Borges en el infierno, José Eduardo Agualusa

viernes, 23 de abril de 2010
BORGES EN EL INFIERNO

Jorge Luis Borges supo que había muerto cuando, después de cerrar los ojos para escuchar mejor el lejano rumor de la noche creciendo sobre Ginebra, recuperó la vista. Distinguió primero una luz roja, intensísima, y comprendió que era el fulgor del sol filtrado por sus párpados. Abrió los ojos, inclinó el rostro, y vio una hilera de densas sombras verdes. Estaba tumbado de espaldas en una plantación. Aquello lo malhumoró. ¿Plataneras? Él siempre había imaginado el paraíso como una enorme biblioteca: una sucesión interminable de pasillos, escaleras y otros pasillos, todavía más escaleras y nuevos pasillos, y todos con libros apilados hasta el techo.

Se levantó. Se irguió con dificultad, sintiéndose incómodo dentro de su cuerpo súbitamente rejuvenecido (la reencarnación nos devuelve a la juventud, de la que Borges no se acordaba). Vagó entre las plataneras. Le parecía improbable encontrar allí a alguien conocido, o sea, alguien de quien hubiera leído algo. O alguien sobre quien hubiese leído algo. En ese caso se trataría de alguien un poco menos conocido, o un poco menos alguien, o ambas cosas.

La plantación se prolongaba por toda la eternidad. Una duda comenzó a atormentarlo: tal vez estuviera, después de todo, no en el paraíso, sino en el infierno. Mirara para donde mirara sólo divisaba largas hojas verdes, pesados racimos amarillos, y sobre ese idéntico paisaje un cielo inmensamente azul. Borges lamentaba la ausencia de libros. Si allí al menos hubiera tigres —tigres metafóricos, claro, con un alfabeto secreto grabado en las manchas del dorso—, si hubiera en algún lugar un laberinto, o una esquina de color rosa (le bastaba con la esquina), pero no: sólo divisaba plataneras, plataneras, todavía más plataneras. Plataneras hasta el infinito.

Recorrió sin cansancio, pero con creciente hastío, la interminable plantación. Era como si anduviera en círculos. Era como si no anduviera. Añoraba la ceguera. Ciego, lo que no veía tenía más colores que todo aquello —además del misterio, claro. ¿Cómo es que un hombre muere en Suiza y resucita para la vida eterna entre plataneras?

A Borges no le gustaba América Latina. Argentina, como se sabe, es un país europeo (o casi), que por desgracia hace frontera con Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay. Para Borges, aquello casi siempre fue una espina clavada en el fondo de su alma. Eso es la vecindad. A los indios aun los toleraba. Habían abastecido de buenos motivos la literatura y además estaban muertos. Lo peor eran los negros y los mestizos, gente capaz de transformar el gran drama de la vida —¡la vida, Dios mío!— en una fiesta ruidosa. Borges se sentía europeo. Le gustaba el poderoso silencio de las viejas catedrales.

Fue entonces cuando la vio. Frente a él una mujer fluctuaba, pálida y desnuda, sobre las plataneras. La mujer dormía, con el rostro encarado al sol y las manos posadas sobre sus senos, y era bellísima, pero eso para Borges no tenía gran importancia (su especialidad siempre habían sido los tigres). Horrorizado comprendió el equívoco. Dios lo había confundido con otro escritor latino-americano. Aquel paraíso había sido construido, solamente podía haber sido construido, pensando en Gabriel García Márquez.

Jorge Luis Borges se sentó sobre la tierra húmeda. Estiró el brazo, cogió un plátano, lo peló y se lo comió. Pensó en Gabriel García Márquez y volvió a experimentar el intolerable tormento de la envidia. Un día el escritor colombiano cerrará los ojos, para escuchar mejor el rumor lejano de la noche, y cuando los vuelva a abrir estará tumbado de espaldas sobre el enlosado frío de una biblioteca. Caminará por los pasillos, subirá escaleras, atravesará otros pasillos, todavía más escaleras y nuevos pasillos, y en todos ellos encontrará libros, millares, millones de libros. Un laberinto infinito, forrado de estantes hasta el techo, y en esos estantes todos los libros escritos y por escribir, todas las combinaciones posibles de palabras en todas las lenguas de los hombres.

Jorge Luis Borges peló otro plátano y en ese momento una sonrisa —o algo parecido a una sonrisa— iluminó su rostro. Comenzaba a adivinar en aquel equívoco cruel un inesperado sentido: de ser cierto que el paraíso del otro era ahora su infierno, entonces el paraíso suyo habría de ser, ciertamente, el infierno del otro.

Borges acabó de pelar el plátano y lo comió. Estaba bueno. Era un buen infierno, aquél.


José Eduardo Agualusa


Relato original en portugués:
http://asenhoradasespeciarias.blogspot.com/2009/08/borges-no-inferno-jose-eduardo-agualusa.html

2 comentarios:

FRC dijo...

Sin ánimo de ser antipático:

-foto apropiada,

-traducción mejorable.


¿A cómo me deja el kilo de plátanos?

Anónimo dijo...

Acabo de mejorar un poco el texto; antes sólo había corregido las erratas. Pero no sé qué se podría poner en lugar de los "todavía", no me convencen ahí nada...

De todas formas, bien se nota que la traducción no está hecha por profesionales.

Haciendo cuentas, me sale a 0,71 megapíxeles el kilo, aunque todo es negociable.