El arte de la conversación, René Magritte
Aquellas palabras se inscribieron para siempre en mi memoria, sin duda porque las entendí de buenas a primeras, lo que en mí no es frecuente. No porque fuese duro de oído, porque tengo el oído bastante fino, y percibo quizá mejor que nadie los ruidos sin un sentido determinado. ¿De qué se trataba entonces? Quizá de un fallo del entendimiento, que sólo resonaba si era percutido varias veces, o, si se prefiere, que resonaba, pero a un nivel inferior al raciocinio, si es posible concebir tal cosa, y es posible concebir tal cosa, puesto que yo la concibo. Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque era bastante fino de oído, las oía la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto. Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me refiero a esta dificultad que tenía no sólo para comprender lo que decían los otros, sino también lo que yo les decía a ellos. Cierto que con un poco de paciencia nos llegábamos a comprender, pero respecto a qué, pregunto yo, y con qué finalidad.
Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, pp. 74-75.
0 comentarios:
Publicar un comentario