PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Administrando redención y castigo.
Chuck PALAHNIUK, Superviviente
Chuck PALAHNIUK, Superviviente
Tarde de sábado. Sofá. El volumen de la televisión ajustado en murmullo arrullador. En la pantalla, un documental: La vida secreta del salmón. Las persianas bajadas hasta dejar la sala en una placentera penumbra. D. ha preparado concienzudamente el decorado perfecto para su siesta. La semana ha sido horrible y este es el primer momento que tiene para invertir en un verdadero y relajante descanso.
Justo cuando empieza a quedarse dormido, suenan varios timbrazos insistentes. Decide no hacer caso. Pero el timbre vuelve a sonar. Profundamente cabreado, se levanta, se pone unos pantalones y abre. Sea quien sea, se va a enterar.
Al otro lado de la puerta le espera un joven vestido con un traje barato y un anticuado y formal corte de pelo, que, con una gran sonrisa y muy educadas maneras (Buenas tardes, caballero, y perdone la interrupción), le aborda con banales preguntas de contenido religioso: ¿Tiene miedo a la muerte? ¿Cree usted que ha triunfado el mal en el mundo? ¿Sabe qué le espera en el reino de Dios? Si tiene un momento, me gustaría enseñarle unas revistas que le iluminarán ante asuntos tan serios.
Al identificar al tipo como un Testigo de Jehová, D. se siente tentado de cerrarle la puerta en las narices. Sin poderlo evitar, imagina cómo estas se rompen con el impacto, la sangre, el aullido de dolor (ojo por ojo, amigo)... En el momento en que su cerebro fabrica la imagen del Testigo chorreando sangre, siente una inesperada sensación de placer. Y decide dejarlo pasar.
El joven predicador, sorprendido por aquella reacción tan poco usual, acepta encantado. D. le acompaña hasta el salón y le pide que se siente. El Testigo abre la consabida cartera que todos acarrean en sus partidas de caza y empieza a sacar ejemplares de La Atalaya y Despertad, mientras inicia un monólogo sobre la terrible situación actual en el mundo, la falta de fe y confianza en Dios, la homosexualidad, la eutanasia. D. lo contempla en silencio, asintiendo con un leve movimiento de cabeza a todas sus afirmaciones.
Creyéndose escuchado, el Testigo sigue con su memorizado discurso, seguramente feliz ante la posibilidad de haber conseguido un nuevo adepto. D. le deja hablar un rato más.
Con el pretexto de ir a buscar unos cafés, sale de la habitación. No tarda en regresar. En lugar de las bebidas, trae un martillo y una cuerda. D. deja todo sobre las revistas y le pregunta por qué le ha visitado solo, ¿no vais siempre en pareja? El Testigo mirando disimuladamente el martillo, responde que su compañero se ha puesto enfermo en el último minuto y que él no quería perder la ocasión de predicar. Queda tanto por hacer. Y, con un leve temblor de voz, añade apresuradamente: ¿Para qué quiere usted ese martillo? Mientras conecta el equipo estéreo (pone el EP de Sonic Youth, Kill Yr Idols, la ocasión lo merece), D. le responde que lo necesita para tranquilizarlo un poco antes de matarlo. El Predicador lívido y le dice que la broma no tiene gracia. Esta vez, D. no dice nada, y subiendo el volumen al máximo, se sienta de nuevo en el sofá y contempla divertido cómo el tipo recoge rápidamente sus cosas y se lanza corriendo hacia la puerta de la calle, para enseguida comprobar que está cerrada con llave. Desde el sofá, y con su mejor sonrisa de malvado de serie B, D. agita las llaves en su mano. El Testigo se desmaya.
Con un gesto de fastidio, D. deja el martillo en el sillón, pues ya no lo va a necesitar, y ata fuertemente las manos de su víctima. Sonríe al identificar la canción que ahora suena: «KiIl Yr. IdoIs». Las guitarras de Thurston Moore y Lee se pelean sobre el entresijo brutal creado por el bajo y la batería. El dolor de las ataduras no tarda en despertar al Testigo que empieza de nuevo a gritar, pero sus chillidos son casi inaudibles bajo el apocalipsis sonoro. El duelo de guitarras llega a su fin y la voz de Kim Gordon irrumpe en un registro altísimo. Asesino y víctima se estremecen.
Al verlo consciente, D. le hace un gesto con la mano, como diciéndole que espere, y empieza a extender por el suelo varios ejemplares de La Atalaya y Despertad. D. siempre ha apostado por el reciclaje.
Tras cubrir un par de metros cuadrados, coloca al Predicador sobre los papeles. Este se debate inútilmente y empieza a llorar e implorar piedad. D. saca un rollo de celo del bolsillo y pega unas cuantas tiras sobre la boca de su víctima.
Los altavoces vomitan sin tregua «Shaking Hell». Los murmullos apagados del Testigo resultan ridículos. Más aún cuando trata de gritar al ver la navaja automática que D. ha sacado de un cajoncito de la mesa que hay bajo la tele (en su pantalla, los salmones siguen luchando torpemente por remontar la corriente: D. ríe al verlos).
¿Te has preguntado alguna vez si eres lo suficientemente fuerte para morir por tu fe?
Mientras habla, D. clava lentamente su navaja en la pierna derecha del Testigo. Este intenta gritar, pero el celo ahoga su alarido. No puede hacer más que agitar y abrir desmesuradamente los ojos.
Piensa que este es tu martirio. Quizá eso te relaje. ¿No es lo que todos, en el fondo de vuestro corazón, buscáis? ¿Por qué llorar si el Cielo te aguarda? ¿Por qué tener miedo? Eso sí, espeto que seas uno de los 144 000 justos, ¿así los llamáis, no?
D. extrae la hoja de la pierna del Testigo, cuya cara vuelve a reflejar el máximo dolor. Su sangre se extiende sobre un artículo de La Atalaya cuyo titular atrae la atención de D.: «Armagedón, un feliz comienzo» (número del 1 de diciembre de 2005). D. lee uno de los párrafos que ha escapado de la sangre.
Por cierto, podrías explicarme cómo os lo vais a hacer los siete millones de Testigos que dice aquí que actualmente estáis en el mundo para pillar una de esas 144 000 plazas? Sin olvidar todos los que ya han muerto y os preceden en la cola esperando el gozoso Armagedón. Lo vais a tener crudo: las hostias van a ser de órdago.
El Predicador lo mira con cara de enloquecido y trata inútilmente de hablar. D. escoge ahora el brazo izquierdo del Testigo y clava en él lentamente su navaja. La retuerce sin parar en todas direcciones. El joven parece a punto de desmayarse otra vez. D. le da dos bofetadas. No, todavía no, te quiero consciente para lo que sigue.
Al principio ha dudado entre una muerte instantánea y una muerte lenta. Pero ahora lo tiene claro. Se siente un vengador de todos aquellos que han sufrido los ataques domésticos de esta gente.
El Testigo sigue retorciéndose de dolor. D., por su parte, nota como se acelera su ritmo cardíaco. La sangre le zumba en los oídos. No lo esperaba, pero se está divirtiendo.
Es en ese momento cuando decide combinar la navaja y el martillo. Machaca uno a uno los dedos de las manos del Testigo al ritmo que marca Steve Shelley aporreando su batería. Suena «Brother James». Los aullidos de Kim Gordon excitan todavía más a D., que se pone a bailar como un loco delante del aterrado Testigo.
Take my hand he said to me
follow now or you‘II be damned
let's go to the otherside
let's go to the otherside
Great Father, give me the keys
Great Father, give me the keys
Brother James gaye them to me
Brother James gaye them to me
I don't need' em anymore
someone knockin' at my door
I don't need' em anymore
someone knockin' at my door
Take my hand you might as well
we'ew going straight to hell
I don't wanna hang around
watch'em stick your head in me ground
En su danza, D. se sitúa detrás su víctima, le pone la mano en la barbilla y con la rodilla empieza a empujar su espalda hasta curvarla y dejar su rostro frente al suyo.
Tendrías que preguntarte si todo ocurre por decreto divino.
El Predicador le observa paralizado, pues D. se ha puesto a imitar el baile del Señor Rubio en Reservoir Dogs.
Está a punto de explicarle al Testigo el guiño cinematográfico cuando cae en la cuenta de que no habrá visto la película. Pecado, pecado.
Emulando esa escena, D. le corta una oreja. El Predicador trata de gritar de nuevo, agitándose como un loco.
En un alarde de improvisación, le corta la otra oreja y la nariz. La sangre mana a borbotones. D. arroja al suelo más revistas y algunos de los libros del Testigo (El secreto de la felicidad familiar, ¿Existe un Creador que se interese por nosotros?...), no quiere que la sangre le joda el parqué.
Antes de dejar caer el ejemplar de Despertad que en ese momento tiene en las manos, D. lee en voz alta un atinado versículo de Job (14, 5) que aparece en un destacado de la portada: Ciertamente sus días están determinados, y el número de sus meses está cerca de ti; le pusiste límites, de los cuales no pasará.
De pronto, un olor repugnante irrumpe en la habitación. D. asqueado, se acerca al Testigo y agarra con furia su cabeza. Tira de ella hacia atrás con todas sus fuerzas, empujando con la rodilla entre los omóplatos. Hasta que su cuello se quiebra con un siniestro ¡CRAC!
El ruido que hacen los libros del Testigo al caer al suelo le saca de su ensoñación. Uy, perdón, dice este, y se agacha rápidamente a recogerlos. Mientras lo hace, continúa con sus enervantes preguntas. Con gesto de fastidio, D. le cierra la puerta en las narices sin decir una palabra. El Testigo llama al timbre dos, tres, cuatro veces.
Con una irreprimible sensación de fracaso, D. se tumba en el sofá a esperar que el sueño le venza de nuevo. En la pantalla, los salmones siguen luchando por alcanzar su objetivo.
Justo cuando empieza a quedarse dormido, suenan varios timbrazos insistentes. Decide no hacer caso. Pero el timbre vuelve a sonar. Profundamente cabreado, se levanta, se pone unos pantalones y abre. Sea quien sea, se va a enterar.
Al otro lado de la puerta le espera un joven vestido con un traje barato y un anticuado y formal corte de pelo, que, con una gran sonrisa y muy educadas maneras (Buenas tardes, caballero, y perdone la interrupción), le aborda con banales preguntas de contenido religioso: ¿Tiene miedo a la muerte? ¿Cree usted que ha triunfado el mal en el mundo? ¿Sabe qué le espera en el reino de Dios? Si tiene un momento, me gustaría enseñarle unas revistas que le iluminarán ante asuntos tan serios.
Al identificar al tipo como un Testigo de Jehová, D. se siente tentado de cerrarle la puerta en las narices. Sin poderlo evitar, imagina cómo estas se rompen con el impacto, la sangre, el aullido de dolor (ojo por ojo, amigo)... En el momento en que su cerebro fabrica la imagen del Testigo chorreando sangre, siente una inesperada sensación de placer. Y decide dejarlo pasar.
El joven predicador, sorprendido por aquella reacción tan poco usual, acepta encantado. D. le acompaña hasta el salón y le pide que se siente. El Testigo abre la consabida cartera que todos acarrean en sus partidas de caza y empieza a sacar ejemplares de La Atalaya y Despertad, mientras inicia un monólogo sobre la terrible situación actual en el mundo, la falta de fe y confianza en Dios, la homosexualidad, la eutanasia. D. lo contempla en silencio, asintiendo con un leve movimiento de cabeza a todas sus afirmaciones.
Creyéndose escuchado, el Testigo sigue con su memorizado discurso, seguramente feliz ante la posibilidad de haber conseguido un nuevo adepto. D. le deja hablar un rato más.
Con el pretexto de ir a buscar unos cafés, sale de la habitación. No tarda en regresar. En lugar de las bebidas, trae un martillo y una cuerda. D. deja todo sobre las revistas y le pregunta por qué le ha visitado solo, ¿no vais siempre en pareja? El Testigo mirando disimuladamente el martillo, responde que su compañero se ha puesto enfermo en el último minuto y que él no quería perder la ocasión de predicar. Queda tanto por hacer. Y, con un leve temblor de voz, añade apresuradamente: ¿Para qué quiere usted ese martillo? Mientras conecta el equipo estéreo (pone el EP de Sonic Youth, Kill Yr Idols, la ocasión lo merece), D. le responde que lo necesita para tranquilizarlo un poco antes de matarlo. El Predicador lívido y le dice que la broma no tiene gracia. Esta vez, D. no dice nada, y subiendo el volumen al máximo, se sienta de nuevo en el sofá y contempla divertido cómo el tipo recoge rápidamente sus cosas y se lanza corriendo hacia la puerta de la calle, para enseguida comprobar que está cerrada con llave. Desde el sofá, y con su mejor sonrisa de malvado de serie B, D. agita las llaves en su mano. El Testigo se desmaya.
Con un gesto de fastidio, D. deja el martillo en el sillón, pues ya no lo va a necesitar, y ata fuertemente las manos de su víctima. Sonríe al identificar la canción que ahora suena: «KiIl Yr. IdoIs». Las guitarras de Thurston Moore y Lee se pelean sobre el entresijo brutal creado por el bajo y la batería. El dolor de las ataduras no tarda en despertar al Testigo que empieza de nuevo a gritar, pero sus chillidos son casi inaudibles bajo el apocalipsis sonoro. El duelo de guitarras llega a su fin y la voz de Kim Gordon irrumpe en un registro altísimo. Asesino y víctima se estremecen.
Al verlo consciente, D. le hace un gesto con la mano, como diciéndole que espere, y empieza a extender por el suelo varios ejemplares de La Atalaya y Despertad. D. siempre ha apostado por el reciclaje.
Tras cubrir un par de metros cuadrados, coloca al Predicador sobre los papeles. Este se debate inútilmente y empieza a llorar e implorar piedad. D. saca un rollo de celo del bolsillo y pega unas cuantas tiras sobre la boca de su víctima.
Los altavoces vomitan sin tregua «Shaking Hell». Los murmullos apagados del Testigo resultan ridículos. Más aún cuando trata de gritar al ver la navaja automática que D. ha sacado de un cajoncito de la mesa que hay bajo la tele (en su pantalla, los salmones siguen luchando torpemente por remontar la corriente: D. ríe al verlos).
¿Te has preguntado alguna vez si eres lo suficientemente fuerte para morir por tu fe?
Mientras habla, D. clava lentamente su navaja en la pierna derecha del Testigo. Este intenta gritar, pero el celo ahoga su alarido. No puede hacer más que agitar y abrir desmesuradamente los ojos.
Piensa que este es tu martirio. Quizá eso te relaje. ¿No es lo que todos, en el fondo de vuestro corazón, buscáis? ¿Por qué llorar si el Cielo te aguarda? ¿Por qué tener miedo? Eso sí, espeto que seas uno de los 144 000 justos, ¿así los llamáis, no?
D. extrae la hoja de la pierna del Testigo, cuya cara vuelve a reflejar el máximo dolor. Su sangre se extiende sobre un artículo de La Atalaya cuyo titular atrae la atención de D.: «Armagedón, un feliz comienzo» (número del 1 de diciembre de 2005). D. lee uno de los párrafos que ha escapado de la sangre.
Por cierto, podrías explicarme cómo os lo vais a hacer los siete millones de Testigos que dice aquí que actualmente estáis en el mundo para pillar una de esas 144 000 plazas? Sin olvidar todos los que ya han muerto y os preceden en la cola esperando el gozoso Armagedón. Lo vais a tener crudo: las hostias van a ser de órdago.
El Predicador lo mira con cara de enloquecido y trata inútilmente de hablar. D. escoge ahora el brazo izquierdo del Testigo y clava en él lentamente su navaja. La retuerce sin parar en todas direcciones. El joven parece a punto de desmayarse otra vez. D. le da dos bofetadas. No, todavía no, te quiero consciente para lo que sigue.
Al principio ha dudado entre una muerte instantánea y una muerte lenta. Pero ahora lo tiene claro. Se siente un vengador de todos aquellos que han sufrido los ataques domésticos de esta gente.
El Testigo sigue retorciéndose de dolor. D., por su parte, nota como se acelera su ritmo cardíaco. La sangre le zumba en los oídos. No lo esperaba, pero se está divirtiendo.
Es en ese momento cuando decide combinar la navaja y el martillo. Machaca uno a uno los dedos de las manos del Testigo al ritmo que marca Steve Shelley aporreando su batería. Suena «Brother James». Los aullidos de Kim Gordon excitan todavía más a D., que se pone a bailar como un loco delante del aterrado Testigo.
Take my hand he said to me
follow now or you‘II be damned
let's go to the otherside
let's go to the otherside
Great Father, give me the keys
Great Father, give me the keys
Brother James gaye them to me
Brother James gaye them to me
I don't need' em anymore
someone knockin' at my door
I don't need' em anymore
someone knockin' at my door
Take my hand you might as well
we'ew going straight to hell
I don't wanna hang around
watch'em stick your head in me ground
En su danza, D. se sitúa detrás su víctima, le pone la mano en la barbilla y con la rodilla empieza a empujar su espalda hasta curvarla y dejar su rostro frente al suyo.
Tendrías que preguntarte si todo ocurre por decreto divino.
El Predicador le observa paralizado, pues D. se ha puesto a imitar el baile del Señor Rubio en Reservoir Dogs.
Está a punto de explicarle al Testigo el guiño cinematográfico cuando cae en la cuenta de que no habrá visto la película. Pecado, pecado.
Emulando esa escena, D. le corta una oreja. El Predicador trata de gritar de nuevo, agitándose como un loco.
En un alarde de improvisación, le corta la otra oreja y la nariz. La sangre mana a borbotones. D. arroja al suelo más revistas y algunos de los libros del Testigo (El secreto de la felicidad familiar, ¿Existe un Creador que se interese por nosotros?...), no quiere que la sangre le joda el parqué.
Antes de dejar caer el ejemplar de Despertad que en ese momento tiene en las manos, D. lee en voz alta un atinado versículo de Job (14, 5) que aparece en un destacado de la portada: Ciertamente sus días están determinados, y el número de sus meses está cerca de ti; le pusiste límites, de los cuales no pasará.
De pronto, un olor repugnante irrumpe en la habitación. D. asqueado, se acerca al Testigo y agarra con furia su cabeza. Tira de ella hacia atrás con todas sus fuerzas, empujando con la rodilla entre los omóplatos. Hasta que su cuello se quiebra con un siniestro ¡CRAC!
El ruido que hacen los libros del Testigo al caer al suelo le saca de su ensoñación. Uy, perdón, dice este, y se agacha rápidamente a recogerlos. Mientras lo hace, continúa con sus enervantes preguntas. Con gesto de fastidio, D. le cierra la puerta en las narices sin decir una palabra. El Testigo llama al timbre dos, tres, cuatro veces.
Con una irreprimible sensación de fracaso, D. se tumba en el sofá a esperar que el sueño le venza de nuevo. En la pantalla, los salmones siguen luchando por alcanzar su objetivo.
David Roas, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, 2010.
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