Una bruma subía del mar, un poco nublado en el horizonte. Mucho antes de la hora de cenar, algunas mujeres empezaban a volver una a una de la playa, lentas e incluso perezosas, más pesadas después de haber hecho acopio del hermoso día, andando bajo el sol hasta el umbral de sus casas. Avanzaba en sentido contrario al de aquellas errantes desfallecidas que iban camino del hogar ruidoso, con la cocina llena de moscas, totalmente pegajosa por el calor del día como un huevo incubado: en medio del viento que se levantaba, Simon se sentía arder como yesca. Veía llegar sólo para él la deliciosa noche que cerraba sus puertas e iba a despejarle las carreteras. El frescor en la sombra creciente de las callejuelas se había hecho tan claramente agradable que dentro de sus prendas holgadas, a cada movimiento, lo sentía como una caricia en las axilas. Caminaba exaltado, rozando, a veces mano en alto, el plumaje de los tamariscos que saltaban los muros; era como ir avanzando bajo palmas. No pensaba en nada. Ni siquiera dejaba que cobrasen cuerpo en su mente imágenes de lo que estaba por pasar, únicamente las sentía hormiguear dentro de él a todas ellas; pegajosas, encoladas, protegidas aún como por un tegumento voluptuoso, husmeando el aíre que va a desfruncirlas una a una, él era como un planta que va a florecer: al borde de la delicuescencia. Pensó por un instante que era profundamente feliz, es decir, que sentía que iba a dejar de serlo.
Julien Gracq, La península, Nocturna, Madrid, 2011, pp. 76-77.
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