ANTORCHAS
Los años corren, simulan que se detienen y vuelven a correr, pero siempre hay alguien que en medio de la oscura perspectiva alza una antorcha que nos obliga a ver el lado íntimo de las horas. Esa tea reveladora sabe apreciar la belleza de lo feo, el pudor de lo impúdico, la ausencia de algún dios, el edén de los lagos.
La antorcha puede ser una idea, pero también una primicia. Una palabra, pero también una tregua, una quietud. Su llama nos llama sin poner condiciones. Con ella nos acercamos a los árboles desnudos, iluminamos a los pelícanos acuáticos, con su lomo bermejo y sus patas palmeadas, y también a las palomas mensajeras, que hacen un alto en lo más alto de las abadías.
La antorcha alumbra sin remordimientos, porque es pura, está sola y es la disculpa del invierno. También es el estupor de los niños: los fascina y persuade más de que la chispa eléctrica. Todos tenemos una antorcha propia, y cada una distinta de las otras. Con ella se puede llegar al río, aun después del crepúsculo.
La antorcha sólo tiene un enemigo, y es la lluvia de cielo.
Mario Benedetti, Vivir adrede, Alfaguara, Madrid, 2008, p. 21.
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