Hacia la luz, Pierre Pellegrini
LA ENCINA Y EL CIPRÉS
De pronto desciende la niebla y no me deja ver más allá de las narices.
Muy bien —me consuelo—. No puedo ver nada, pero tal vez sea mejor así, porque es probable que lo que está pasando ahora mismo a mi alrededor no sea de mi agrado.
Y continúo sentado al pie de la encina, con la espalda apoyada en el tronco y las piernas abiertas en compás, según tengo por costumbre. Durante más de media hora estoy, pues, instalado en el corazón del silencio, recordando la tabla de multiplicar. Por fin, cuando regresa el sol, descubro que la encina se había convertido en un ciprés.
«Estoy convencido de que esa transformación querrá decir alguna cosa», pienso.
Y sin poderlo remediar dejo de lado la tabla de multiplicar y empiezo a recordar a todos los amigos muertos. Recuerdo, no sólo a los que preferían el sonido aterciopelado de los violoncelos, sino también a los partidarios de los trombones. Todos forman ahora una gran orquesta.
De pronto desciende la niebla y no me deja ver más allá de las narices.
Muy bien —me consuelo—. No puedo ver nada, pero tal vez sea mejor así, porque es probable que lo que está pasando ahora mismo a mi alrededor no sea de mi agrado.
Y continúo sentado al pie de la encina, con la espalda apoyada en el tronco y las piernas abiertas en compás, según tengo por costumbre. Durante más de media hora estoy, pues, instalado en el corazón del silencio, recordando la tabla de multiplicar. Por fin, cuando regresa el sol, descubro que la encina se había convertido en un ciprés.
«Estoy convencido de que esa transformación querrá decir alguna cosa», pienso.
Y sin poderlo remediar dejo de lado la tabla de multiplicar y empiezo a recordar a todos los amigos muertos. Recuerdo, no sólo a los que preferían el sonido aterciopelado de los violoncelos, sino también a los partidarios de los trombones. Todos forman ahora una gran orquesta.
Javier Tomeo, Los nuevos inquisidores, Alpha Decay, Barcelona, 2004, p. 200.
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