Un compañero de trabajo llamado Tim me contó hace un año, después de cenar los dos en Burgos, la extraordinaria historia de cómo un día, viviendo aún en su Inglaterra natal, se había llevado de un hotel una Biblia como recuerdo, y de las consecuencias que eso tuvo en su vida. Hasta ese día, Tim, que —como yo— viaja mucho por motivos laborales, hospedándose en hoteles dos o tres noches cada semana, solía llevarse de las habitaciones el habitual souvenir: un champú, un cenicero (cuando los ponían), un calzador. Pero en cierta ocasión, después de una larga jornada en Winchester, llegó a su habitación fatigado, se tumbó en la cama con dolor de cabeza, quitó el sonido al televisor, y, al ir a apagar la lámpara de la mesilla, vio en la repisa un libro bastante voluminoso. En Gran Bretaña, me dijo Tim, es costumbre de ciertos hoteles tradicionales, sobre todo en provincias, ofrecer al viajero un ejemplar del libro sagrado como lectura, y no era desde luego la primera vez que veía una Biblia en sus desplazamientos por todo el país. Esa noche sin embargo, mi amigo, que creció protestante pero dejó de practicar la religión a los 18 años, sintió el deseo de hojear el libro de tapas negras y finísimo papel naturalmente biblia, deteniéndose sobre todo en las hermosas ilustraciones. Al cabo de un rato empezó a leer el Génesis, luego el Éxodo, también los libros de Ruth, Ester y Job, y a las ocho de la mañana del día siguiente, sin haber pegado ojo pero profundamente emocionado, mi amigo Tim salió del hotel con «su» Biblia (que se empeñó en pagar al recepcionista) y una fe religiosa que no ha dejado de afianzarse en él desde entonces.
Yo soy ateo (ni siquiera fui bautizado), y de los hoteles jamás me he llevado ni un peine, pero la noche de Burgos, antes de meterme en la cama, examiné la habitación: el mando a distancia del televisor, la lista de productos del minibar, la cartulina con los números de servicio del hotel. Nada más. Tardé mucho en dormirme.
Desde entonces, mi vida en los hoteles se ha visto muy alterada, y aunque no quería reconocérmelo a mí mismo, cada vez que me hospedaba en uno he buscado algo, no un catecismo ni nada por el estilo, sino más bien alguna señal dejada por un viajero anterior, un objeto inesperado o una pista que transformase mi aburrida existencia de soltero de 46 años sin familia, sin perro, sin Más Allá en el que creer. Anteanoche, en un tres estrellas de Alicante, quise anotar algo de la reunión de trabajo que había tenido por la tarde y tomé el lápiz y el pequeño bloc con membrete del hotel que había en la mesilla. La primera hoja estaba en blanco, pero debajo me pareció ver una sombra; en efecto, en la hoja siguiente alguien había escrito esto: «Mari Luz: 965266019. Llámame y no te arrepentirás.» Mi vida erótica es tan desangelada como el resto de mi vida, pero ese mensaje me excitó, y en vez de anotar nada llamé al número de teléfono. Me respondió una voz femenina muy dulce, muy prometedora, que, con un acento tal vez extranjero, me dijo que sí, que su casa estaba abierta para un hombre como yo. «¿Ahora mismo?» «Sí.»
Llegué en quince minutos al edificio de tres plantas, llamé al portero automático, me abrieron, subí andando al primer piso letra B, y antes de que pulsara el timbre se abrió la puerta. «¿Mari Luz?» «No, pero es aquí. Pasa.» La mujer era bellísima, rubia, claramente extranjera: sueca o rusa, pensé. La seguí por un pasillo hasta llegar al salón de la casa, donde ella se hizo a un lado y me animó a entrar. Un resplandor potentísimo me cegó, y tardé medio minuto en poder distinguir lo que había en el cuarto: dos hombres jóvenes impecablemente vestidos con traje oscuro y corbata, muy sonrientes, muy acogedores. «Bienvenido, hermano, a la casa de la luz. ¿Conoces las enseñanzas de la Biblia?»
Vicente Molina Foix, "En la mesilla", Con tal de no morir, Anagrama, Barcelona, 2009, páginas 101-103.
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