Otras sirenas habitan en grandiosas grutas submarinas, en donde las anémonas naranja, las estrellas rojas y los erizos marrones vuelven todavía más claras y azules las aguas, y los peces multicolores ostentan colas de pájaros tropicales, célebres costados de finos metales. Ella en cambio es la única sirena de este río cenagoso, ancho, turbio y lento, y se aloja debajo de los restos negruzcos de un barco hundido, un montón de madera podrida encastrada en el barro, entre cajas oxidadas, botellas, zapatos viscosos y peces planos con los ojos en la espalda, repugnantes. Ni siquiera consigue mantener limpios sus cabellos; tiene solamente un viejo peine, roto, de plástico negro, que siempre se le enreda con alguna porquería, pedacitos de papel, cáscaras de naranja, cordones que el río arrastra en su imparable indiferencia. Y así la sirena está siempre sucia, desgreñada, y cada vez que se atreve a salir a la costa a peinarse y a sacarse de las escamas las costras de barro pegajoso, los niños del lugar le tiran basura, los hombres le proponen porquerías, y un domingo fue un cura con tres mujeres vestidas de negro a exorcizarla, agitando una cruz. Por eso decidió no hacerse ver más dando vueltas por ahí; pero el problema más serio es la planta química recientemente inaugurada aguas arriba, que cada tanto arroja en el río desechos irritantes. Ahora la sirena tiene tos, y sobre todo le pica la parte humana de su cuerpo; debería mudarse al valle, más cerca de la desembocadura, pero allí el agua sabe a mar y ella no puede tolerar la salobridad. Más arriba, en cambio, la corriente es demasiado fuerte, hay que nadar todo el día para permanecer en el mismo lugar, no se descansa ni siquiera de noche. Nadie se ocupa de la sirena solitaria, salvo un empleado de la municipalidad que de tanto en tanto se presenta a reclamar el depósito de ciertos impuestos que ella de ninguna manera puede pagar. Entre la fábrica de abono y el hombre de los impuestos, la última sirena del río está muy deprimida y ya van dos veces que ha intentado suicidarse, con esos tubitos de barbitúricos que en primavera arrastra la crecida.
Juan Rodolfo Wilcock, El estereoscopio de los solitarios, Edhasa, Barcelona, 2000, pp. 82-83.
Juan Rodolfo Wilcock, El estereoscopio de los solitarios, Edhasa, Barcelona, 2000, pp. 82-83.
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