A Antonia Pertíñez
La anciana, que había sobrevivido a sus hijos y a su esposo, se sumergía a diario en el parque como en un baño balsámico, lejos del pisito vacío, de su caja de resonancia donde aún latía vivamente el dolor y la soledad. Siempre ocupaba el mismo asiento. Semienterrada junto al respaldo del banco, una piedra rugosa, gris y salpicada de cardenillo era toda su compañía. La mujer la miraba con atención y dulzura, como a algo cuya simplicidad enternece, y le invadía entonces un sentimiento de gran sosiego, una especial ligereza de corazón, de miel que cicatriza adversidades y sella destinos comunes.
Una mañana, sin saber muy bien por qué, posó su mano sobre la piedra y, concentrando en aquel roce toda la inocencia y dignidad que llevaba, pese a todo, dentro de sí, la acarició con extrema delicadeza. Igual que la semilla no muere bajo la tierra invernal, bastó ese gesto espontáneo para que por primera vez, tras millones de años de aparente inercia, de mutismo inhumano, de naturaleza obstinada y refractaria al trato social, la piedra diera los buenos días.
Una mañana, sin saber muy bien por qué, posó su mano sobre la piedra y, concentrando en aquel roce toda la inocencia y dignidad que llevaba, pese a todo, dentro de sí, la acarició con extrema delicadeza. Igual que la semilla no muere bajo la tierra invernal, bastó ese gesto espontáneo para que por primera vez, tras millones de años de aparente inercia, de mutismo inhumano, de naturaleza obstinada y refractaria al trato social, la piedra diera los buenos días.
Ángel Olgoso, La máquina de languidecer, Páginas de espuma, Madrid, 2009, página 65.
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