BENZODIAZEPINA
He quedado conmigo mismo dentro de dos horas. No me conozco personalmente pero hemos hablado mucho por chat y, en una ocasión —para desearnos feliz año 2008—, por teléfono. No me gustó mi voz: ligeramente nasal y con cierta presunción de locutor nocturno. Siento curiosidad por saber si, cara a cara, seremos capaces de mantener las largas conversaciones que solemos compartir de madrugada. En la pantalla del ordenador, el diálogo avanza sin obstáculos, mezclando cuestiones profundas y banales, inventadas y reales, combinando recuerdos y proyectos. No me hago ilusiones: en el ciberespacio abundan las falsedades y los que te hacen creer que son de una manera y, a la hora de la verdad, te decepcionan. Podría pensar lo mismo de mí, por supuesto, pero, desde el principio, he procurado ser franco, no por rectitud moral sino porque no tengo memoria suficiente para inventarme cosas que me dejarían, seguro, en evidencia. Hemos tardado mucho en dar el paso de vernos. Eso nos ha permitido conocernos de un modo que no suele darse en el universo presencial. En el mundo real, cuando te presentan a alguien casi nunca sabes nada de él y prevalece una primera impresión basada en la mirada, la apariencia y el cóctel neurológico que establece las afinidades y las incompatibilidades. En el chat, en cambio, ocurre justo lo contrario. Primero hablas, te cuentas la vida, aclaras y creas malentendidos, combates los adictivos peligros del vínculo y de la mentira hasta que, un día, uno de los dos propone cruzar la frontera. En este caso fui yo, y yo mismo acepté, encantado y algo sorprendido, porque me había resignado al hábito de coincidir en el ciberespacio sin ninguna obligatoriedad pero con una frecuencia tácita. A veces también me envío mensajes a mí mismo y me los respondo, pero son diálogos excesivamente breves y el teclado del teléfono móvil no me permite extenderme como me gustaría. Ahora, mientras me dirijo hacia la cafetería en la que nos hemos citado, intento contener mi nerviosismo. Igual que cuando he tenido compromisos importantes, me he tomado un comprimido de benzodiazepina. Me ayuda a aplacar la inquietud y parece que la sangre fluya más despacio por mis venas. No lo he comprobado con una báscula, pero estoy convencido de que soy más ligero y de que, si me tomara dos comprimidos en lugar de uno, incluso podría llegar a volar. No ha hecho falta que nos preguntemos cómo somos. A veces, cuando concertaba una cita con alguien del chat, daba descripciones falsas de mí mismo para poder evaluar al otro a distancia y, casi siempre, acababa marchándome sin manifestarme, ya fuera porque la otra persona me decepcionaba o, por el contrario, para no decepcionarla yo a ella. En la terraza, me sitúo en una mesa desde la cual puedo observar toda la cafetería y espero (dentro de mí, siento el combate encarnizado entre curiosidad y benzodiazepina). Desde lejos, me veo llegar: me reconozco enseguida. Llevo la misma ropa y, en apariencia, tengo las mismas expectativas. La primera mirada es de desconfianza. Nos damos la mano. Rompemos el hielo con banalidades y sonrisas nerviosas. Lentamente, sin embargo, perdemos la batalla contra el silencio. Sin atrevernos a mirarnos, paladeamos el fracaso con la resignación de un rumiante, como si ya estuviéramos echando de menos la locuacidad nocturna y las conversaciones que, ilustradas con el sonido de los dedos recorriendo el teclado, nunca terminaban. Incómodos, no sabemos cómo reaccionar hasta que, como un solo hombre y activados por la misma vergüenza, nos levantamos y, sin despedirnos, nos marchamos en direcciones opuestas.
Sergi Pàmies, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 7-10.
He quedado conmigo mismo dentro de dos horas. No me conozco personalmente pero hemos hablado mucho por chat y, en una ocasión —para desearnos feliz año 2008—, por teléfono. No me gustó mi voz: ligeramente nasal y con cierta presunción de locutor nocturno. Siento curiosidad por saber si, cara a cara, seremos capaces de mantener las largas conversaciones que solemos compartir de madrugada. En la pantalla del ordenador, el diálogo avanza sin obstáculos, mezclando cuestiones profundas y banales, inventadas y reales, combinando recuerdos y proyectos. No me hago ilusiones: en el ciberespacio abundan las falsedades y los que te hacen creer que son de una manera y, a la hora de la verdad, te decepcionan. Podría pensar lo mismo de mí, por supuesto, pero, desde el principio, he procurado ser franco, no por rectitud moral sino porque no tengo memoria suficiente para inventarme cosas que me dejarían, seguro, en evidencia. Hemos tardado mucho en dar el paso de vernos. Eso nos ha permitido conocernos de un modo que no suele darse en el universo presencial. En el mundo real, cuando te presentan a alguien casi nunca sabes nada de él y prevalece una primera impresión basada en la mirada, la apariencia y el cóctel neurológico que establece las afinidades y las incompatibilidades. En el chat, en cambio, ocurre justo lo contrario. Primero hablas, te cuentas la vida, aclaras y creas malentendidos, combates los adictivos peligros del vínculo y de la mentira hasta que, un día, uno de los dos propone cruzar la frontera. En este caso fui yo, y yo mismo acepté, encantado y algo sorprendido, porque me había resignado al hábito de coincidir en el ciberespacio sin ninguna obligatoriedad pero con una frecuencia tácita. A veces también me envío mensajes a mí mismo y me los respondo, pero son diálogos excesivamente breves y el teclado del teléfono móvil no me permite extenderme como me gustaría. Ahora, mientras me dirijo hacia la cafetería en la que nos hemos citado, intento contener mi nerviosismo. Igual que cuando he tenido compromisos importantes, me he tomado un comprimido de benzodiazepina. Me ayuda a aplacar la inquietud y parece que la sangre fluya más despacio por mis venas. No lo he comprobado con una báscula, pero estoy convencido de que soy más ligero y de que, si me tomara dos comprimidos en lugar de uno, incluso podría llegar a volar. No ha hecho falta que nos preguntemos cómo somos. A veces, cuando concertaba una cita con alguien del chat, daba descripciones falsas de mí mismo para poder evaluar al otro a distancia y, casi siempre, acababa marchándome sin manifestarme, ya fuera porque la otra persona me decepcionaba o, por el contrario, para no decepcionarla yo a ella. En la terraza, me sitúo en una mesa desde la cual puedo observar toda la cafetería y espero (dentro de mí, siento el combate encarnizado entre curiosidad y benzodiazepina). Desde lejos, me veo llegar: me reconozco enseguida. Llevo la misma ropa y, en apariencia, tengo las mismas expectativas. La primera mirada es de desconfianza. Nos damos la mano. Rompemos el hielo con banalidades y sonrisas nerviosas. Lentamente, sin embargo, perdemos la batalla contra el silencio. Sin atrevernos a mirarnos, paladeamos el fracaso con la resignación de un rumiante, como si ya estuviéramos echando de menos la locuacidad nocturna y las conversaciones que, ilustradas con el sonido de los dedos recorriendo el teclado, nunca terminaban. Incómodos, no sabemos cómo reaccionar hasta que, como un solo hombre y activados por la misma vergüenza, nos levantamos y, sin despedirnos, nos marchamos en direcciones opuestas.
Sergi Pàmies, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 7-10.
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