LETRAS
Cada mañana, al abrir el ordenador portátil, varias hormigas se cuelan entre la G y la H en dirección al disco duro, donde al parecer han anidado para protegerse del invierno. Si permanezco inactivo más de diez minutos, víctima del desaliento o la pereza, salen en grupo de entre las teclas señaladas y parecen una hemorragia de letras. El primer día creí que el aparato se estaba desangrando y aplasté a tres o cuatro sin querer al taponar la llaga con el dedo. Recogen del teclado los restos de mi desayuno (migas de magdalena y virutas de fibra), dejándolo como la dentadura de un tiburón tras el paso de uno de esos peces que viven de los desperdicios adheridos a las muelas de los grandes animales. Tenemos una relación simbiótica, pues. Hasta ahí todo bien.
Pero, ayer mismo, un artículo de treinta líneas se desmoronó ante mis ojos cuando me disponía a repasarlo. Y es que no estaba hecho de letras, sino de hormigas que se asustaron por los movimientos del cursor. Creo que han llegado a un acuerdo con el abecedario y se hacen pasar por él cuando este no quiere trabajar. El alfabeto, por su parte, ha adoptado una caligrafía formicular, de modo que a veces no sé si quienes salen a recoger los desperdicios son los insectos o las letras, que evidentemente viven igual que las hormigas: excavando túneles y construyendo galerías subterráneas en la conciencia de las personas y en el disco duro de las cosas.
No me importa reescribir los artículos; son cortos. Pero sería incapaz de rehacer una novela, aunque las he visto desmenuzarse con la misma facilidad con la que se vienen abajo treinta líneas, unas veces por culpa de la gramática y otras de la zoología.
Así se desmoronan las vidas, con frecuencia sin que lleguemos a saber si eran de carne o verbo, auténticas o escritas.
Juan José Millás, Cuerpo y prótesis, Santillana, Madrid, 2009 (2000), pp. 31-32.
Cada mañana, al abrir el ordenador portátil, varias hormigas se cuelan entre la G y la H en dirección al disco duro, donde al parecer han anidado para protegerse del invierno. Si permanezco inactivo más de diez minutos, víctima del desaliento o la pereza, salen en grupo de entre las teclas señaladas y parecen una hemorragia de letras. El primer día creí que el aparato se estaba desangrando y aplasté a tres o cuatro sin querer al taponar la llaga con el dedo. Recogen del teclado los restos de mi desayuno (migas de magdalena y virutas de fibra), dejándolo como la dentadura de un tiburón tras el paso de uno de esos peces que viven de los desperdicios adheridos a las muelas de los grandes animales. Tenemos una relación simbiótica, pues. Hasta ahí todo bien.
Pero, ayer mismo, un artículo de treinta líneas se desmoronó ante mis ojos cuando me disponía a repasarlo. Y es que no estaba hecho de letras, sino de hormigas que se asustaron por los movimientos del cursor. Creo que han llegado a un acuerdo con el abecedario y se hacen pasar por él cuando este no quiere trabajar. El alfabeto, por su parte, ha adoptado una caligrafía formicular, de modo que a veces no sé si quienes salen a recoger los desperdicios son los insectos o las letras, que evidentemente viven igual que las hormigas: excavando túneles y construyendo galerías subterráneas en la conciencia de las personas y en el disco duro de las cosas.
No me importa reescribir los artículos; son cortos. Pero sería incapaz de rehacer una novela, aunque las he visto desmenuzarse con la misma facilidad con la que se vienen abajo treinta líneas, unas veces por culpa de la gramática y otras de la zoología.
Así se desmoronan las vidas, con frecuencia sin que lleguemos a saber si eran de carne o verbo, auténticas o escritas.
Juan José Millás, Cuerpo y prótesis, Santillana, Madrid, 2009 (2000), pp. 31-32.
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