Esta oscura claridad que cae de las estrellas, Anselm Kiefer
La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o de un pecado. Un pariente me llama para decirme que siente mucho lo del accidente. Yo, un tanto envalentonada por el dolor, no paso por alto el término que soslaya la verdad: no fue un accidente, digo. Entonces la voz del otro lado reacciona, y pregunta si acaso no lo atropelló un cano. Ahora comprendo con exactitud de qué se trata. No, no lo atropelló un carro. Daniel se suicidó, digo. Un silencio. Alguien, evidentemente, ha mentido a mi pariente, un hombre mayor, religioso, intolerante. Qué cosa más rara, dice con torpeza. Da unas condolencias confusas, cuelga.
Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores. En varios de los correos que recibo se habla de «lo que ha sucedido», o simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como «te acompaño en estos momentos», o «te pienso todo el tiempo».
Pero suceden otras cosas, menos comprensibles: la funcionaria de un fondo de ahorros voluntario al que pertenezco hace quince años me escribe a mediados de julio para recordarme que estoy atrasada en dos cuotas. Yo le pido disculpas, le digo que la reciente muerte de mi hijo me ha distraído de mis deberes, y le solicito que me informe qué suma adeudo. A vuelta de correo recibo un seco informe sobre el monto que debo pagar, sin referencia alguna a mi duelo. A un amigo, un escritor extranjero que me llama a su paso por la ciudad, le doy la triste noticia. El hombre, después de un silencio, dice «lo siento, te llamo luego». También el director de una revista que me solicita un ensayo sobre poesía desaparece cuando en mi respuesta le explico que por ahora no tengo ánimos de escribir nada porque paso por el duelo de la muerte de mi hijo. Me asombra constatar que muchos de los intelectuales que conozco se abochornan ante la muerte, no saben abrazar, se paralizan al verme. En cambio, el maestro de obra que viene a casa hace más de veinte años para hacer reparaciones, se conmueve de manera evidente con la noticia, me expresa sus condolencias y dice, mostrándome los antebrazos desnudos: mire cómo me he puesto.
Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores. En varios de los correos que recibo se habla de «lo que ha sucedido», o simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como «te acompaño en estos momentos», o «te pienso todo el tiempo».
Pero suceden otras cosas, menos comprensibles: la funcionaria de un fondo de ahorros voluntario al que pertenezco hace quince años me escribe a mediados de julio para recordarme que estoy atrasada en dos cuotas. Yo le pido disculpas, le digo que la reciente muerte de mi hijo me ha distraído de mis deberes, y le solicito que me informe qué suma adeudo. A vuelta de correo recibo un seco informe sobre el monto que debo pagar, sin referencia alguna a mi duelo. A un amigo, un escritor extranjero que me llama a su paso por la ciudad, le doy la triste noticia. El hombre, después de un silencio, dice «lo siento, te llamo luego». También el director de una revista que me solicita un ensayo sobre poesía desaparece cuando en mi respuesta le explico que por ahora no tengo ánimos de escribir nada porque paso por el duelo de la muerte de mi hijo. Me asombra constatar que muchos de los intelectuales que conozco se abochornan ante la muerte, no saben abrazar, se paralizan al verme. En cambio, el maestro de obra que viene a casa hace más de veinte años para hacer reparaciones, se conmueve de manera evidente con la noticia, me expresa sus condolencias y dice, mostrándome los antebrazos desnudos: mire cómo me he puesto.
Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre, Alfaguara, Madrid, 2013, pp. 38-39.
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