España, Salvador Dalí
El paisaje español sigue siendo algo fundamentalmente extraño. Para un europeo, el paisaje es un parque. El paisaje se pasea, se disfruta, se contempla. Un español, en cambio, necesita hacer algo más. Necesita salvar a las gentes que se achicharran en el yermo, necesita llenarlo de árboles, modernizado con autopistas, irrigarlo con canales y pantanos. Un español tiene que intervenir porque le ha tocado un paisaje que no es un paisaje, sino un problema a resolver. Una especie de enigma esotérico que esconde en el polvo la respuesta a lo que se ha sido y se es. En cualquier caso, algo que no forma parte del que observa. Ya sea desde el desprecio del Quijote o desde la redención religiosa de Unamuno y los noventayochistas, un español marca distancias con su paisaje. Y eso quiere decir que las marca también con la gente que lo habita. Especialmente, si ellos proceden de allí. No hay desapego más grande y definitivo que el que siente el hijo de la estepa por su cuna o la de sus padres. Frente al deseo de volver que impregna la literatura de Proust, los españoles tienen el deseo de huir. De ahí, en parte, la identificación de la meseta como un mar de tierra, y sus viajeros corno marineros. Gentes de paso, sin raíces, que surcan parajes extraños en busca de aventuras, nunca en busca del reconocimiento de sí mismos.
Sergio Del Molino, La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Turner, Madrid, 2016, p. 190.
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