Unha muller e un home no camiño, Séchu Sende

viernes, 30 de abril de 2010
UNHA MULLER E UN HOME NO CAMIÑO

Exterior, día. Nun camiño, no campo, unha muller entra pola esquerda e un home, pola dereita. Crúzanse.

—Bon día.
—Bon día.

Pasan, dubidan, detéñense. Ela ofrece un sorriso.

—Queres un pouco de auga?
—Umm.
—Bonito día.
—Ahá. Precioso.
—Onde vas?
—Non, eu veño...
—E de onde vés?
—Veño dun país no que nunca estiven.
—Como?
—É difícil de explicar... Deixo atrás un país no que nunca vivín. Abandono un país que nunca pisei.
—Aaaah...
—...
—E non o estrañas?
—Non, porque non cheguei a coñecelo.
—Claro. E levas moito tempo camiñando?
—Uf, no sei moi ben, depende. Ás veces parece que levo séculos; outras semella que acabo de pórme a andar. E ti de onde vés?
—Eu volvo.
—Volves?
—Si, regreso á terra que nunca deixei.
—Vaia... E fáltache moito para chegar?
—Nada, xa estou.
—Claro.
—E a ti?
—A min, que?
—Canto camiño che falta?
—(Encolle os ombros).
—Claro, ti marchas dun país no que nunca estiveches.
—Claro, non o coñezo...
—Teño aquí algo de xantar, queres?
—Umm.
—E como é iso de volver ao país no que xa estás?
—É como velo todo por vez primeira. Mira aquela montaña, é como se acabase de descubrila, como se nunca a vise antes, como se regresase dunha viaxe moi moi longa e iso que eu vivo aquí desde sempre. A miña emoción é inmensa, como se estivese descubrindo algo inesperado e, con todo, estou volvendo á miña casa. Este é o meu país, nunca lle dixen adeus, nunca marchei en barco polo mar adiante. Sempre vivín aquí. E agora regreso.
—Eu, como abandono un país no que nunca estiven, non teño moitas cousas que contar.
—...
—...
—En fin...
—Ummm (Suspiro).
—Ummm, veña, adeus e moita sorte.
—Veña logo, sorte.

Danse un beixo e vanse.



Séchu Sende, Made in Galiza, Galaxia, Vigo, 2009 (2007), páginas 71-73.

Elogio de la apertura, Raúl Rivero

jueves, 29 de abril de 2010
ELOGIO DE LA APERTURA

Cerrar una puerta no es un acto inocente.

Hay mucha maldad en esa coreografía
Que termina cuando uno da la espalda
A un universo desconocido que niega y abandona.

Cerrar las puertas es siempre un episodio bárbaro.

Es una porfiada necedad
Y un certificado de pavor
Que usamos para dormir en paz.

Cerrar puertas es una profesión
Una especialidad
Un crimen que cometemos todos los días
En nombre del temor.

El pecado es mayor si se ponen cerrojos
Sillas, argollas, barras, seguros y cadenas
Porque ya no habrá brisas, gatos, niños, fantasmas
Que resguarden la soledad.

Ante la tentación del gesto teatral de dar un portazo
Recuerda que los peligros están adentro.
Los tumores, el ladrón, el asesino, la pasión
La locura y la muerte.

Deja esa puerta así.


Raúl Rivero, Recuerdos olvidados, Hiperión, Madrid, 2003, página 36.

Runaway, The National

miércoles, 28 de abril de 2010


FUGITIVO

No hay nada rescatable
ahora que estamos bebiendo la luz del sol.
No hay nada rescatable
en cómo nos tragamos el sol.

Pero no seré un fugitivo
porque no voy a correr.
No, no seré un fugitivo.
¿Qué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos de nuevo algo deshecho
y se está adueñando de nosotros.

No sangramos sin luchar.
Ve adelante, ve adelante,
lanza tus brazos al aire esta noche.
No sangramos sin luchar.
ve adelante, ve adelante,
pierde tus camisas en el fuego esta noche.
¿Qué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos otra cosa deshecha.

Pero no seré un fugitivo
porque no voy a correr.
No, no seré un fugitivo
porque no voy a correr.
No, no seré un fugitivo.
¿Qué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos de nuevo algo deshecho
y se está adueñando de nosotros.

No sangramos sin luchar.
Ve adelante, ve adelante,
lanza tus brazos al aire esta noche
No sangramos sin luchar.
Ve adelante, ve adelante,
pierde tus camisas en el fuego esta noche.
¿Qué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos de nuevo algo deshecho.
Logramos de nuevo algo deshecho
y está durando una eternidad.

Iré afrontando todo
contigo, tragando la luz del sol.
Iré afrontando todo
a través de la luz del sol.

Pero no seré un fugitivo
porque no voy a correr.
No, no seré un fugitivo
porque no voy a correr.
No, no seré un fugitivo.
¿Qué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos de nuevo algo deshecho
y se está adueñando de nosotros.

No sangramos sin luchar.
Ve adelante, ve adelante,
lanza tus brazos al aire esta noche.
No sangramos cuando no luchamos.
Ve adelante, ve adelante,
pierde tus camisas en el fuego esta noche.
¿Qqué te hace pensar que estoy disfrutando
al ser guiado hacia el diluvio?
Logramos de nuevo algo deshecho.
Logramos de nuevo algo deshecho,
y se está adueñando de nosotros,
y está durando una eternidad.



Runaway, canción del nuevo disco de The National, High Violet (2010).

Monos de Tortuguero, Juan Bonilla

lunes, 26 de abril de 2010
MONOS DE TORTUGUERO

Se pasan todo el día bajo el arbusto negro
—creyendo que de él fluye la vida—.
Mascan hojas alucinógenas
que les llenan la mente de amigos invisibles,
fiestas interminables, túneles de colores, globos
que se alzan hasta estrellas
que ignoran los astrónomos más doctos.
Cada uno anda perdido, dedicado a encontrarse
en esos laberintos que se inventan
sintiéndose inmortales, lejos del pobre yo,
de los cuerpos peludos que aparecen
cuando al agua se asoman, impostores.

Por la noche todo es algarabía,
pelean, se persiguen, juegan, saltan,
recién llegados todos de sus mundos,
hasta que la fatiga los arropa
y caen al sueño al fin rendidos.
Cuando durante el día,
están en la labor
de inventarse sus mundos,
sólo despiertan si una barca de turistas
se acerca disparando flashes.
Entonces abandonan sus ensueños y hacen piña
y defiende el territorio del arbusto sacro
del que fluye la vida.

Su método infalible consiste en lo siguiente:
Defecan abundantemente y luego
lanzan como hediondos proyectiles
los excrementos, tan reales,
contra los fascinados turistas, que de vuelta a casa
enseñarán la foto
de un simio muy borracho que les tiró una piedra
de mierda para defender
el palacio invisible de sus sueños.





Juan Bonilla, Cháchara, Renacimiento, Sevilla, 2010, pp. 37-38.

Borges en el infierno, José Eduardo Agualusa

viernes, 23 de abril de 2010
BORGES EN EL INFIERNO

Jorge Luis Borges supo que había muerto cuando, después de cerrar los ojos para escuchar mejor el lejano rumor de la noche creciendo sobre Ginebra, recuperó la vista. Distinguió primero una luz roja, intensísima, y comprendió que era el fulgor del sol filtrado por sus párpados. Abrió los ojos, inclinó el rostro, y vio una hilera de densas sombras verdes. Estaba tumbado de espaldas en una plantación. Aquello lo malhumoró. ¿Plataneras? Él siempre había imaginado el paraíso como una enorme biblioteca: una sucesión interminable de pasillos, escaleras y otros pasillos, todavía más escaleras y nuevos pasillos, y todos con libros apilados hasta el techo.

Se levantó. Se irguió con dificultad, sintiéndose incómodo dentro de su cuerpo súbitamente rejuvenecido (la reencarnación nos devuelve a la juventud, de la que Borges no se acordaba). Vagó entre las plataneras. Le parecía improbable encontrar allí a alguien conocido, o sea, alguien de quien hubiera leído algo. O alguien sobre quien hubiese leído algo. En ese caso se trataría de alguien un poco menos conocido, o un poco menos alguien, o ambas cosas.

La plantación se prolongaba por toda la eternidad. Una duda comenzó a atormentarlo: tal vez estuviera, después de todo, no en el paraíso, sino en el infierno. Mirara para donde mirara sólo divisaba largas hojas verdes, pesados racimos amarillos, y sobre ese idéntico paisaje un cielo inmensamente azul. Borges lamentaba la ausencia de libros. Si allí al menos hubiera tigres —tigres metafóricos, claro, con un alfabeto secreto grabado en las manchas del dorso—, si hubiera en algún lugar un laberinto, o una esquina de color rosa (le bastaba con la esquina), pero no: sólo divisaba plataneras, plataneras, todavía más plataneras. Plataneras hasta el infinito.

Recorrió sin cansancio, pero con creciente hastío, la interminable plantación. Era como si anduviera en círculos. Era como si no anduviera. Añoraba la ceguera. Ciego, lo que no veía tenía más colores que todo aquello —además del misterio, claro. ¿Cómo es que un hombre muere en Suiza y resucita para la vida eterna entre plataneras?

A Borges no le gustaba América Latina. Argentina, como se sabe, es un país europeo (o casi), que por desgracia hace frontera con Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay. Para Borges, aquello casi siempre fue una espina clavada en el fondo de su alma. Eso es la vecindad. A los indios aun los toleraba. Habían abastecido de buenos motivos la literatura y además estaban muertos. Lo peor eran los negros y los mestizos, gente capaz de transformar el gran drama de la vida —¡la vida, Dios mío!— en una fiesta ruidosa. Borges se sentía europeo. Le gustaba el poderoso silencio de las viejas catedrales.

Fue entonces cuando la vio. Frente a él una mujer fluctuaba, pálida y desnuda, sobre las plataneras. La mujer dormía, con el rostro encarado al sol y las manos posadas sobre sus senos, y era bellísima, pero eso para Borges no tenía gran importancia (su especialidad siempre habían sido los tigres). Horrorizado comprendió el equívoco. Dios lo había confundido con otro escritor latino-americano. Aquel paraíso había sido construido, solamente podía haber sido construido, pensando en Gabriel García Márquez.

Jorge Luis Borges se sentó sobre la tierra húmeda. Estiró el brazo, cogió un plátano, lo peló y se lo comió. Pensó en Gabriel García Márquez y volvió a experimentar el intolerable tormento de la envidia. Un día el escritor colombiano cerrará los ojos, para escuchar mejor el rumor lejano de la noche, y cuando los vuelva a abrir estará tumbado de espaldas sobre el enlosado frío de una biblioteca. Caminará por los pasillos, subirá escaleras, atravesará otros pasillos, todavía más escaleras y nuevos pasillos, y en todos ellos encontrará libros, millares, millones de libros. Un laberinto infinito, forrado de estantes hasta el techo, y en esos estantes todos los libros escritos y por escribir, todas las combinaciones posibles de palabras en todas las lenguas de los hombres.

Jorge Luis Borges peló otro plátano y en ese momento una sonrisa —o algo parecido a una sonrisa— iluminó su rostro. Comenzaba a adivinar en aquel equívoco cruel un inesperado sentido: de ser cierto que el paraíso del otro era ahora su infierno, entonces el paraíso suyo habría de ser, ciertamente, el infierno del otro.

Borges acabó de pelar el plátano y lo comió. Estaba bueno. Era un buen infierno, aquél.


José Eduardo Agualusa


Relato original en portugués:
http://asenhoradasespeciarias.blogspot.com/2009/08/borges-no-inferno-jose-eduardo-agualusa.html

Frases del walterismo (y II), Felipe Benítez Reyes

miércoles, 21 de abril de 2010
—Con algunos tramos de nuestra vida pasa igual que con los efectos especiales de las películas anteriores a la Era Informática: un edificio se derrumba o un barco se estremece en medio de la tempestad y se nota perfectamente que se trata de una maqueta. (...) Con algunos tramos de la vida (...) pasa igual: todo parece falso. Un decorado. Unos efectos especiales ideados por un electricista chapucero.

—Los caminos se te ponen a la vista y tú eliges éste o el otro para llegar a la Nada, que es el único sitio al que llevan los caminos que uno elige en la vida.

—La vida... (...) Ese gran microcosmos que miramos con microscopio cuando se trata de nuestro sagrado microcosmos personal y que, en cambio, observamos con telescopio cuando se trata del microcosmos errabundo de los otros, esos flotantes y esforzados asteroides que giran alrededor de nuestra órbita suplicando un poco de existencia real en nuestro pensamiento.

—El pasado es como un perro atropellado en la carretera. Y ese perro eres tú.

—El mundo es como una gran coctelería, con millones de barmen ciegos que experimentan en una tiniebla cosmogónica.

—La memoria ofrece hospedaje de inmediato al horror, a la ridiculez y a la vergüenza.

—El instinto se equivoca a veces. Y a veces el destino se equivoca. Si no se equivocaran, ya no serían ni instinto ni destino: serían las ciencias más macabras del mundo, porque nuestra vida se convertiría en un guión que tendríamos aprendido de antemano: pequeños hamlets con almas mecánicas, diseñados por la empresa multinacional del Hado, camino del Hades o del País de las Hadas, según el caso.

—Todo en la Naturaleza es equilibrio, y no por ninguna clase de ideal estético, sino por la cuenta que a la propia Naturaleza le trae.

—El pelo se te cae. Los glaciares se derriten. Las selvas amazónicas se convierten en desiertos. La tierra es una incesante máquina de destrucción, una compulsiva alopecia general.

—Hay días (...) en que le pegarías fuego a tu propia alma por el simple gusto de destruir algo.

—El alcohol es milagroso: armoniza las desgracias. Arrastras tres o cuatro desgracias, te empapas de alcohol (...) y las tres o cuatro desgracias se convierten en una sola desgracia, en una Desgracia abstracta e inconcreta.

—Cualquier sitio es maravilloso si el sitio en el que estás se convierte en un infierno y comienzas a temer que ese infierno acabe gustándote porque te sientes importante dentro de él.

—El alma humana es como las alcantarillas: no hace falta bajar a una alcantarilla para saber que allí hay ratas.

—La gente se queda inmóvil cuando teme que el mundo se mueva más de la cuenta. Te dan una mala noticia y te quedas paralizado porque el instinto te dice que la realidad sólo adquiere rango de realidad cuando las cosas están en movimiento.

—Te ausentas durante unos días y comienzan a ocurrir cosas que te afectan, porque parece que las cosas están esperando a que tú te quites de en medio para suceder, como si les estorbaras.

—La llegada de la tragedia es tan natural y simple como esa manzana madura que, durante una fracción de segundo, cuelga del árbol por apenas un filamento que no soportaría ni siquiera el peso de una hormiga recién nacida. Y cae.

—Las ciudades tienen el sonido eléctrico de soledades de polo distinto. Soledades que no pueden unirse, porque provocarían un cortocircuito espectacular. (..) El mundo entero va a morirse un día de puta soledad reconcentrada.

—La realidad suele ser un chiste fácil: el jajajá del dios Disléxico.

—La realidad es un espejismo perfecto pero irreal. Tan perfecto, que a veces puede destrozarte la vida. Tan irreal, que hasta parece la pesadilla de un dios drogado hasta las cejas.

—Cuando te pones a recordar, es como si te comieras un ácido: el pasado forma de inmediato en tu cerebro esas olas de alucinación que rompen a millares en la orilla reseca de la memoria —esa playa llena de restos podridos del maderamen de los barcos bucaneros en que surcó los mares el Amor, con su parche en el ojo; el Dolor, con su garfio brillante; la Melancolía, con su pata de palo...

—Los negocios basados en el miedo de la gente casi siempre resultan rentables: la medicina, la mafia, el nazismo o el matrimonio, sin ir más lejos.

—Cualquier vida, vista desde fuera, no es más que la tragicomedia incoherente de un tipo que nace, que duerme en los lechos de la enfermedad y del amor, que recorre los largos pasillos del insomnio y que intenta sostener entre sus dedos temblorosos la estrella fragilísima de la felicidad —siempre a punto de desmoronarse y de caer como un confeti patético a los abismos de la desventura.

—¿Por qué nos pudre el tiempo, como si fuésemos manzanas?



Felipe Benítez Reyes, El novio del mundo, Tusquets, Barcelona, 2008 (1998).

No volverás a ser joven (ni falta que te hace), Juan Bonilla

NO VOLVERÁS A SER JOVEN (NI FALTA QUE TE HACE)

Imitraición de Gil de Biedma


Que la vida no va en serio
lo empezamos a comprender muy pronto.
Como todos los jóvenes vinimos
fundamentalmente a hacer el tonto.

Ni dejar huella ni
domar el lento potro
del miedo a envejecer, morir. Morirse
una fea costumbre de los otros.

Pero ha pasado el tiempo
y no nos divertimos en la feria
del mundo. Sólo aprendimos esto:
que la vida no es seria.

De todos los que pudimos ser
en el espejo no nos queda nadie.
Eso es envejecer:
cualquier futuro ya nos viene grande.




Juan Bonilla, Cháchara, Renacimiento, Sevilla, 2010, página 49.

Contramarcha, Sergi Gros

miércoles, 14 de abril de 2010
CONTRAMARCHA

No nos demos prisa:
dentro de muy poco
todos los caminos
serán de retorno.

Nuestros pies heridos
seguirán heridos.
Volverán las piedras.



Sergi Gros, Las rendiciones, Huacanamo, Barcelona, 2009, página 20.

Frases del walterismo (I), Felipe Benítez Reyes

martes, 13 de abril de 2010
Mi nombre es Walter Arias.

(...)

Así es como se manifiesta mi pensamiento, a cuyo fluir denominaré a partir de este instante walterismo. «¿Y en qué consiste ese repentino movimiento filosófico?», se preguntarán ustedes, carcomidos sin duda por ese pavor que les produce en sus pequeños espíritus la aparición de cualquier novedad de alcance cósmico, por corto que ese alcance sea. Pues bien, para ir familiarizándose con el concepto de walterismo, les propongo que repitan al menos cinco veces el siguiente ejercicio mental: imaginen un bosque psicológico lleno de hadas metafísicas de hermosas y largas piernas y lleno a la vez de repugnantes monstruos que vomitan estupores —si me permiten el patetismo— conocidos por los nombres de Miedo, Vergüenza, Rencor o Suspicacia —y completen la lista con cualquier sentimiento manchado con la sangre de un ángel recién nacido al que nos vimos obligados a sacrificar porque tenía las alas deformes.

**************


—Hay días, desde luego, en que si uno inventara un perfume le pondría de nombre Náusea.

—Todo depende del azar, ese cubilete de dados que agita un simio epiléptico.

—Lo frágil que es el mundo: un par de cristales lo deforma.

—El mal humor es una química macarra que nos convierte en un monstruo con el corazón en carne viva.

—La memoria, esa gran dama que es capaz de olvidar hasta su nombre.

—La realidad es una herida profunda e infectada, y los payasos resultan demasiado patéticos cuando resbalan en un charco de sangre.

—La sexualidad no es otra cosa que ese encuentro frontal de al menos dos errabundos fantasmas en un viejo castillo cuyos laberintos apenas intuyó Sigmund Freud: el Alma, esa ensalada de sueños, de frustraciones, de miedos y de titubeantes aspiraciones.

—Si conoces a alguien que sostiene medias teorías, rómpele su socrática nariz de patata de un derechazo aristotélico.

—Los sueños —esa especie de noveluchas escritas por una salamandra—.

—El éxito se basa más en el afán que en el azar.

—El mundo es un carnaval de veras extrañísimo en el que todas las máscaras tienen un casi imperceptible rictus de dolor y de vergüenza.

—La vida tiene dos grandes trechos: un trecho en que uno siente nostalgia del futuro y otro trecho en que uno siente nostalgia del pasado.

—La memoria: esa bolita de ruleta que se detiene en la casilla más imprevista: el 7, el 28...

—Un adulto apenas tiene sueños: ya ha entrado en el club de los arquitectos de pesadillas.

—El miedo es algo así como un alfiler clavado en una uña que se rompe dentro de la uña

—Cuando comienzas a odiar a tus héroes, mal asunto: algo se te está pudriendo por dentro.

—El peligro no es que flote en el aire: es que el peligro es un aire que no para de soplar. Con complejo de tornado.

—Incluso la mentira desenmascarada te da más prestigio que la verdad irrefutable. (Si lo aprendes pronto, te irá bien en el fraudulento y freudiano negocio de la vida.)



Felipe Benítez Reyes, El novio del mundo, Tusquets, Barcelona, 2008 (1998).

[Nevará dentro de unos días...], Philippe Delerm

domingo, 11 de abril de 2010
Nevará dentro de unos días.
Me acuerdo del año pasado,
me acuerdo de mi tristeza junto al fuego.
Si me hubieran preguntado «¿qué es?»,
habría dicho: «Dejadme en paz,
no es nada».

El señor Spitzweg recuerda este poema de Francis Jammes. Estaba en segundo de bachillerato. El profesor había hablado de torpeza voluntaria y luego se puso a explicar el texto. Arnold [Spitzweg] no entendía. Se había quedado meditando sobre ese primer verso extraño. «Nevará dentro de unos días».

Arnold siempre esparaba la nieve. Significaba tantos paseos en trineo con Hélène Necker por las callejas de Kinzheim. A veces se contentaban con deslizarse en una bandeja de aperitivo, cuando el zapatero Apfelbaum le había prestado ya a alguien su pequeño trineo. Por supuesto, uno podía esperar la nieve. Pero ¿preverla? «Nevará dentro de unos días». Era algo casi absurdo oír de pronto esas palabras en el calor-hastío de la clase de la tarde. Un poco mágico también. Luego tuvieron que aprenderse el poema. A Arnold le parece estar oyendo la voz de Hélène, ligera, como sorprendida por un misterio, la voz monocorde y hosca de Wolheber.

El acento alsaciano sube por la Rue Marcadet. Con la frente pegada al cristal, Arnold se pregunta por qué le volverá ese poema ahora, un día apacible de noviembre. El señor Spitzweg no espera ya nada. Nevará dentro de unos días.



Philippe Delerm, Llovió todo el domingo, Tusquets, Barcelona, 2000, pp. 119-120.

Salmones, Sergi Gros

viernes, 9 de abril de 2010
SALMONES

Los salmones viejos
mueren donde nacen.

Los hombres vagamos
derechos, desnudos.

Los días caminan
con patas de pájaro.



Sergi Gros, Las rendiciones, Huacanamo, Barcelona, 2009, página 53.

Ars adivinatoria, José Antonio Arcediano

martes, 6 de abril de 2010

ARS ADIVINATORIA

Saber que hay un abismo
lamiéndote las plantas de los pies,
que vives de prestado, en un impás del aire,
calmándote la sed con unas aguas
que no te pertenecen,
surgido de la estela de unos nombres
que un día u otro van a ser silencio
y te van a dejar abandonado,
a merced de otros tiempos, de otras voces
al fin desconocidas.
Saber que en el final hay un principio
y que el mundo trasciende tu mirada
no produce inquietud, ni desvarío,
tan solo la nostalgia anticipada
de lo que no será, de este momento
al que nunca podrás encadenarte.



José Antonio Arcediano, La verdad del frío, La Garúa Libros, Santa Coloma de Gramanet, 2009, página 24.

[El señor Spitzweg...], Philippe Delerm

sábado, 3 de abril de 2010
El señor Spitzweg no coge nunca el metro para ir a trabajar. Prefiere el autobús, o, si no, ir andando. Hay una buena caminata desde la Rue Marcadet hasta el distrito VI, pero le gusta andar, sobre todo a comienzos de primavera, o incluso esos luminosos días de invierno.

No, para él el metro no es un medio de locomoción. El señor Spitzweg coge el metro para empaparse de humanidad. Casi se ha convertido en una costumbre. Hay una hora muy especial en que el metro se torna humano. Un día, el señor Spitzweg se encontró por casualidad, entre Saint-Lazare y La Fourche, en ese frágil momento en que todo oscila, en que los asépticos vagones no acarrean a una arisca y apresurada multitud. Serían poco después de las ocho de la tarde. De pronto le encontró gusto a aquel extraño ambiente. Para convencerse de que no había soñado, al día siguiente volvió a coger la misma línea a la misma hora. Por segunda vez, se produjo el milagro. De modo que probó suerte de nuevo, a la misma hora en Sèvres-Babylone. Milagro confirmado. La línea no tenía nada que ver. Lo importante era el momento.

¿Cuál era la causa? El señor Spitzweg no es muy amigo de analizar, de entender. Prefiere mirar. Después de las ocho, viaja aún mucha gente en el metro. Pero los que salen de trabajar lo hacen tan tarde que ya ni les urge volver a casa. Hay en su manera de sentarse una especie de cansancio acogedor, de desencantada afabilidad. Entonces se acercan los marginados. Los borrachos y los que van por ahí rasgueando guitarras dejan de sentirse diferentes. Se entablan conversaciones entre el hombre-orquesta que ya no tiene fuerzas para tocar, el empleado de oficina que ya no tiene fuerzas para correr y el bebedor que ya no tiene nada que beber. Circulan menos trenes. La gente habla en los andenes. En una ocasión, el señor Spitzweg oyó:

—¡No, hombre, no, qué va a estar usted acabado! A su edad...

Desde las ocho y diez hasta las nueve menos cuarto, es ya el metro nocturno. Entre el estrés del día, la soledad de más tarde, entre las carreras de los marchosos y los lúgubres gritos de los errantes nocturnos, el anonimato pasa a ser vivo y cálido. La gente se atreve a veces a contar cosas que nunca ha contado a nadie. Hablan de todo, sobre todo de nada, de la vida y todo eso... Incluso cuando no hablan, se advierte esa manera de sentarse al lado, de quedarse de pie asidos a la barra. Separados pero juntos. El señor Spitzweg coge el metro nocturno para no ir a ninguna parte.




Philippe Delerm, Llovió todo el domingo, Tusquets, Barcelona, 2000, pp. 33-35.