Es quizás una mujer, de muy baja estatura. Resulta difícil asegurarlo porque tiene los rasgos deformados por una quemadura que parece haber abarcado la cabeza, el cuello y una parte del pecho chato. La ropa grande y desordenada, amontonada sobre su cuerpo, se entreabre debajo de las clavículas mostrando la línea donde comienza la piel sana. El pelo largo brota desde la parte superior de su cuero cabelludo y con los movimientos del vagón se levanta de costado mostrando las cicatrices en la nuca y alrededor de las orejas. A cada pasajero sentado, la enana le deja una estampita en las rodillas. Muy pocos se fijan en ese cuadradito de papel. En el mío hay una foto pornográfica. El señor sentado a mi lado se ha dado cuenta y me mira con reprobación no exenta de tristeza, pero no puedo pararme para alejarme de él, no puedo despegarme del asiento aunque vea que el tren ha girado en redondo, aunque vea que la locomotora está mordiendo ya el vagón de cola, aunque vea cada vez más cerca, más certeros, esos dientes grandes, eficientes, de acero, con los que se devora, nos devora.
Ana María Shua, Temporada de fantasmas, Páginas de Espuma, Madrid, 2004, p. 98.
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