Me despiertan unos pasos aturullados en el pasillo. Al principio los confundo con un sueño, pero enseguida me desvelo por completo. Me tapo con la sábana hasta la barbilla y me quedo muy quieto. Más pasos, carreras. Puertas que se abren, más carreras. Un llanto de mujer. Al principio, ahogado. Ingobernable, después. Más carreras. Deben de haber llamado a todos los médicos y enfermeras del hospital. Órdenes, palabras rápidas, frases de urgencia. Y, al fin, las ruedas de una cama o de una camilla. A toda velocidad. Cierro los ojos cuando siento que pasan por delante de la puerta de la habitación. Desaparecen fuera de la planta, hacia la salida que da a los quirófanos, pero el llanto de mujer persiste. Lo acompaña la voz de una auxiliar que ya conozco. Dice: Venga, ya, tranquila, ya está, ya está, no te asustes, que ya está controlado. Pero la mujer no deja de llorar. Se mete en su habitación y el llanto se atempera, aunque sigo oyéndolo durante un buen rato. No me muevo, no me atrevo a salir de la cama, ni siquiera puedo girar la cabeza para ver a Pablo, cuya bomba escucho a intervalos regulares y pautados. Ya no puedo dormir. Tengo ganas de llorar, pero no quiero que me oiga esa madre. Pablo duerme incómodo, le oigo moverse, aunque no se despierta. La luz del sol ya se filtra por los agujeros de la persiana. La tregua ha terminado y ahora sé perfectamente dónde estoy y qué idioma se habla aquí.
Sergio del Molino, La hora violeta, Mondadori, Barcelona, 2013, p. 32.
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