En días como hoy, oigo cantar a mi vecina. Su voz asciende por el patio, y es una voz antigua que parece emitida por un viejo transistor, la voz de una mujer viuda que no es bonita y tiene un perro pekinés de ojos saltones. La luz del mediodía la acompaña; también las sábanas blancas suavemente batidas por una brisa de domingo. En otras ocasiones, esa mujer grita obscenidades, maldiciones, blasfemias, que sólo pueden estar dirigidas a su peor enemigo. Un melodrama doméstico, acompañado de portazos y platos de loza rotos contra el suelo, y unos incongruentes ladridos de perro a la hora de la siesta. Pero ella siempre vivió sola; así pues, hoy se canta a sí misma como otros días se maldice sin que nadie le responda. En cierta ocasión la oí decir: «Estoy tan sola que ya no me echo de menos», y luego cocinó un huevo frito. El chisporroteo del aceite ascendió desde la sartén hasta mi ventana, pero no supe decir si ese sonido doméstico recordaba a un llanto o a una risa. Hoy, de momento, canta. Me pregunto qué debo hacer si el canto se transforma en perorata, y luego en solitaria violencia. Yo también canturreo con la ventana abierta, de ese modo vecinal e inofensivo le hago compañía, creo.
Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, p. 49.
0 comentarios:
Publicar un comentario