Con ayuda del bastón, Eddie Tjangapati dirigió sus pasos de aborigen viejo hacia el parque. Caminó con cautela, rodeando las trampas del pavimento y las bolsas de basura destripadas, tratando de no mirar a los hombres que trapicheaban en las esquinas. En el cruce de las calles Redfern y Chalmers se detuvo a contemplar una escena insólita. Una cuadrilla de obreros, todos ellos blancos e irritados, arreglaba un socavón de varios metros de diámetro, rematando así el trabajo que sus compañeros, tan blancos e irritados como ellos, habían dejado inconcluso cuatro años atrás. A su alrededor se agolpaba el vecindario estupefacto.
Eddie siguió su camino. Se alejó del estrépito de las máquinas y entró en el parque, donde lo esperaban los suyos sentados en círculo sobre la hierba.
—¿Has visto, no? —le preguntó su hijo ofreciéndole una lata de cerveza, señalando con la mano libre hacia la obra.
Eddie se sentó apoyándose en su sobrina, abrió la lata y, con cómica parsimonia, la levantó para brindar:
—¡Por las elecciones! —dijo en tono socarrón.
—¡Por las elecciones! —contestaron todos, y bebieron a la vez un trago largo, ansioso, ajeno a los mitos de la tribu y al ya casi olvidado Tiempo del Sueño.
Rubén Abella, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, pp. 90-91.
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