CONSTELACIÓN DEL CAN
En un absoluto ninguna pintura necesita de la palabra, pero histórica, temporalmente, el pintor y el espectador cuentan de alguna manera con ella, la provocan y la alimentan. No siempre, sin embargo, se advierte esta diferencia: si hay una pintura que reclama al crítico como intercesor, hay otra que por derecho propio prefiere la voz del poeta. Frente a las pinturas de Jean Thiercelin podrán alinearse las referencias culturales, se escucharán palabras como capto, arcaísmo, obsesión, bizantino, frescos románicos; el poeta lo sabe, pero sabe asimismo de una operación que se cumple fuera de la historia, que suscita en la tela un territorio intemporal, un presente atávico en el que la recurrencia de las imágenes que Thiercelin llama los antepasados es una vez más el espejo del shamán que revela los arcanos de la raza, la continuidad del gran terror de ser un hombre y estar vivo entre muerte y hogueras. Creo que ciertas figuras que ninguna ley de la razón reconoce, rigen nuestra libertad más secreta, esa que tiende sus puentes por fuera de los órdenes de la ciudad; si ya en una ocasión hablé de Rilke, el perro-lobo de de Jean Thiercelin, no puede sorprenderme hoy, mientras miro sus pinturas, que vengan a mi memoria unos versos donde el poeta de Duino se pregunta, mientras escribe, quién o quiénes están murmurando junto con él y a través de él las palabras que traza su pluma; también Thiercelin ha de preguntarse qué manos sostienen con la suya ese pincel de donde nacen los rostros de un linaje obstinado, el murmullo pavoroso de la sangre común que enlaza tantas venas para burlarse del coágulo final, para lanzar su tigre a ese salto infinito que termina y renace en nuestros ojos.
Ilustraciones: Jean Thiercelin
Julio Cortázar, Territorios, Siglo XXI, Madrid, 2009, p. 107.
En un absoluto ninguna pintura necesita de la palabra, pero histórica, temporalmente, el pintor y el espectador cuentan de alguna manera con ella, la provocan y la alimentan. No siempre, sin embargo, se advierte esta diferencia: si hay una pintura que reclama al crítico como intercesor, hay otra que por derecho propio prefiere la voz del poeta. Frente a las pinturas de Jean Thiercelin podrán alinearse las referencias culturales, se escucharán palabras como capto, arcaísmo, obsesión, bizantino, frescos románicos; el poeta lo sabe, pero sabe asimismo de una operación que se cumple fuera de la historia, que suscita en la tela un territorio intemporal, un presente atávico en el que la recurrencia de las imágenes que Thiercelin llama los antepasados es una vez más el espejo del shamán que revela los arcanos de la raza, la continuidad del gran terror de ser un hombre y estar vivo entre muerte y hogueras. Creo que ciertas figuras que ninguna ley de la razón reconoce, rigen nuestra libertad más secreta, esa que tiende sus puentes por fuera de los órdenes de la ciudad; si ya en una ocasión hablé de Rilke, el perro-lobo de de Jean Thiercelin, no puede sorprenderme hoy, mientras miro sus pinturas, que vengan a mi memoria unos versos donde el poeta de Duino se pregunta, mientras escribe, quién o quiénes están murmurando junto con él y a través de él las palabras que traza su pluma; también Thiercelin ha de preguntarse qué manos sostienen con la suya ese pincel de donde nacen los rostros de un linaje obstinado, el murmullo pavoroso de la sangre común que enlaza tantas venas para burlarse del coágulo final, para lanzar su tigre a ese salto infinito que termina y renace en nuestros ojos.
Ilustraciones: Jean Thiercelin
Julio Cortázar, Territorios, Siglo XXI, Madrid, 2009, p. 107.
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