La partida, Ángel Zapata

miércoles, 15 de junio de 2011
Tormenta de nieve en alta mar, William Turner

LA PARTIDA

Un marinero está encaramado al palo más alto de un buque. Lleva allí varios días, subido a horcajadas en la cruceta, en medio de una tempestad terrible. Sin un segundo de respiro, el buque es izado por los brazos del agua hasta un cielo cobalto, veteado de fuego, o bien cae al vacío, igual que una brizna de polvo, desde la cresta de unas olas tan altas como cordilleras. El marinero sigue allí, encaramado al mástil, cuando el capitán sale a cubierta llevando en una mano un farol náutico, y en la otra una tartera de aluminio.
—¡Marinero Rosas! —grita con fuerza el capitán—. ¡Le ordeno que deponga su actitud!
—¡Me es imposible, capitán! —responde el marinero—. ¡Las mollejas de pollo estaban duras!
—Pero Rosas ¿no ve que estamos en un tris de irnos a pique? ¡Por Dios bendito! Qué importan ahora unas mollejas.
—Importan, capitán. Importan mucho. Las mollejas de poilo tienen que estar jugosas. Es así, capitán.
—¡Rosas!
—¡Sí, mi capitán!
—El cocinero le ha preparado unas albóndigas. Por orden mía. Las traigo, aquí, en la tartera. Mírelas. Y además son albóndigas en salsa. Muy ricas. Baje usted de una vez. No sea tozudo, Rosas.
—Mi capitán: con todos los respetos, yo no he tragado nunca las albóndigas. Eso no arregla nada, señor. La otra noche —usted lo vio perfectamente— estuve a punto de llorar cuando nos dijo el cocinero que había preparado mollejas de pollo. Figúrese. ¡Mollejas de pollo! Aquí. En alta mar. Doblando nuestro buque el Cabo de Hornos, con viento favorable. El corazón no me cabía en el pecho, capitán. ¡Mollejas de pollo! Habría besado al cocinero, créame. ¡Oh, capitán: qué bellas son las ilusiones! ¡Y qué poquito duran, las puñeteras!
—¡Modere su lenguaje, Rosas!
—¡A la orden, mi capitán!
—¡Rosas!
—¡Sí, capitán!
—Rosas: por qué no se comporta igual que un hombre razonable, y baja ya de ahí. ¿No comprende usted que me pone en ridículo si vuelvo a entrar con la tartera?
—Lo comprendo, mi capitán.
—¿Y no va a hacer eso por mí?
—Me es imposible, señor. Las mollejas de pollo estaban duras.
—¡Rosas!
—¡ Sí, mi capitán!
—Hace ya dos horas que toda la tripulación esta achicando agua en las bodegas. ¿No lo ha notado? El buque escora hacia estribor. Nos hacen falta brazos, Rosas. No puede usted seguir en la cruceta.
—Me hago cargo, señor.
—Se hace usted cargo.
—¿Entonces le esperamos en las bodegas?
—Desde luego que no, capitán. El buque está escorado. Se va a pique. Muy bien. ¡Y qué intenta decirme con eso! Yo habría besado al cocinero. Esté seguro de que le habría besado. Pero eso fue hace tres días. Ahora ya es imposible contar conmigo. Las mollejas de pollo estaban duras. ¿Es que no lo comprende? Estaban duras, capitán.
—¡Rosas! —le grita el capitán exasperado. E incluso tira al suelo la tartera, en un rapto de furia.
También la tira como una especie de amenaza. Pero es un gesto inútil. Antes que pueda volver a hablarle, una ola gigante barre de abajo a arriba la cubierta del buque.
En cuestión de segundos, una masa de agua levanta al capitán a treinta metros de la cubierta. Lo levanta, exactamente, hasta el mismo lugar de la cruceta donde está atrincherado el marinero Rosas. Un rayo corta el cielo de la noche, despedazado por la tempestad. Por un momento, el capitán y el marinero Rosas quedan así, sentados frente a frente, uno encima de otro, abrazados al mástil de cruceta. Es un momento fugacísimo. Un pestañeo. Nada. Pero los dos, el capitán y el marinero Rosas, aún tienen tiempo de cruzar unas palabras de despedida:
—Rosas ¡qué mala leche tiene usted, carajo! —le dice el capitan.
—Créame que lo siento, señor —contesta Rosas—. Pero es un hecho. Las mollejas de pollo estaban duras.
Después todo ocurre en una fracción de segundo. El capitán prevé el peligro y le da a Rosas su farol náutico. Rosas lo coge por los pelos. Y la misma ola que ha empujado hasta arriba al capitán, arrastra al marinero fuera del buque.
—¡Estaban duras, capitán! ¡Las mollejas de pollo estaban duras! —se le escucha a lo lejos.
Y luego ya no se oye nada.
Mientras el buque lucha por no irse a pique, la ola se lleva al marinero Rosas hasta las cordilleras y los valles de agua salada.
Hasta el océano y su ira.
Hasta esa otra oscuridad, detrás de todas las tormentas, invisible a los ojos.



Ángel Zapata, Las buenas intenciones y otros relatos, Páginas de Espuma, Madrid, 2011 (2001).

0 comentarios: