La imagen de Sean de fondo de pantalla —sus ojos rasgados bajo los párpados indios— se ilumina en el teléfono. Marianne, me has llamado. Al punto Marianne prorrumpe en sollozos —química del dolor—, incapaz de articular palabra mientras él repite: ¿Marianne? ¿Marianne? Probablemente debe de creer que el ruido del mar al estrecharse en la dársena le impide oír, confunde la fritura en las ondas, y la baba, los mocos, las lágrimas mientras ella se muerde la mano, paralizada por el horror que le inspiraba bruscamente aquella voz tan amada, tan familiar como sólo una voz sabe serlo pero de pronto ajena, espantosamente ajena, porque surge de un espacio-tiempo en el que el accidente de Simon no se había producido; un mundo intacto situado a años luz de ese café vacío; y esa voz ahora desentonaba, desorquestaba el mundo, le desgarraba el cerebro: era la voz de la vida de antes, Marianne oye la voz de ese hombre que la llama, y llora, recorrida por la emoción que se siente a veces ante lo que, en el tiempo, ha sobrevivido indemne, y desencadena el dolor de las imposibles vueltas atrás —algún día tendrá que saber en qué sentido discurre el tiempo, si es lineal o describe las vueltas de un hula-hop, si forma círculos, se enrosca como la nervadura de una concha, si puede adoptar la forma de ese tubo que repliega la ola, aspira el mar y el universo entero en su reverso oscuro, sí, tendría que comprender de qué está hecho el tiempo que pasa—. Marianne aprieta el teléfono en la mano: miedo a hablar, miedo a destruir la voz de Sean, miedo a que él no pueda volver a oír tal como es, a que no vuelva a experimentar ese tiempo desaparecido en el que Simon no se hallaba en una situación irreversible, pero es consciente de que debe poner fin al anacronismo de esa voz para reimplantarla allí, en el presente del drama, sabe que debe hacerlo, y cuando acierta por fin a expresarse, no se muestra ni concreta ni precisa, sino incoherente, a tal extremo que perdiendo la calma, alcanzado también por el terror –algo había ocurrido, algo grave-, Sean comienza a interrogarla hastiado, ¿es por Simon?, ¿qué le pasa a Simon?, ¿qué pasa con el surf?, ¿un accidente dónde? En la textura sonora se recorta su cara, tan precisa como en la foto del fondo de pantalla. Marianne se imagina que Sean podría deducir que se ha ahogado, rectifica, los monosílabos se convierten en frases que poco a poco se organizan y cobran sentido, al poco deja caer ordenadamente cuanto sabe, cerrando los ojos y pegándose el aparato al esternón al llegarle el grito de Sean. Luego, le precisa a toda velocidad que sí, que el pronóstico vital de Simon ya se sabe, que está en coma pero está vivo, y Sean, descompuesto como ella, contesta ahora voy, estoy allí en dos minutos, ¿dónde estás?, y su voz es tránsfuga ahora, se ha unido Marianne, ha traspasado la membrana frágil que separa a los felices de los condenados: espérame.
Maylis de Kerangal, Reparar a los vivos, Anagrama, Barcelona, 2015, pp. 75-76.
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