Mi infancia son recuerdos
de un vaso de Nocilla.
Unas ondas viscosas de cacao,
la miga que resbala hacia el eje del libro.
(Mi abuela me advertía
que era bueno leer, que era muy bueno,
pero sin duda hablar también lo era).
Las tardes eran hondas, colosales,
muchísimo más duras
de lo que nunca habremos confesado.
La crisálida guarda cuerpos blandos.
Al salir, ya escudados, esperaba el futuro,
producto paralelo —qué ironía—
de calorías huecas,
indigesto y opaco,
industrial y marrón.
Aurora Luque, La siesta de Epicuro, Visor, Madrid, 2008, p. 14.
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