Lo último en secarse de la rosa fue la sombra. Durante al menos tres semanas la vimos inhiesta, arrogante y absurda como si no quisiera enterarse de que ya era huérfana de cuerpo floral. Al fin, también cedió la sombra, y los pétalos al caer sonaron a imposible sobre el mármol brillante del salón. Sólo el olor a rosa, mezclado al de humedad y olvido, quedó para siempre allí donde la sombra de la rosa reposó la cabeza en la pared.
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