Mantener esto en marcha puede llegar a convertirse en un pequeño suplicio, cuando en rigor debería ser un placer inenarrable. Bueno, lo que es o puede llegar a ser un suplicio es más bien ponerme. Me siento aquí delante con total desgana y sin el menor ánimo de teclear como sólo yo sé hacerlo cuando quiero. Es una variante de lo que yo llamo el «síndrome del viernes»: para qué alegrarse de que llega el fin de semana, si sabemos que luego va a venir el lunes y aplastarnos otra vez. Lo mismo aquí, con esto. Minutos robados de una pesadilla que va a continuar, hagamos lo que hagamos. Y el hecho de que aunque de vez en cuando consigamos disponer de tiempo físico, abriendo un hueco a martillazos en el muro implacable de la vida para sacar esos minutos de donde no los hay, el tiempo mental está crónicamente envenenado, y no hay manera de centrarse.
Estoy aquí escribiendo esto y sé que me esperan mil asuntos: mails, llamadas, acuses de recibo, confirmaciones, reservas de billetes de avión y de tren, interacciones múltiples con inacabables legiones de interlocutores profesionales que surgen, uno detrás de otro, como por generación espontánea. Y tienes que ocuparte de ello, por narices. No hay alternativa ni escapatoria. No vale decir que no. Lo sé porque lo he intentado; más de una vez he querido tirar la casa por la ventana. Se me ha vuelto a venir encima todo, a los cuatro días, como un diabólico bumerán. Elevado, por si fuera poco, a la enésima potencia.
Cuando hay bocas que alimentar, criaturas inocentes de diez años que no tienen culpa de nada, no te queda más remedio que poner tu propio espíritu en espera; o guardarlo, como se suele decir, en la nevera. «En cuanto acabe esto, me pongo con lo mío...». «Esto» no se acaba nunca, porque para cuando consigues quitártelo de encima ya te está esperando otra tarea, y luego otra, y otra, y otra más. Y te acuerdas de la famosa frase atribuida a John Lennon: «La vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas». ¿Guardar el espíritu en la nevera Donde terminas metiéndolo es en el maldito congelador.
Siempre hay algo. El tiovivo no cesa nunca de girar. El mareo se acaba haciendo crónico. La imposibilidad de concentrarse es absoluta. Caes en un estado de dispersión mental irreversible. Pero el problema no es ése, porque hasta el peor estado de dispersión puede tener solución, si uno sabe organizarse y encontrar la estrategia disciplinaria adecuada. El problema es que como no tengas la fuerza de cien titanes puedes hundirte en la depresión, y acabar cayendo en un hoyo negro del que si te descuidas no vuelves a salir.
Hace algún tiempo leí unas declaraciones de Leonard Cohen, en una entrevista que le hicieron en 2005 en Los Ángeles, que daban de tal modo en la diana que me tomé la molestia de copiar el párrafo en cuestión, y traducirlo yo mismo al español, para hipotéticos usos futuros.
Leonard Cohen hablaba en realidad de un proceso de derrumbe que trasciende la mera falta de tiempo, y se hunde en espacios más negros del alma, en turbias profundidades metafísicas que tienen que ver con el propio sistema operativo de los afectos y las emociones, pero sus palabras no dejan de ser parcialmente aplicables a lo que estoy intentado expresar:
[...] Pero entonces te encuentras con tu propia vida, y naufraga como la de todo el mundo, y la fastidias, y no eres capaz de establecer la forma y la estructura que querías, y se hunde, se trate de la mujer con la que estás o de tu propia mente o de tu propia confianza; se te escapan, y le ocurre a todo el mundo. Todo el mundo se ve obligado a presidir la estructura de su imperio imaginario en un determinado momento de su vida.* Así que, bueno, te pasa eso, y luego la cosa se pone peliaguda, porque a veces se hunde todo tan completamente que, que... tu capacidad de trabajo que destruida, y puedes acabar realmente mal. Si tienes suerte consigues proteger de alguna manera la destrucción total, y de experiencias así, un minúsculo rincón de tu vida. Pero los hay que terminan devastados, y los hay que mueren física o espiritualmente, porque esta vida está diseñada para derrocarte. Nadie consigue dominarla. Nadie lo consigue.
¿Qué más se puede decir? O has pasado por eso o no has pasado. Quien lo sabe y lo ha vivido sólo puede asentir y suspirar. Y no añadir una palabra.
Que es exactamente lo que voy a hacer yo. Pero no sin antes reiterar, a modo de terco autorrefuerzo positivo y corte de mangas a mí mismo, que a pesar de todo la última palabra no ha sido dicha todavía.
__________
* Supongo que lo que Cohen quería decir aquí es que uno se ve obligado a presidir la estructura fallida de su imperio imaginario; esa estructura no que tiene nada que ver con la que deseaba. (N. del A., 2008.)
Estoy aquí escribiendo esto y sé que me esperan mil asuntos: mails, llamadas, acuses de recibo, confirmaciones, reservas de billetes de avión y de tren, interacciones múltiples con inacabables legiones de interlocutores profesionales que surgen, uno detrás de otro, como por generación espontánea. Y tienes que ocuparte de ello, por narices. No hay alternativa ni escapatoria. No vale decir que no. Lo sé porque lo he intentado; más de una vez he querido tirar la casa por la ventana. Se me ha vuelto a venir encima todo, a los cuatro días, como un diabólico bumerán. Elevado, por si fuera poco, a la enésima potencia.
Cuando hay bocas que alimentar, criaturas inocentes de diez años que no tienen culpa de nada, no te queda más remedio que poner tu propio espíritu en espera; o guardarlo, como se suele decir, en la nevera. «En cuanto acabe esto, me pongo con lo mío...». «Esto» no se acaba nunca, porque para cuando consigues quitártelo de encima ya te está esperando otra tarea, y luego otra, y otra, y otra más. Y te acuerdas de la famosa frase atribuida a John Lennon: «La vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas». ¿Guardar el espíritu en la nevera Donde terminas metiéndolo es en el maldito congelador.
Siempre hay algo. El tiovivo no cesa nunca de girar. El mareo se acaba haciendo crónico. La imposibilidad de concentrarse es absoluta. Caes en un estado de dispersión mental irreversible. Pero el problema no es ése, porque hasta el peor estado de dispersión puede tener solución, si uno sabe organizarse y encontrar la estrategia disciplinaria adecuada. El problema es que como no tengas la fuerza de cien titanes puedes hundirte en la depresión, y acabar cayendo en un hoyo negro del que si te descuidas no vuelves a salir.
Hace algún tiempo leí unas declaraciones de Leonard Cohen, en una entrevista que le hicieron en 2005 en Los Ángeles, que daban de tal modo en la diana que me tomé la molestia de copiar el párrafo en cuestión, y traducirlo yo mismo al español, para hipotéticos usos futuros.
Leonard Cohen hablaba en realidad de un proceso de derrumbe que trasciende la mera falta de tiempo, y se hunde en espacios más negros del alma, en turbias profundidades metafísicas que tienen que ver con el propio sistema operativo de los afectos y las emociones, pero sus palabras no dejan de ser parcialmente aplicables a lo que estoy intentado expresar:
[...] Pero entonces te encuentras con tu propia vida, y naufraga como la de todo el mundo, y la fastidias, y no eres capaz de establecer la forma y la estructura que querías, y se hunde, se trate de la mujer con la que estás o de tu propia mente o de tu propia confianza; se te escapan, y le ocurre a todo el mundo. Todo el mundo se ve obligado a presidir la estructura de su imperio imaginario en un determinado momento de su vida.* Así que, bueno, te pasa eso, y luego la cosa se pone peliaguda, porque a veces se hunde todo tan completamente que, que... tu capacidad de trabajo que destruida, y puedes acabar realmente mal. Si tienes suerte consigues proteger de alguna manera la destrucción total, y de experiencias así, un minúsculo rincón de tu vida. Pero los hay que terminan devastados, y los hay que mueren física o espiritualmente, porque esta vida está diseñada para derrocarte. Nadie consigue dominarla. Nadie lo consigue.
¿Qué más se puede decir? O has pasado por eso o no has pasado. Quien lo sabe y lo ha vivido sólo puede asentir y suspirar. Y no añadir una palabra.
Que es exactamente lo que voy a hacer yo. Pero no sin antes reiterar, a modo de terco autorrefuerzo positivo y corte de mangas a mí mismo, que a pesar de todo la última palabra no ha sido dicha todavía.
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* Supongo que lo que Cohen quería decir aquí es que uno se ve obligado a presidir la estructura fallida de su imperio imaginario; esa estructura no que tiene nada que ver con la que deseaba. (N. del A., 2008.)
Roger Wolfe, Tiempos muertos, Huacanamo, Barcelona, 2009, pp. 101-103.
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