a Álvaro García
Lánguidamente, apasionadamente
(dentro de lo que cabe), se le iban
los ojos a escrutar el intersticio
que separaba las convexidades
de aquella deliciosa traumatóloga.
Él se había caído en la bañera
de forma aparatosa, golpeándose
con profusión en codos y rodillas,
y tenía equimosis en el cuerpo
para dar y tomar, lívidas manchas
que evocaban figuras espectrales.
Ella estaba escribiendo unas recetas
con antiinflamatorios y analgésicos
de todos los colores, y su pecho
se hinchaba y deshinchaba con el ritmo
de su respiración, y aquello era
el mayor espectáculo del mundo
(con permiso de Cecil B. DeMille).
Finalmente lo dijo, sin fisuras
(salvo las de sus huesos), sin ambages,
sin circunloquios, sin afectaciones:
“¿Quieres viajar conmigo al paraíso
cuando me ponga bueno?” “¿Dónde está
ese lugar? ¿Hay que cruzar el charco
para llegar allí? ¿Queda muy lejos?”,
contestó ella, indiferente a todo.
Y siguió rellenando sus recetas.
Luis Alberto de Cuenca, El reino blanco, Visor, Madrid, 2010, página 104.
0 comentarios:
Publicar un comentario