[El señor Spitzweg...], Philippe Delerm

sábado, 3 de abril de 2010
El señor Spitzweg no coge nunca el metro para ir a trabajar. Prefiere el autobús, o, si no, ir andando. Hay una buena caminata desde la Rue Marcadet hasta el distrito VI, pero le gusta andar, sobre todo a comienzos de primavera, o incluso esos luminosos días de invierno.

No, para él el metro no es un medio de locomoción. El señor Spitzweg coge el metro para empaparse de humanidad. Casi se ha convertido en una costumbre. Hay una hora muy especial en que el metro se torna humano. Un día, el señor Spitzweg se encontró por casualidad, entre Saint-Lazare y La Fourche, en ese frágil momento en que todo oscila, en que los asépticos vagones no acarrean a una arisca y apresurada multitud. Serían poco después de las ocho de la tarde. De pronto le encontró gusto a aquel extraño ambiente. Para convencerse de que no había soñado, al día siguiente volvió a coger la misma línea a la misma hora. Por segunda vez, se produjo el milagro. De modo que probó suerte de nuevo, a la misma hora en Sèvres-Babylone. Milagro confirmado. La línea no tenía nada que ver. Lo importante era el momento.

¿Cuál era la causa? El señor Spitzweg no es muy amigo de analizar, de entender. Prefiere mirar. Después de las ocho, viaja aún mucha gente en el metro. Pero los que salen de trabajar lo hacen tan tarde que ya ni les urge volver a casa. Hay en su manera de sentarse una especie de cansancio acogedor, de desencantada afabilidad. Entonces se acercan los marginados. Los borrachos y los que van por ahí rasgueando guitarras dejan de sentirse diferentes. Se entablan conversaciones entre el hombre-orquesta que ya no tiene fuerzas para tocar, el empleado de oficina que ya no tiene fuerzas para correr y el bebedor que ya no tiene nada que beber. Circulan menos trenes. La gente habla en los andenes. En una ocasión, el señor Spitzweg oyó:

—¡No, hombre, no, qué va a estar usted acabado! A su edad...

Desde las ocho y diez hasta las nueve menos cuarto, es ya el metro nocturno. Entre el estrés del día, la soledad de más tarde, entre las carreras de los marchosos y los lúgubres gritos de los errantes nocturnos, el anonimato pasa a ser vivo y cálido. La gente se atreve a veces a contar cosas que nunca ha contado a nadie. Hablan de todo, sobre todo de nada, de la vida y todo eso... Incluso cuando no hablan, se advierte esa manera de sentarse al lado, de quedarse de pie asidos a la barra. Separados pero juntos. El señor Spitzweg coge el metro nocturno para no ir a ninguna parte.




Philippe Delerm, Llovió todo el domingo, Tusquets, Barcelona, 2000, pp. 33-35.

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