SUSPENDIDAS EN EL CIELO
Vivía en el piso de abajo y poseía una personalidad tan exuberante que muchas mañanas le pedíamos a su abuela que la dejase venir con nosotros a la playa. No había cumplido los cinco afios. También nos acompañaba durante algunos paseos. Era afectuosa y divertida. Aquella noche calurosa la noria gigantesca empezo a girar.
La niña iba sentada frente a mí embriagada de alegría, pero la maquinaria se detuvo después de dar sólo unas vueltas. Quedamos situadas en la cúspide. Tuve que controlar el miedo cuando la pequeña se puso a celebrar locamente la avería. Las estrellas brillaban en el firmamento mientras oscilaba la cabina. En balde procuraba con mi actitud pausada aplacar su agitación. Gritando, iba de su asiento al mío. Me esforcé para neutralizar la punzada terrible del vértigo. Según pasaban los minutos, sentía que se incrementaba el peligro. El vaivén era tan pronunciado que imaginé la posibilidad de una caída. Yo nunca había transmitido tanta serenidad partiendo de la angustia. Nos llegaba el aroma salado del mar y lamentaba en lo más profundo no poder disfrutar de aquella circunstancia inédita. Mi desasosiego lo único que avistaba era un riesgo oscuro. De pronto, vi en ella una expresíón de horror. Cuando los técnicos repararon la atracción y pisamos suelo firme, me dijo, más apaciguada, que no le gustaban los ángeles que había visto.
La niña iba sentada frente a mí embriagada de alegría, pero la maquinaria se detuvo después de dar sólo unas vueltas. Quedamos situadas en la cúspide. Tuve que controlar el miedo cuando la pequeña se puso a celebrar locamente la avería. Las estrellas brillaban en el firmamento mientras oscilaba la cabina. En balde procuraba con mi actitud pausada aplacar su agitación. Gritando, iba de su asiento al mío. Me esforcé para neutralizar la punzada terrible del vértigo. Según pasaban los minutos, sentía que se incrementaba el peligro. El vaivén era tan pronunciado que imaginé la posibilidad de una caída. Yo nunca había transmitido tanta serenidad partiendo de la angustia. Nos llegaba el aroma salado del mar y lamentaba en lo más profundo no poder disfrutar de aquella circunstancia inédita. Mi desasosiego lo único que avistaba era un riesgo oscuro. De pronto, vi en ella una expresíón de horror. Cuando los técnicos repararon la atracción y pisamos suelo firme, me dijo, más apaciguada, que no le gustaban los ángeles que había visto.
Isabel Moreno García, Pasos, Plaza y Valdés, Pozuelo de Alarcón, 2013, p. 77.
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