrakesh, Lisboa,

Cádiz, Granada, Córdoba, Sevilla,
Úbeda, Vigo, Tánger, Zaragoza,
Cartagena, Vetusta, Melipilla,
Montevideo, Cáceres, Mendoza,

Macondo, Esparta, Nínive, Comala,
Praga, Valparaíso, Guatemala,
Samarcanda, Bagdad, Lima, Sodoma,

Liverpool, Tenerife, Petersburgo,
Nueva Orleans, Atenas, Edimburgo,
cien caminos que no llevan a Roma.



Joaquín Sabina, Ciento volando de catorce, Visor, Madrid, 2003, p. 88.

Doble o nada, Benjamín Prado

domingo, 5 de abril de 2009


DOBLE O NADA

Un hombre que se ríe es una fuente;
el que mira la lluvia
cae muy despacio encima de sí mismo.
La sombra de los árboles
pertenece a la olas.
El sabor del aceite se escucha en los mercados.

Eso es cierto.

También es verdad que hay palabras
que suenan, a lo lejos,
como el mar
que abandona en la playa los restos de la luna;
palabras construidas
con la luz de los bosques,
el metal del que está hecho el ruido de los trenes.

Eso es cierto.
______________Y también: En los motores fríos
agoniza el león blanco de la mañana.

El olor de una rosa sube de las bodegas.
Del corazón del muerto escapan las palomas.

Todo es verdad.
______________Un río es del tamaño
del hombre que se aleja de ese río.
La mujer es azul cuando ve las montañas.
El que pisa la nieve, camina sobre el cielo.

Todo es cierto. Tú dices:
____________________Las campanas
convierten la ciudad en un barco perdido.

Y yo sé que eso es cierto.
_____________________Abro los ojos
y tú ves un jardín;
miro la noche
y para ti estos versos
son esa noche.

Tú sabes que es verdad. Tú has venido a decirme:
O lo aceptamos todo o es que todo es mentira.



Benjamín Prado, Ecuador (Poesía 1986-2001), Hiperión, Madrid, 2002, pp. 11-12.