1
Primavera.
Césped mojado para los pies desnudos. Rosas goloseadas por insectos de tierna esmeralda. Savia de los árboles derramándose en miel cristalina. Las oleadas de luz embriagan el polen de la atmósfera. Tibieza de plumón de nido en el aire. El rugido valiente del animal en celo. La costra de la costra de la tierra se desmenuza y asoman su cabecita de amarillo tímido los brotes enterrados de lo que aspira a vivir. Las puntas de las ramas terminan en un pezoncito de néctar. Un desperezo tembloroso y la mirada que busca las curvas suaves de las colinas y de los hombros para saciarse de éxtasis.
2
La pradera.
Tiene grupetos esbeltos de álamos jóvenes. Todos sus colores parecen recién lavados. El río, fresco, plateado, lame las orillas con innumerables lenguas glotonas. Invita a acostarse en él, a adormecerse en su linfa arropándose hasta el cuello, cerrando los ojos, dejándose llevar del ensueño sin sueño. La pradera combina sus pedazos de sombra morada con grandes manteles de sol. Allá lejos está el horizonte donde parece navegar una casita con su tirabuzón de humo enroscado a la chimenea.
3
Los vivientes
Junto a la pradera está la torre de piedra sonrosada.
La cúpula es de diamante y la veleta un gallo. En la pradera retozan los que habitan la torre: el Rey, el Bufón, la Madre y el Niño, el Borracho, los Enamorados, el Comerciante y el Viejo galanteador. Forman corro entre risas y gritos de alegría. Cantan su salmo incoherente. Saludan al vivir, al existir. Himno a pleno pulmón. El perrito acude, despertado por el estrépito. Ladra, juega a morder los pies que brincan y chapotean.
4
La Muerte.
En los cimientos de la torre se abre un portillo, agujero a ras de tierra que va a lo hondo. Se asoma la Muerte y contempla eI vivir. La Muerte es sólo su esqueleto mondado, pulido, opaco. Arrastrándose hacía fuera, sale como una araña, meneando sus grandes patas, y sus brazos de palitroque. Ya derecha sobre sus metatarsos raja en dos la calavera, bostezo que rechina. Tiene hambre. A la vista hay buenos bocados. La columna vertebral ondula separando y acoplando sus escamas de hueso.
5
El Rey.
La Muerte saca un tambor. Bate el parche con las falanges, toca llamada, son heroico. Acercándose al corro, alborozado, se hace oír del Rey. Suspende su ritmo en la rueda, sintiéndose irresistiblemente arrastrado. Con finas reverencias de Corte la acoje, la toma de la mano, bailan un delicado minué, se saludan, hacen los pasos, marchan hacia la guarida. La Muerte empuja al Rey que desaparece sorbido por el agujero. Se ríen los dientes fríos de la calavera.
6
Los Enamorados.
Para atraerlos a sí, la Muerte toca el laúd de los trovadores. La pareja se resiste a la sugestión de la música. Procura defender sus oídos. La melodía se les filtra insinuante, empapa sus sentidos. Van a ella abandonando a los compañeros de retozo. La Muerte baila un vertiginoso vals con la Enamorada. Los novios, reunidos otra vez en un beso, van a dar en la sima de la Parca. Caen allí revueltos mientras Ella deja oír un resuello de satisfacción.
7
El Comerciante y el Viejo verde.
Ahora les corresponde a ellos, en el turno. La Muerte, antes de continuar el rapto de los vivos, danza: crujido de rótulas, meneos de aspa de molino. Al Comerciante le hace ir con sólo sonar un bolso de dinero y al Viejo verde arrojando a sus pies una liga perfumada. Sigue el corro su vértigo, su primaveral júbilo.
8
La Madre y el Niño.
Está en cuclillas la Mondada junto a su escondrijo. Gira una mano que suena como las carracas. La carraca atrae la atención del Niño; se suelta de los que celebran la alegría de vivir. Corre al sido donde sonó el juguete. La Madre, inquieta, le sigue. La Muerte da saltos sobre sus zancos. La Madre y el Niño al agujero.
9
El milagro.
Apartada junto a la torre, la Muerte les llamó. Ese poder le bastaba. Quiere divertirse más, bailar con cada presa suya las galantes escalas finales. Recuenta sus victorias con los dedos sin tuétano: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Insatisfecha, acude al grupo. Porta un tirso de cascabeles para ilusionar al bufón. ¡Un cascabel de sonido argentino es bastante para seducir a un hombre!
Mas Ella duda al acercarse a ios vivientes. Se detiene, se queda perpleja. En la rueda de los felices están el Rey, la Madre y el Niño, el Viejo lascivo, el Comerciante, los Enamorados. Vacila, confusa, estupefacta. ¿Es que cuando quitó una figura del mundo, otra la ha substituido? Sí: otra idéntica, exacta. El Rey tiene su corona, su armiño, su bola del mundo; la Madre sostiene al pequeñín, que balbucea sus primeros pasos; el Viejo hace guiños picarescos a las mujeres y se aplica las antiparras para acercar las imágenes deleitosas; saltan las monedas en el bolsillo del Comerciante a cada brinquillo; la Enamorada se contempla en otros ojos; ios ojos del Enamorado que reflejan su miniatura encerrada en un fanal de deseo.
La Muerte cavila, sin acertar. No se fijó tampoco en que sus Pasos agostaban el Contorno de su huella; las flores y el césped se marchitaban bajo su pisada, se deshacían en ceniza. Pero inmediatamente otras flores, otros tallos verdes aparecían, cubríase el hueco de renovada vida vegetal, Sucedió lo mismo con los Personajes. En cuanto la poterna de la Muerte los devoraba, la baja, en el corro, se cubrái con un aparecido.
El milagro de ver allí a los que se llevó desconcierta al Esqueleto.
10
El Bufón.
Es el Bufón quien se acerca a la Muerte con su tirso de cascabeles para ilusionaria. El Bufón va vestido a rayas de tres colores, bandera viva de la locura. El lobanillo del frontal parece un cuerno incipiente. Ríe con baba, antítesís de la sonrisa seca de la Destructora. Fingiéndola reverencias y humildades, el Bufón danza alrededor de la perpleja Osamenta amoscando los agujeros de su nariz al hurgarles con las cintas del tirso. El Bufón mima un discurso que termina así: Tú, que eres enemiga de la vida ¿no te has dado cuenta de que vives también?
11
El Borracho.
La Muerte se da una palmada en el cráneo. Ha comprendido. Un grave pesar parece como que arruga su andamiaje. Desfallece, se tambalea al saber la inutilidad de su faena. Cabizbaja, vencida, vuélvese a su rendija. No llega a deslizarse en el portillo porque el Borracho sale del grupo, se la acerca, la escancia de beber. La muerte trasiega buenos tragos. El Borracho le invita a bailar. Los dos, echados los brazos por los hombros, se refocilan como camaradas de taberna. El Borracho es tan íntimo de la Muerte que ya se la lleva al corro donde siguen sonando las risas felices. La abren sitio y la rueda viviente se pone en movimiento otra vez, todos acompasados, ruidosos, radiantes.
12
La barca.
¡A la barca de flores! La barca de flores está hincada en el río. La asaltan, se acomodan. El Rey en la proa, el Borracho en el timón, el perrillo en la punta de babor, con el pétalo de lengua fuera. No hay sitio para la Muerte. Los que viven y aman, levanatn un cántico, tocan panderos, beben vino se besan. Hacen la burla y la mamola al Huesarrón. La barca raja el agua yéndose. En la primavera triunfal es un ramo de risas, de perfumes, regocijo y caricias. Un águila la precede.
Se mete el Huesarrón en el río hasta los fémures. Los bastones de sus patas reman hacía adelante. La Muerte toca su violín para unirse al concierto. El violín, desafinado, aúlla, raspa desgarrado, llama desesperadamentre. Ella corre detrás de la barca de fIores, tropezando en las hoyas del río, rasguñando las cuerdas destempladas; corre detrás, pero no alcanzará nunca a la barca. El perrillo, apoyado en la borda, la ladra, insolente.
Tomás Borrás, Tam Tam, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1931, pp. 137-142.
Ilustraciones: Rafael Barradas
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