Yo siempre creía en algo y, por eso, me metía en líos. Cuantos más palmetazos me daban, más firmemente creía. Yo creía… ¡y el resto del mundo, no! Si sólo se tratara de soportar el castigo, podrías seguir creyendo hasta el final; pero la actitud del mundo es mucho más insidiosa. En lugar de castigarte, te va minando, excavando, quitando el terreno bajo los pies. No es traición siquiera. La traición es comprensible y combatible. No, es algo peor, algo más bajo que la traición. Es un negativismo que te hace fracasar por intentar abarcar demasiado. Te pasas la vida consumiendo energía en intentar recuperar el equilibrio. Eres presa de un vértigo espiritual, te tambaleas al borde del precipicio, se te ponen los pelos de punta, no puedes creer que bajos tus pies haya un abismo insondable. Se debe a un exceso de entusiasmo, a un deseo apasionado de abrazar a la gente, de mostrarles tu amor. Cuanto más tiendes los brazos hacia el mundo, más se retira. Nadie quiere amor auténtico, odio autentico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso sólo debe hacerlo el sacerdote en la hora del sacrificio. Mientras vives, mientras la sangre está caliente, has que fingir que no existen cosas tales como la sangre y el esqueleto bajo la envoltura de la carne. ¡Prohibido pisar el césped! Por ese lema se guía la gente en su vida. […]
Si no te crucifican, como a Cristo, si consigues sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y futilidad, ocurre otra cosa curiosa. Es como si hubieras muerto de verdad y hubieses resucitado efectivamente; vives una vida supranormal […]. No existe una diferencia fundamental, inalterable, entre las cosas: todo es cambio, todo perecedero. La superficie de tu ser se desintegra sin cesar; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de grado o por fuerza. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y todo lo que sea de la tierra es inalienablemente tuyo. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, un ser sin sombra; nunca volverás a morir, sólo desaparecerás como los fenómenos que te rodean.
Si no te crucifican, como a Cristo, si consigues sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y futilidad, ocurre otra cosa curiosa. Es como si hubieras muerto de verdad y hubieses resucitado efectivamente; vives una vida supranormal […]. No existe una diferencia fundamental, inalterable, entre las cosas: todo es cambio, todo perecedero. La superficie de tu ser se desintegra sin cesar; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de grado o por fuerza. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y todo lo que sea de la tierra es inalienablemente tuyo. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, un ser sin sombra; nunca volverás a morir, sólo desaparecerás como los fenómenos que te rodean.
Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 119-122.
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