EL TRAPECISTA
El trapecista niño saltó desde el primer trapecio, dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos volteretas en el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez... y así sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le temblaban las corvas y sonreía fatigadamente,
pero
entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y cuando llegó a éste era nuevamente un niño, pero aún más niño: un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían con aún mayor entusiasmo, y él allá en sus alturas, entre su aérea selva de trapecios, sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.
El trapecista niño saltó desde el primer trapecio, dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos volteretas en el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez... y así sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le temblaban las corvas y sonreía fatigadamente,
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entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y cuando llegó a éste era nuevamente un niño, pero aún más niño: un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían con aún mayor entusiasmo, y él allá en sus alturas, entre su aérea selva de trapecios, sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.
José de la Colina, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, página 48.
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