La jerarquía de los ángeles, Anselm Kiefer
Llegué temprano a la UCI del hospital de Padua.
Tito estaba en una incubadora. Nada en él se movía. Había un tubo colgado de una arteña de su pie. Otro tubo, conectado a un respirador, le ensanchaba hasta lo grotesco una de las aletas de la nariz. Tenía electrodos repartidos por todo el cuerpo, conectados a una serie de aparatos. De vez en cuando, uno de esos aparatos emitía un pitido y los médicos de la UCI iban corriendo a regulado. Siempre que eso ocurría, me asaltaba el temor de que Tito se estuviera muriendo. Era desesperante. También era alentador. Sólo podía tener la seguridad de que Tito seguía vivo cuando temía que se estuviera muriendo.
Para poder morirse, Tito tenía que estar vivo.
Tito estaba en una incubadora. Nada en él se movía. Había un tubo colgado de una arteña de su pie. Otro tubo, conectado a un respirador, le ensanchaba hasta lo grotesco una de las aletas de la nariz. Tenía electrodos repartidos por todo el cuerpo, conectados a una serie de aparatos. De vez en cuando, uno de esos aparatos emitía un pitido y los médicos de la UCI iban corriendo a regulado. Siempre que eso ocurría, me asaltaba el temor de que Tito se estuviera muriendo. Era desesperante. También era alentador. Sólo podía tener la seguridad de que Tito seguía vivo cuando temía que se estuviera muriendo.
Para poder morirse, Tito tenía que estar vivo.
Diogo Mainardi, La caída. Memorias de un padre en 424 pasos, Anagrama, Barcelona, 2015, p. 43.
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