Rieles al atardecer, Edward Hopper
—Bruno,
ese tipo y todos los otros tipos de Camarillo estaban convencidos. ¿De
qué, quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos. De lo que
eran, supongo, de lo que valían, de su diploma. No, no es eso. Algunos
eran modestos y no se creían infalibles. Pero hasta el más modesto se
sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran
seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando
yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel,
tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que
todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse
un poco, callarse un poco para descubrir los agujeros. En la puerta, en
la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire:
todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a
sí mismo... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El
guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo
ya visto por otros, se imaginaban que estaban viendo. Y naturalmente no
podían ver los agujeros, y estaban muy seguros de sí mismos,
convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito psicoanálisis,
sus no fume y sus no beba... Ah, el día en que pude mandarme mudar,
subirme al tren, mirar por la ventanilla cómo todo se iba para atrás, se
hacía pedazos, no sé si has visto cómo el paisaje se va rompiendo
cuando lo miras alejarse...
Julio Cortázar, "El perseguidor", Las armas secretas, Cátedra, Madrid, Madrid, 2004.
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