No me gusta marcharme el último. Por eso siempre estoy pendiente de cuántos vamos quedando en la barra. Cuando veo que sólo dos, me vuelvo a casa. La tristeza de un bar solitario después de medianoche se la dejo a otro.
Acababa de marcharse el tercer cliente y, aparte de mí, sólo quedaba ya un gordo.
Entregué un billete al camarero.
—No tengo cambio —me dijo—. ¿No tiene usted para cambiarme? —se dirigió al gordo.
Éste no contestó.
—Está borracho —le dije al camarero.
—Me parece que es algo peor que eso —dijo el camarero observando al gordo—. Creo que está muerto, habrá que llamar a un médico.
Desde entonces me marcho cuando en la barra quedamos tres.
Toda precaución es poca.
Acababa de marcharse el tercer cliente y, aparte de mí, sólo quedaba ya un gordo.
Entregué un billete al camarero.
—No tengo cambio —me dijo—. ¿No tiene usted para cambiarme? —se dirigió al gordo.
Éste no contestó.
—Está borracho —le dije al camarero.
—Me parece que es algo peor que eso —dijo el camarero observando al gordo—. Creo que está muerto, habrá que llamar a un médico.
Desde entonces me marcho cuando en la barra quedamos tres.
Toda precaución es poca.
Sławomir Mrożek, La mosca, Acantilado, Barcelona, 2005, página 112.
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